• Isabel Guevara es una de las custodias de semillas y huerteras más reconocidas y queridas de Bogotá, un amor por la tierra que nació con sus padres y abuelos en el municipio nariñense que la vio nacer: Ipiales.
  • En la terraza de su casa, ubicada en el barrio Boyacá Real, montó una huerta biodiversa y un reservorio de semillas nativas con la ayuda de su esposo e hijos, proyectos agroecológicos que la han llevado a dar charlas por varias partes del país.
  • Tiene más de 400 frascos de vidrio con semillas de 72 variedades de frijol, 63 de tomate, 23 de maíz, 11 de ají y papa, 10 de cebolla, ocho de trigo, seis de arveja, cinco de pepino dulce y cuatro de amaranto, tesoros que siembra en su huerta para experimentar.
  • Crónica de un ícono de la agricultura urbana y la ancestralidad, una mujer que ha tocado el alma y corazón de miles de personas.

Las semillas y la agricultura corren por las venas de Isabel Guevara.

Las personas que transitan por la carrera 73 con calle 67A, una cuadra del barrio Boyacá Real en la localidad de Engativá, ignoran que una casa de dos pisos esconde uno de los mayores tesoros ancestrales y biodiversos de Bogotá.

Se trata de la Terracita Orgánica de Isabel del Socorro Guevara Benavides, una nariñense que, desde hace 40 años, decidió pintar la terraza de su hogar con los colores y formas de miles de hortalizas, frutales y plantas medicinales y aromáticas.

Sin embargo, esta huerta de cinco metros cuadrados conformada por 220 materas y envases y donde no aplica ningún químico, va mucho más allá de sembrar y cosechar alimentos saludables. Las semillas, en especial las nativas del país, son las protagonistas.

En un pequeño cuarto ubicado en la terraza, Isabel tiene más de un centenar de frascos de vidrio de diversos tamaños donde conserva tanto las semillas que salen de su huerta, como las que ha obtenido en diversas partes de Colombia y otros países.

Isabel es una gran conocedora de las semillas nativas de Colombia.

“Soy una de las custodias o guardianas de semillas nativas de Bogotá, algo que digo con mucho honor porque lo aprendí de mis padres y abuelos en la tierra que me vio nacer: el municipio nariñense de Ipiales”.

El nombre de Isabel Guevara resuena con fuerza en el mundo de la agricultura urbana y las semillas ancestrales de todo el país. Su voz ha sido escuchada en varios rincones del territorio nacional e incluso en el extranjero.

“Hago parte de la Red de Guardianes de Vida, una organización que me ha permitido compartir mi experiencia, aprender de otros custodios y hacer intercambios de semillas nativas. Hoy los invito a que conozcan parte de mi historia en este hermoso planeta”.

El maíz es uno de los protagonistas en la huerta urbana de Isabel Guevara.

Legado familiar

Isabel pasó toda su niñez en una pequeña finca ubicada en el corregimiento La Victoria, una zona rural del municipio de Ipiales repleta de maíz, trigo, cebada, papa, arveja, haba, repollo y calabaza.

José Bernardo Guevara, su padre, fue el encargado de inyectarle un amor infinito por los regalos del campo. “De él aprendí a amar la tierra, sembrar y cosechar, además de valorar todos los platos tradicionales de la región”.

Ese amor por la tierra pasó de generación en generación en su familia. Por ejemplo, Leonidas, su abuelo paterno, fue el que le enseñó a su padre todos los secretos de los cultivos, en especial de los nativos.

“Mi abuelo le dijo a mi papá que todo lo que se sembraba no debía ser vendido. Tocaba almacenar las semillas durante todo el año, como lo dice la biblia. Mi padre se encargó de inmortalizar ese consejo en sus seis hijos”.

En Ipiales, Isabel conoció los secretos del campo.

A esta nariñense se le llena el corazón de orgullo al recordar a su abuelo. “Él fue uno de los fundadores del pueblo. Era una persona pudiente que lideró la construcción de las primeras casas y la plaza; además, prestaba dinero en varias zonas del departamento”.

Isabel recuerda que su abuelo tenía muchas personas que le ayudaban a sembrar. “En esa época mi abuelo ayudó a criar a muchos niños de familias pobres de Nariño, a quienes les enseñó a sembrar y almacenar las semillas”.

Don Leonidas era conocido como un recolector de semillas. Según su nieta, cuando viajaba a Ecuador regresaba con su morral repleto de semillas de papa y maíz todos los colores y formas, las cuales se las repartía a los compadres con el compromiso de que las sembraran y almacenaran.

El primer cultivo que la maravilló en la finca familiar fue el de calabaza. “Teníamos calabazas enormes pintadas con rayas blancas y beiges, alimentos con los que se hacían platos exquisitos como dulces con maíz tostado y leche y la tradicional juanesca pastusa”.

Isabel lleva más de 40 años con su huerta urbana.

Los platos típicos elaborados con maíz también se aferraron en su corazón. “El maíz es la base de muchas sopas en la región, como la de cojongo. En Nariño aún sobreviven varias de esas sopas ancestrales que hacemos con los productos nativos”.

Uno de los recuerdos de su niñez que más atesora es el secado de las semillas, una actividad en la que participaban todos sus hermanos. “Extendíamos unas carpas grandes de lona para poner a secar las semillas. Yo me acostaba en las de trigo y me sentía como en el paraíso”.

En esa actividad se enamoró perdidamente del maíz y la papa por sus diversos colores y formas. “Recuerdo que organizábamos las papas dependiendo de su color, es decir rojo, rosado y negro, al igual que las pepas de maíz”.

Isabel no sabía lo que era una muñeca o un carro de juguete. “No necesitábamos juguetes porque para nosotros la organización y secado de las semillas era un juego. Nos divertíamos en medio de esos colores y formas tan hermosas”.

En su niñez también aprendió que no es necesario aplicar químicos para que un cultivo fuera más productivo. “Mi abuelo y papá jamás aplicaron abonos en sus tierras, a pesar de que la Caja Agraria llegó con el lema de que por un bulto de papas con abono salían 100 bultos más; para ellos estos productos dañaban la tierra”.

Isabel se convirtió en custodia de semillas desde muy niña.

Cambio de vida

A los 14 años, Isabel tuvo que abandonar las tierras fértiles de Ipiales para empezar una nueva vida en Bogotá, una ciudad que nunca había pisado. Las Misioneras de Nazaret, unas monjas del pueblo, fueron las que la llevaron a la capital.

“Mi papá se enfermó mucho y por eso me tocó irme con ellas para ayudarle a mi mamá con los gastos de la casa. Llegué a un convento ubicado en el centro de la ciudad, donde las monjas prometieron que me iban a ayudar con el estudio”.

Un avión la llevó desde Nariño hasta la gran ciudad, un viaje que se le hizo corto y por eso pensaba que el corregimiento donde nació quedaba muy cerca. “Yo pensaba que La Victoria quedaba atrás de los Cerros Orientales; creía que podía regresar caminando a mi terruño nariñense”.

Isabel estuvo durante seis años en el convento, tiempo en el que las monjas no cumplieron con su promesa de estudio. “Fue un cambio de vida enorme porque no podía sembrar. Me dediqué a ayudarlas porque mi mamá necesitaba de mi ayuda para cuidar a mi papá y sacar adelante a mis cinco hermanos”.

La terraza de su casa esconde miles de tesoros ancestrales.

La nariñense se fue a vivir a una residencia de monjas en el barrio 20 de Julio, cerca del hospital San Rafael. “Me daba mucho miedo aventurar sola por la ciudad y por eso me fui para donde otras monjas”.

Pero con las religiosas la situación no mejoró. Por ejemplo, si llegaba a retrasarse un solo día en el pago del arriendo del cuarto donde dormía, las monjas le quitaban la comida. “Si pasaban 15 días sin recibir el pago, nos sacaban”.

Isabel aguantó cuatro años en la residencia religiosa, con el corazón arrugado por la falta de caridad. “Lo hice por mi familia. Luego me puse a trabajar como ayudante de cocina en restaurantes o en empresas de modistería haciendo dobladillos”.

Isabel se la pasa recogiendo semillas en las huertas que visita.

El amor de su vida

Luego de 10 años conviviendo con monjas, el amor tocó a la puerta de Isabel. En la casa de un familiar en el barrio El Polo, conoció a Pedro William Martínez, quien se convirtió en su eterno compañero de vida.

“Desde que cruzamos miradas nos enamoramos. El primer día me pidió el teléfono y luego empezamos a salir. Estuvimos de novios cuatro años, hasta que quedé embarazada y él me mandó para mi pueblo natal mientras se organizaba bien en Bogotá”.

Su anhelado regreso a la tierra donde se enamoró de los cultivos y las semillas nativas no fue como lo esperaba. Por estar embarazada, recibió miradas de rechazo por parte de sus familiares y por eso volvió a cambiar de rumbo.

“Mi llegada a la finca fue muy difícil porque no era bien visto estar embarazada sin un esposo al lado. Aunque mi papá ya estaba un poco mejor de salud, no aguanté el rechazo y me fui para donde un primo a La Hormiga, en el departamento de Putumayo”.

El reservorio de semillas nativas de Isabel cuenta con más de 400 frascos de vidrio.

En las tierras selváticas del Putumayo nació Nujad Natali, su primera hija. “Pedro William nos visitó al año de nacer Nujad y nos llevó de nuevo a Nariño, donde nos pagó una casa en arriendo mientras él se organizaba en Bogotá y lograba una vivienda propia”.

Luego de cinco años de relación a distancia, Isabel y Pedro William se organizaron en una casa de dos pisos ubicada en el barrio Boyacá Real, en la localidad de Engativá, un hogar que llenaron de amor durante cerca de 40 años.

“La casa es de mis suegros, pero como ellos vivían en otra vivienda en el barrio El Gaitán, nos propusieron que les pagáramos arriendo. Nos organizamos los tres y luego llegaron nuestros otros dos hijos: Erika y Pedro”.

Isabel experimenta con sus semillas nativas en la huerta de la terraza de su casa.

A reverdecer el hogar

Mientras Pedro William trabajaba para sacar adelante a la familia, Isabel se dedicó a criar a sus tres retoños y a las actividades diarias que requería la casa de sus suegros en el barrio Boyacá Real, un sitio donde el verde escasea.

“Desde que llegué a la casa decidí empezar a sembrar hortalizas, frutales y plantas aromáticas y de jardín en varias materas y envases, los cuales organicé en la terraza. A todas les sacaba semillas, tesoros que metía en frascos de vidrio”.

A los suegros no les gustó mucho su nuevo proyecto agroecológico, donde aplicó al pie de la letra todas las enseñanzas dadas por su padre y abuelo. “Decían que la casa se iba a llenar de humedad por tantas plantas; que ya no era montañera y no vivía en el monte”.

Aunque el corazón de Isabel se llenó de tristeza por el rechazo de sus suegros hacia una actividad que corre con orgullo por todas sus venas, decidió seguir sembrando y cosechando sin aplicar un solo químico.

Isabel extrae y seca las semillas en la terraza de su casa.

“Mientras le daba forma a la huerta, a mi esposo le aprobaron un crédito en la empresa donde trabajaba y con eso compramos una casa en el barrio La Española. Sin embargo, decidimos arrendarla y nos quedamos en el Boyacá Real porque nos gusta mucho este sector”.

En 2006, Isabel se enteró que el Jardín Botánico de Bogotá (JBB) acababa de lanzar el proyecto de agricultura urbana en la ciudad, una herramienta que busca ayudar a los huerteros con capacitaciones, asistencia técnica y entrega de insumos.

“Me enteré por un compadre de mi suegro que se llevaba muy bien con mi esposo. Como él sabía que me gustaban mucho las plantas, me dijo que el JBB iba a hacer un curso de agricultura urbana y me inscribí”.

Isabel quería ir al curso con Pedro William, quien estaba muy deprimido porque la empresa donde trabajaba cerró las puertas. “Después de varios intentos logré convencerlo y juntos asistimos a los talleres de siembra, donde poco a poco fui fortaleciendo mis conocimientos ancestrales”.

Isabel está muy orgullosa por su reservorio de semillas nativas.

Alma Melo, técnica del JBB en agricultura urbana, fue su maestra. “Es una mujer muy exigente, comprometida y una profesora invaluable. Ella se interesó mucho en nuestro proceso en la terraza y decidió asesorarnos para mejorarla”.

Según Isabel, en esa época la huerta no tenía mucho orden. “Tenía muchas habas y papas sembradas sin ningún orden. “Alma, a través de sus procesos, nos ayudó a organizar mejor el espacio y ahí nació el nombre de la huerta: la Terracita Orgánica”.

Erika, su segunda hija, también se interesó en la agricultura urbana y decidió acompañar a sus padres a las clases del curso. “Ella tenía 11 años y dio un discurso hermoso el día de la graduación del curso, el cual duró más de un mes. Sin embargo, Alma nos continuó asesorando y se convirtió en una gran amiga”.

La Terracita Orgánica ha recibido el apoyo de los técnicos del JBB.

Custodia icónica

Seis meses después del curso de agricultura urbana, el Jardín Botánico se comunicó con Isabel para que participará en un nuevo proyecto de custodios de semillas nativas, el cual sería liderado por Jaime Aguirre.

“Él hablaba mucho de semillas nativas, pero como yo cuento con varios conocimientos ancestrales dados por mi papá y abuelo, me di cuenta que algunos eran erróneos. Luego de escucharlo decidí participar e hicimos una buena sinergia”.

Alma Melo consiguió un predio en un sitio conocido anteriormente como ancianato El Bosque, ubicado cerca del Compensar de la Avenida 68, en la localidad de Engativá, para que las 25 personas del curso dieran marcha a un proyecto de semillas nativas.

“Fue un proyecto maravilloso. Recuerdo que Jaime nos dio un cuarto de papa que, a pesar de estar afectada con gusanos, nos dio tres bultos. Yo sabía que la cosecha se iba a dar porque se trataba de papa nativa”.

Isabel ha compartido sus conocimientos ancestrales en varias universidades y encuentros nacionales.

Cada vez que Isabel iba a Nariño, regresaba a la huerta del hogar geriátrico con varias semillas nativas. “Sembré 17 variedades de frijol y muchas semillas de maíz, habas, quinua amarilla y roja, amaranto negro y blanco, chía y linaza”.

En la huerta de la terraza de su casa también empezó a sembrar las semillas de su tierra natal, al igual que un terreno del barrio La Española donde lideró la conformación de un reservorio de semillas nativas.

“Varias universidades se enteraron de la iniciativa y enviaron a sus estudiantes para que aprendieran de las semillas nativas que sembrábamos. Eso me llevó a dar charlas en universidades como la Nacional, el Rosario y los Andes”.

Al darse a conocer en el medio académico, Isabel se convirtió en un icono de las semillas nativas a nivel nacional. “Primero entré a la Red Nacional de Semillas y luego me invitaron a un encuentro de la Red de Guardianes de Vida en Ecuador, donde me convertí en una custodia y representante por Nariño”.

Isabel es una custodia de semillas nativas que reverdece Bogotá.

Semillas al granel

Isabel define a los custodios de la Red de Guardianes de Vida como personas organizadas y con trabajos impecables. “Además de resguardar semillas, hacen reservorios de agua en el territorio”.

En uno de esos encuentros con los guardianes de semillas, Isabel recibió uno de sus mayores regalos. Llevó cuatro maíz pira que sacó de la huerta y se los regaló a un señor de Nariño que le informó que esa variedad se había perdido en el territorio.

“A los dos años volví y me dijo que de mis cuatro semillas había sacado muchas más y ya tenía sembrado maíz pira en media hectárea. Ese es el mejor regalo que puedo recibir porque sigo con el legado de mis antepasados”.

Lo mismo ocurrió con unas semillas de arveja tres lados, las cuales le obsequió a un custodio de Ecuador. “Esas semillas las tenía en la huerta de mi terraza y ahora están presentes en varios terrenos de Ecuador”.

Aunque ama a todos sus cultivos, Isabel siente con cariño especial por el maíz.

Isabel asegura que las semillas no deben permanecer guardadas. “Hay que sembrarlas y renovarlas para hacer experimentos. Eso hago yo en mi huerta: por ejemplo, tengo semillas desde 2001, las cuales siembro para ver qué germinación tienen”.

Sembrar, cosechar, experimentar y guardar son las actividades que esta nariñense hace durante todo el año. “Uno se vuelve científico como custodio. Yo me la pasó experimentando con la siembra de las semillas y la verdad me ha ido muy bien”.

En su reservorio de semillas tiene más de 400 frascos con semillas de 72 variedades de frijol, 63 de tomate, 23 de maíz, 11 de ají y papa, 10 de cebolla, ocho de trigo, seis de arveja, cinco de pepino dulce y cuatro de amaranto.

“Todas las variedades las siembro en la huerta para experimentar. Mis semillas están bien preservadas y conservadas y por eso me salen cosechas bastante prósperas. Mi terraza es un aula o un laboratorio donde experimento y aprendo a diario”.

Isabel comparte todos sus conocimientos ancestrales con los custodios de semillas.

Todos los aprendizajes los lleva al encuentro anual que hace la Red de Guardianes de Vida en Nariño, una organización conformada por 220 custodios. “Cada uno presenta las problemáticas, retos y las cosas que va descubriendo al experimentar con las semillas. Son ocho días maravillosos”.

El último día del encuentro, los custodios hacen trueques de semillas. “Intercambiamos las semillas que sembramos y conservamos en los territorios. Yo soy conocida por mi amor por el maíz, un cultivo con el que crecí y del cual me siento como parte de su raíz; el maíz es un tesoro que está presente en toda la comida”.

Su objetivo como custodia de semillas nativas es lograr que no sigan su ruta hacia la extinción. “Colombia tenía 7.800 variedades de maíz y ahora solo sobreviven 4.700 por los cultivos transgénicos. Por eso, en la red trabajamos en consolidar territorios libres de transgénicos, una lucha que ha causado hasta la muerte de varios custodios”.

Isabel seguirá luchando por conservar las semillas nativas de Colombia.

El legado sigue vivo

La Terracita Orgánica, su huerta de cinco metros cuadrados conformada por 220 materas, no ha sido un logro individual. Pedro William, su amor eterno, y sus dos hijas, en especial Erika, son sus grandes coequiperos.

“Mi esposo me construyó un pequeño invernadero durante la pandemia del coronavirus, un sitio donde he experimentado con muchas variedades de tomates y pimentones. Pedro William es el corazón de mi huerta y por eso mi mundo quedó lleno de tristeza cuando subió al cielo”.

Nahicha y María Salomé, sus dos nietas, la han ayudado mucho a afrontar la pérdida del amor de su vida, en especial porque ambas han dado certeras muestras de seguir con el legado ancestral que le enseñaron sus padres y abuelos.

“Las dos han crecido en medio de la huerta. Por ejemplo, cuando ven que las semillas están cayendo, las recogen y meten en bolsas y me preguntan que dónde las vamos a poner a secar. Las he llevado a los encuentros de la red y creo que seguirán con mi legado ancestral”.

Isabel también ayudó a montar una huerta comunitaria en uno de los parques del barrio Boyacá Real.

Nahicha, la nieta menor con cinco años de edad, prefiere alimentarse con los productos que da la huerta porque sabe que son saludables. “Ella es vegetariana y no se toma una sola gaseosa. Cuando en el colegio le dan jugo de caja siempre responde que es un veneno; tiene un conejo que también se alimenta con lo que sale de la huerta”.

Además de hortalizas y plantas medicinales, Isabel siembra cuatro variedades de amapolas y frutales como uchuvas, ciruelas, naranja, frambuesa, fresa, mora y feijoa. “También hago suelo con los residuos de la cocina en una compostera que me dio un profesor de la Universidad Nacional”.

En el parque del barrio Boyacá Real, esta guardiana de las semillas nativas trabaja en un nuevo proyecto: una huerta comunitaria que ganó unos presupuestos participativos del Instituto Distrital de la Participación y Acción Comunal (IDPAC).

“Esta huerta, que lideramos con la secretaria de la Junta de Acción Comunal del barrio, cuenta con varias hortalizas, frutas y aromáticas que han germinado de las semillas que conservo en mi terraza”.

Isabel volverá a comunicarse con el Jardín Botánico para que la asesoren en el trámite que debe hacer del protocolo de huertas en espacio público. “Esta huerta comunitaria logró poner fin a una zona afectada por escombros y basuras y la convirtió en un sitio agroecológico lleno de vida. Cuenta con varias de las semillas que tengo en mi terraza y por eso ahora es un proyecto que lucharé por sacar adelante”.

Su esposo le construyó este invernadero para que experimentará con varias semillas.

Jhon Barros
Author: Jhon Barros

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Jardín Botánico de Bogotá