- María Dolores Salazar, más conocida como Lolita, heredó la huerta que iniciaron sus abuelos en el patio de la casa familiar, ubicada en el barrio La Victoria de la localidad de San Cristóbal.
- En este sitio de 139 metros cuadrados siembra perejil, ají, ajo, cebolla, apio, albahaca, papa, sábila, cilantro, lechugas y plantas medicinales, cultivos con los que elabora productos como chimichurri y pesto.
- Además de mantener vivo el legado campesino de sus familiares, esta maestra de filosofía ha ayudado a las personas más necesitadas de la zona con su trabajo social y comunitario.
Bogotá es un territorio que huele a campo. Cerca del 76% de su extensión aún es considerado territorio rural, zonas verdes y con una enorme biodiversidad distribuidas en las localidades de Suba, Usaquén, Chapinero, San Cristóbal, Usme, Ciudad Bolívar y Sumapaz.
María Dolores Salazar, más conocida como Lolita, nació en uno de esos terruños rurales de la gran ciudad, donde sus abuelos y padres le enseñaron el arte de labrar la tierra y le inculcaron un enorme amor y respeto por los cultivos, los recursos naturales y el trabajo de los campesinos.
“Nací en La Victoria, un barrio de la localidad de San Cristóbal en el sur de la capital. Recuerdo que cuando era niña el cemento y los ladrillos no hacían parte del panorama: todo era verde y solo habían fincas con extensos cultivos de hortalizas, verduras y plantas medicinales y corrales para las vacas, gallinas y ovejas”.
Sus abuelos eran campesinos de ruana y sombrero que sembraban y cosechaban papa, cebolla, arveja, haba, maíz, cubios, chuguas, ibias y cilantro, un legado que heredaron sus hijos y nietos. “Mi papá y mis tíos trabajaban en los cultivos de cebolla de los barrios San Miguel y La Victoria, productos que vendían en varias plazas de mercado”.
Lolita aprendió la labor del campo en la huerta de la casa familiar, la cual ha pasado de generación en generación. “Mi hermano y yo nos criamos como campesinos en esa huerta gracias a las lecciones de nuestros padres y abuelos. Cuando éramos niños, dividíamos el tiempo entre la escuela y la huerta; no necesitábamos más para ser felices”.
Aunque le encantaba untarse con la tierra fértil para sembrar las semillas, esta bogotana pronto comprendió lo ingrato que es el trabajo del campo. “Conocí a varias personas que no valoraban a los campesinos, les hacían el feo o los despreciaban. Eso lo vi desde muy niña y me daba mucha tristeza; no entendía cómo no valoraban a las personas que nos dan de comer a todos”.
Trabajo comunitario
Con escasos siete años, Lolita comenzó su vida laboral en el colegio Madre Elisa Roncallo, dirigido por monjas salesianas, una oportunidad caída del cielo porque le permitió estudiar y formarse para trabajar por el bienestar de la comunidad.
“En ese colegio pude terminar la primaria y el bachillerato y poco a poco fui escalando como trabajadora: por ejemplo, ya graduada pasé de portera a bibliotecaria y secretaria. Con el dinero que ganaba pude estudiar de noche la licenciatura en filosofía y ciencias religiosas en la Universidad Santo Tomás”.
Cuando obtuvo su cartón universitario, las religiosas la contrataron como docente del colegio, donde estuvo varias décadas dictando clases de filosofía. “También trabajé en otros planteles educativos del barrio La Victoria, lo que me abrió los ojos para hacer algo por la población más vulnerable”.
Con una fundación de la parroquia María Auxiliadora, ubicada en el barrio que la vio nacer, Lolita dio inició a su trabajo comunitario. Durante varios años ayudó a la comunidad de Las Malvinas con actividades de labor social y espiritual, una zona de invasión conformada por gente desplazada y habitantes de calle.
“Le ayudamos a la gente a crear microempresas, panaderías y cultivos hidropónicos. Con el hospital de La Victoria creamos el programa Extramuros, donde médicos voluntarios atendían gratis a la comunidad en jornadas de salud. Fue una experiencia muy bonita: en las mañanas daba clases en el colegio y en las tardes me dedicaba a mi trabajo comunitario”.
Pero Lolita quería viajar fuera del país para adquirir nuevos conocimientos y experiencias. Como había ahorrado bastante, decidió alzar vuelo rumbo a Italia, un país que siempre le llamó la atención por su historia religiosa.
“Yo tenía como 32 años y nada me impedía viajar. Mi familia seguía viviendo en la casa del barrio La Victoria y todos estaban bien de salud y económicamente. Entonces decidí irme a Italia con una tía del ex presidente César Gaviria que había conocido en mi labor social, quien me propuso ayudarla con el cuidado de su nieto”.
Herencia verde
En Italia, la docente aprendió el nuevo idioma a la perfección, conoció varios parajes históricos como la ciudad del Vaticano y tuvo a su único hijo: Luis Felipe. Por cosas de la vida no se casó y prefirió dedicarse de lleno a criar a su retoño.
“Estuve en tierras italianas durante nueve años. Luego decidí regresar a Colombia porque mis padres estaban muy enfermos y mi único hermano necesitaba ayuda para cuidarlos. Volví a la casa familiar de La Victoria y los cuidé hasta que murieron, primero mi mamá y al mes mi papá; ellos se amaron eternamente los 56 años que estuvieron casados”.
Luego de hacer la sucesión de la casa, Lolita decidió comprarle la parte que le correspondía a su hermano para consolidar su propio hogar. Lo que más la sorprendió cuando regresó fue ver la huerta donde aprendió a cultivar en su niñez, un terruño que sus padres cuidaron con mucho amor.
“Me propuse como objetivo seguir con el legado campesino de mis abuelos y padres. Intercalaba mi tiempo entre el cuidado de la huerta, la crianza de mi hijo y un trabajo en el IDIPRON como tallerista y catequista, donde estuve como 13 años”.
En la huerta, un terreno de 139 metros cuadrados que llamó Lolita, la docente continuó con los cultivos de sus padres, como perejil, ajo, ají, cebolla, apio, albahaca, papa, sábila, cilantro, lechugas y plantas medicinales.
“Desde pequeña aprendí que los cultivos no necesitan de químicos para ser prósperos. Con mucho cuidado y amor empecé a consolidar una huerta bastante próspera y con un manejo agroecológico, un espacio que me permite llevar comida sana a la mesa”.
Al comienzo, las hortalizas, verduras y plantas medicinales de la huerta Lolita eran únicamente para el consumo de la familia o para venderlas con algunas vecinas del barrio. Sin embargo, la docente vio que gran parte de la cosecha se perdía debido a la gran cantidad de productos que salían.
“La huerta me daba comida suficiente para llevar a la mesa y vendérsela a mis amigas, pero sobraba mucho material. Entonces comencé a buscar espacios o iniciativas que me permitieran comercializar los excedentes: no podía permitir que los alimentos se perdieran”.
A vender
Una de sus amigas le contó que el Jardín Botánico de Bogotá (JBB) tenía un proyecto de agricultura urbana y periurbana que le ayudaba a los ciudadanos a mejorar sus huertas, y el cual además les suministraba espacios para comercializar los productos.
“Se trataban de los mercados campesinos agroecológicos, eventos que se realizan el primer fin de semana de cada mes. Me inscribí en un link y luego los expertos del JBB visitaron mi huerta; la felicidad fue absoluta cuando dijeron que me iban a dar un espacio en estos mercados apoyados por la Secretaría de Desarrollo Económico”.
Además de llevar hortalizas, verduras y plantas medicinales a estos mercados, Lolita decidió elaborar algunos productos procesados con lo que sale de la huerta. “Hago chimichurri con ajo, cebolla, tomillo y aceite de oliva, y pesto. Los llevo en frascos de vidrio y son muy sabrosos y naturales”.
Durante la pandemia del coronavirus, Lolita se dedicó a mejorar la herencia verde de sus familiares. Como ya estaba pensionada y no podía salir por las cuarentenas, tenía tiempo más que suficiente para arreglar las eras de los cultivos.
“Le pedí asesoría al JBB y me dieron tierra y herramientas. Los ingenieros me enseñaron a hacer compostaje con los residuos orgánicos de la cocina, los cuales pico, deposito en canecas y finalmente aplico en los cultivos”.
En su casa, donde vive con su hijo Luis Felipe, ya graduado como diseñador gráfico, todo se recicla. Por ejemplo, ambos reutilizan las botellas plásticas de gaseosa y tarros para sembrar hortalizas y plantas ornamentales.
“En la pandemia también me dediqué a reverdecer la casa con muchas plantas de jardín, tanto adentro como afuera. Mi hijo me ha ayudado mucho a mejorar la huerta y sigue mis pasos como amiga del medio ambiente”.
Este año, cuando el Jardín Botánico volvió a abrir sus puertas para realizar los mercados campesinos agroecológicos, Lolita fue una de las primeras en decidir participar. “Tenía mucho para vender por todas las mejoras que había hecho en la huerta durante la pandemia. Así que me puse juiciosa a cosechar y preparar chimichurri y pestos. Siempre soy una de las primeras en llegar para bajar bandera rápido, es decir realizar la primera venta”.
Cada vez que asiste a los mercados campesinos, Luis Felipe lleva a su mamá en una moto cargada con hortalizas y procesados. “La gente que nos compra siempre sale muy satisfecha por la calidad de los productos, ya que al no contar con químicos lucen frescos y con colores hermosos”.
Como agricultora urbana, Lolita les rinde un homenaje a sus raíces campesinas y le hace un llamado a toda la ciudadanía para que valore más el trabajo del campo. “Sin los campesinos no podríamos sobrevivir. Lamentablemente, muchos nos hacen el feo y nos desprecian sin saber todo el sacrificio que se necesita para cultivar”.
Recalca que la labor de los campesinos debe ser considerada como un tesoro. “Tenemos que apoyar más el trabajo del campo, el cual es sumamente difícil y costoso. Me da mucha tristeza cuando la gente va a los mercados campesinos y pide rebajas, algo que no pasa en las grandes cadenas donde la plata se va para los burgueses”.
Esta docente de 66 años asegura que se acercan tiempos muy difíciles a nivel alimenticio y económico, por lo cual les recomienda a los ciudadanos que se suban en el bus de la agricultura urbana.
“No se necesitan grandes extensiones para montar una huerta: lo podemos hacer en paredes y cajones elaborados con muebles viejos. Así tenemos alimentos sanos, generamos vida y continuamos con el legado de nuestros antepasados”.