• María Victoria García, más conocida como Vicky, sacó adelante a sus tres hijos con los ahorros que le dejó su trabajo como enfermera.
  • Cuando sus retoños se graduaron como universitarios, empezó a capacitarse para aprender a sembrar hortalizas, frutales y plantas medicinales.
  • Convirtió el patio de su casa, ubicada en el barrio Villa Elisa de Suba, en una amplia huerta casera que ya suma 23 años de vida.
  • “Las miles de plantas comestibles y aromáticas que siembro, reciben el mismo amor que les di a mis pacientes”.

En Ventaquemada, municipio boyacense que hizo historia por elaborar la arepa más grande del mundo, nació el amor profundo por los cultivos de María Victoria García Hernández, una mujer con raíces campesinas y una eterna vocación de servicio.

Sus padres tenían varias fincas cubiertas por el verde de la arveja, el maíz, el frijol y las habas, regalos de la tierra que la enamoraron durante toda su infancia y parte de la adolescencia. Sin embargo, nadie quiso enseñarle a sembrar.

“Me gustaba mucho observar a los trabajadores sembrar, un arte que pocos pueden sacar adelante. Aunque tenía todas las ganas y disposición para untarme de tierra negra y meter las semillas, no me dejaron”.

A los 15 años, cuando recibió su diploma de bachiller, Vicky, como es conocida desde niña, abandonó el pueblo que la vio nacer junto a sus tres hermanos. Llegaron a la casa de unos familiares en Rionegro, barrio de la localidad de Suba.

“Todos nos pusimos a estudiar. Yo escogí un curso de enfermería y primeros auxilios y gracias a varias palancas, encontré trabajo muy rápido. Mis papás se quedaron en Ventaquemada porque no querían vivir en la gran ciudad”.

La enfermera primero trabajó como auxiliar en droguerías y clínicas odontológicas, sitios donde cogía puntos y ayudaba a hacer pequeñas cirugías. Luego, su talento la llevó a trabajar en reconocidas clínicas como la San Rafael y La Magdalena.

“Yo me enamoré perdidamente de la medicina. No me importaba doblarme en turnos para atender a mis pacientes y brindarles todo mi amor y cuidado. El dinero que me daban por las horas extras lo empecé a meter en el banco”.

Cuando trabajaba en la clínica La Magdalena, una familiar le presentó a Fabián Hernández, un santandereano y contador que quedó fascinado con su belleza. Según Vicky, era una joven con un cuerpazo y cabellera larga que siempre usaba minifaldas.

Durante el cortejo, Fabián le contó que tenía a su papá bastante enfermo por una enfermedad respiratoria. A pesar de sus largos turnos en las clínicas, la boyacense decidió destinar sus pocas horas libres para atenderlo.

“En las mañanas, luego de salir de la clínica, me iba a la casa de ellos a cuidar al papá de mi entonces novio. Le ponía las inyecciones, lo bañaba y lo cambiaba; me dieron una habitación para que pudiera dormir un poco”.

Vicky recuerda que, antes de morir, su nuevo paciente le dijo a Fabián que debía casarse con esa muchacha tan hermosa y juiciosa. Ambos viajaron a Chipatá, municipio de Santander repleto de trapiches, para hacer oficial la relación con el resto de la familia.

“En un recorrido a caballo por varias trochas del pueblo, Fabián me pidió la prueba de amor. Me puse furiosa, le advertí que era una mujer educada y decidí terminar la relación; salí corriendo de Chipatá”.

Amor agridulce

En Bogotá, Fabián le pidió perdón a Vicky en reiteradas ocasiones. Pero no fue hasta que le propuso matrimonio que ella aceptó revivir la relación. Luego de la boda, arrendaron una pequeña casa en Suba.

“Tenía que ser en esa localidad porque yo trabajaba en el Hospital de Suba y además estaba estudiando instrumentación de cirugía allá. Nos organizamos en el barrio La Esperanza, hoy conocido como Villa Elisa”.

Su esposo renunció a su trabajo como contador para poner un líchigo en el barrio. Cuando el negocio empezó a consolidarse, Vicky recibió la peor noticia de su vida: Fabián le ordenó que dejara de trabajar como enfermera.

“Empezó a celarme y molestarme demasiado por mis largos turnos. No quería separarme y por eso dejé atrás el trabajo que tanto amé para ayudarlo en el líchigo. El corazón se me rompió por abandonar la enfermería”.

En esa época, Vicky conoció a una monja que la ayudó a concretar su nuevo sueño: tener casa propia. La religiosa sirvió de puente para que un señor le vendiera un lote del barrio, lugar que poco a poco fue convirtiendo en una casa de tres pisos.

“Puse parte de mis ahorros como enfermera para pagar el lote. Con el paso de los años llegaron los hijos, un hombre y dos mujeres, y en esas me puse a criar pollos para luego venderlos en el líchigo familiar”.

Vicky quería que sus tres retoños fueran profesionales, algo que su esposo no compartía. Le dijo que cuando los tres se graduaran de bachillerato, debían ponerse a trabajar para cubrir los gastos de la universidad.

“Esta vez no le hice caso. Como aún tenía varios ahorros de mi trabajo como enfermera en el banco, decidí invertirlos todos en el estudio de mis hijos. El mayor se graduó como veterinario, la del medio es trabajadora social y la menor es médica”.

La devota madre hizo cursos de manualidades y chocolatería para tener más ingresos económicos y así cubrir todos los gastos de los estudios de sus hijos. Durante muchos años, vendió tejidos con formas de ranas y perros y chocolates como los conocidos Besos de negra.

“Estoy muy orgullosa por haber sacado adelante a mis hijos. El mayor tiene una veterinaria grande en Castilla y acabó de comprar una finca en Santander; la menor trabaja en el Hospital Méderi y quiere especializarse como internista”.

Nace una huertera

Hace 23 años, a Vicky se le alborotaron las raíces campesinas de su niñez en Ventaquemada. Quería replicar la siembra que hacían los trabajadores de la finca familiar en el patio de su casa, un rectángulo amplio donde nunca quiso construir.

“Un día, cuando fui a visitar un sitio en Cota lleno de lechugas y espinacas, tomé la decisión de convertir el patio en una huerta. Sin embargo, tenía un gran problema: no sabía nada sobre el arte de sembrar”.

Unas amistades del barrio le dijeron que varias entidades brindaban cursos gratuitos de agricultura urbana, algo que le llamó mucho la atención porque se considera como una mujer amante del estudio.

“Mis hijos ya eran profesionales y tenía mucho tiempo libre. Me inscribí en varios cursos del Jardín Botánico de Bogotá (JBB), la Universidad Nacional y la Clínica Corpas y poco a poco fui replicando lo aprendido en el patio de mi casa”.

El fruto de los aprendizajes fue La Esperanza, una amplia huerta casera llena de plantas medicinales y aromáticas, frutales y hortalizas que son sembradas de una manera agroecológica, es decir sin aplicar químicos.

“Aprendí a hacer compostaje y abonos orgánicos como el bocashi, el más elevado de todos que tiene componentes como lavaza, levaduras y salvado. Con el paso de los años seguí haciendo cursos con entidades como el JBB y la Secretaría de Desarrollo Económico”.

Los regalos que da la huerta son para el consumo familiar y la venta. Según Vicky, lleva varias décadas comercializando plantas medicinales, feijoa, lulo, papayuelo, tomate de guiso, lechuga, ají, acelga, uchuva y muchos cultivos más.

“Los cursos de agricultura urbana me convirtieron en una huertera que ama la tierra y todas las plantas. Tengo buena mano: yo creo que eso se debe a que tengo sangre y raíces campesinas; por mis venas corre el campo boyacense”.

Con el Jardín Botánico aprendió a transformar varias de las plantas medicinales en productos benditos para los dolores del cuerpo. “Hago pomadas con caléndula y cannabis, unos tesoros que me sirven mucho cuando me duelen las articulaciones”.

Enfermera de las plantas

La huerta La Esperanza también le permitió a Vicky retomar en cierta medida su trabajo como enfermera. Las plantas comestibles y medicinales se convirtieron en sus nuevos pacientes desde hace dos décadas.

“Yo les hablo con amor, las riego y las trato cuando están malitas. Soy la encargada de su salud y por eso me considero una enfermera de las plantas; la enfermería estará en mi ser hasta que parta de este mundo”.

Cuando visita otras huertas y se enamora de una planta, siempre le pide permiso para sacar un piecito. “Todas son como mis hijos y por eso les doy todo el amor del mundo. En la huerta las alimento, las visto y las cuido”.

Vicky da y recibe de su huerta. Por ejemplo, fue una gran terapia cuando su esposo falleció, hace dos años, y le permite estar activa. “La tristeza se va al tener contacto con la naturaleza. Una huerta es muy buena para las personas de la tercera edad porque mejora nuestra salud”.

La experimentada huertera sueña con poder compartir sus conocimientos con las nuevas generaciones, un pendiente que no ha podido concretar. “Sola no me lanzo a hacerlo: sería muy egoísta porque no debo ni puedo. Ojalá lo logremos con otros agricultores urbanos de Suba”.

Aunque hace parte de la red de agricultores de Suba y participa en varias instancias de participación, Vicky considera que en la localidad hace falta una mejor articulación entre todos los huerteros.

“Sería muy bonito trabajar todos juntos como huerteros, pero es complejo porque algunos acaparan todos los proyectos e iniciativas. Quiero que las entidades y muchas personas visiten mi huerta y hagamos un tejido social de una manera articulada y respetuosa”.

Jhon Barros
Author: Jhon Barros

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Jardín Botánico de Bogotá