- La vida como migrantes de Saray Frías y Aura Martínez en Bogotá no ha sido color de rosa. Para sacar adelante a sus hijos pequeños y pagar el arriendo, han tenido que trabajar vendiendo dulces en los buses o limpiando los vidrios de los carros en las calles.
- El destino empezó a sonreírles en octubre del año pasado, cuando ingresaron al programa ‘Mujeres que reverdecen’ con el Jardín Botánico de Bogotá (JBB), donde apoyaron el fortalecimiento de huertas urbanas, arbolado y jardines del sur de la ciudad.
- “Con el apoyo de las compañeras y profesoras, hemos dejado atrás los años de tristeza y dolor por salir Venezuela, recuperamos la autoestima y renacimos como mujeres. Volvimos a sonreír, nos sentimos libres y creamos emprendimientos ambientales que nos tienen muy contentas”.
Su mente está llena de reminiscencias bonitas de Valencia, la capital y ciudad más poblada del estado de Carabobo en Venezuela. Allí tuvo una niñez libre de necesidades, sufrimientos y tristezas, y durante muchos años sus padres consolidaron una familia con una vida próspera, cómoda y feliz.
“Por mi buen rendimiento académico fui becada en la universidad para estudiar ingeniería industrial, donde me gradué con méritos. En esa época trabajé en una empresa de distribución de quesos en la parte administrativa y en varias tiendas manejando la contabilidad y la supervisión”, recuerda Saray Frías Ramos, una joven de 31 años.
En sus años universitarios, esta venezolana de contextura delgada y ojos expresivos, se enamoró perdidamente de un muchacho. Salió de la casa de sus papás y se organizó con su nueva pareja, con quien tuvo a sus primeros tres hijos: Valentina, Valeria e Isaac.
“Con él empezaron los problemas. La relación se fue tornando muy tóxica por sus comportamientos extraños, tanto así que me acosaba y perseguía cuando me iba a trabajar o estudiar. Me separé y regresé a la casa de mis padres y mi ex pareja se perdió del mapa: no respondió por sus hijos y ni siquiera llamaba para ver cómo estaban”.
En 2018, cuando la crisis económica y social de Venezuela llegó a su punto más álgido, el amor volvió a tocar a la puerta de Saray. “Me volví a organizar y por suerte di con un buen hombre. Quedé embarazada en medio de la situación más crítica del país”.
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Mientras Giselle crecía en su vientre, toda su familia sufría por la escasez de comida. “Yo ganaba un buen sueldo, pero ese dinero no alcanzaba para nada y en los supermercados no había casi comida para comprar; había muchas mafias que controlaban los alimentos”.
La poca comida que conseguía era para la alimentación de sus tres hijos mayores, mientras que sus padres, esposo y ella misma se limitaban a comer lo que les daban en sus trabajos. “Mis hijos se pusieron muy flaquitos y la situación estaba cada vez peor”, recuerda con los ojos inundados de lágrimas de tristeza.
Cuando nació Giselle, Saray y su pareja empezaron a contemplar la idea de irse a Colombia para buscar una mejor suerte. “La niña nació bien de peso, pero como no había leche ni otros productos, comenzó a ponerse muy flaquita aceleradamente. Mi mamá incluso me dijo que si no me iba de Venezuela, la niña se iba a morir”.
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Con sus cuatro hijos, la más pequeña recién nacida y en su brazos, Saray cruzó la frontera. Lo primero que vio antes de llegar a Cúcuta, fue el letrero en el puente Simón Bolívar que dice ‘Bienvenido a Colombia’, palabras que le generaron sentimientos encontrados.
“Me ataqué a llorar porque era decirle un adiós definitivo a mi país, familia, raíces, recuerdos y a todo lo que había conseguido. Me calmé porque también era una nueva oportunidad para empezar de nuevo y hacer una vida bonita con mis hijos y esposo; parte de mi corazón se quedó en Venezuela”.
Luego de una larga travesía de la que prefiere no hablar, Saray llegó a la casa que había arrendado su amiga en el barrio San Francisco de Ciudad Bolívar, donde la esperaba su esposo. “Solo compartí unos días con mi amiga, porque como es muy viajera se fue a buscar suerte en Perú; me dejó la casa para empezar mi nueva vida”.
Florece una nueva mujer
En Bogotá, Saray se puso a vender dulces en los buses rojos de TransMilenio, un trabajo que le pareció demasiado duro por la estigmatización que hay con los venezolanos. “No conocía a nadie que me pudiera recomendar en otro trabajo. También trabajé cuidando a una niña y haciendo oficio en una casa por los lados del aeropuerto”.
Su esposo consiguió trabajo en una empresa y en febrero, cuando sus niños entraron al colegio, la venezolana se dedicó de lleno a las labores del hogar. “Los llevaba por las mañanas al colegio y los recogía al mediodía, tiempo en el que me quedaba con Giselle en la casa. En las tardes les ayudaba con las tareas”.
Cuando llegó la pandemia del coronavirus y se decretaron las cuarentenas, Saray se estresó demasiado. “Mi esposo se quedó sin trabajo y los niños estudiaban en la casa, un estrés me hacía llorar a toda hora. Se me brotó toda la cara, se me cayó el cabello y me puse más flaca de lo normal; no tenía ganas de arreglarme y me sentía fea”.
Yarinel Frías, una de sus hermanas que también llegó a Bogotá por la crisis en Venezuela, estaba alarmada por el estado de salud de Saray. “Me decía que parecía un palo por lo flaca y me daba mucha comida; yo creo que por el estrés y la depresión en la que estaba, nada me alimentaba”.
En octubre del año pasado, Yarinel le comentó que la habían llamado del Jardín Botánico de Bogotá (JBB) para que participara en el programa ‘Mujeres que reverdecen’, el cual vincularía voluntariamente a varias ciudadanas para fortalecer las huertas urbanas, el arbolado y los jardines de la ciudad.
“Me dijo que llenara el formulario, pero le respondí tajante que no porque tenía que llevar a los niños al colegio, ayudarles con las tareas, hacer oficio y preparar la comida mientras mi esposo trabajaba. De solo pensarlo me estresé más”.
Una noche, Saray recapacitó y decidió inscribirse en el programa, por lo menos para hacer algo nuevo. “A los pocos días me dijeron que había sido seleccionada en un grupo de 30 ‘Mujeres que reverdecen’ de las localidades de Ciudad Bolívar y Tunjuelito”.
La venezolana escogió el turno de cuatro horas de la mañana, para así estar con sus hijos en las tardes cuando salieran del colegio. “El primer día estaba muerta del susto porque yo solo socializaba con mi hermana, esposo e hijos desde que llegué de Venezuela”.
Diana Castro, ingeniera agrónoma del JBB encargada de liderar a este grupo de mujeres, la fue guiando para que venciera sus miedos y timidez extrema. “Antes de aprender sobre huertas, jardines y arbolado, la profe nos hizo talleres de meditación, autoconocimiento y perdón, y poco a poco empecé a florecer como mujer”.
Estas ‘Mujeres que reverdecen’ fortalecieron seis huertas urbanas de Tunjuelito y Ciudad Bolívar, como Chihiza-Ie, El Edén, Renacer, ASOGRANG y Años Dorados; y además embellecieron el sur de la capital con nuevos árboles y jardines.
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“Ese contacto con la naturaleza y las palabras de la profe y mis compañeras, fueron desvaneciendo mi depresión y comencé a sentirme mucho mejor anímicamente. El brote de mi cara desapareció y el cabello volvió a nacer desde que me convertí en una mujer que reverdece”.
En sus labores reverdecedoras, Saray volvió a sentirse libre, bonita y feliz. Sus hijos notaron su cambio radical: dejó de ser una mamá regañona y amargada. “Yo creo que florecí por la satisfacción de sentirme útil y hacer algo para la comunidad y el planeta, como sembrar vida en las huertas y parques”.
En sus días de depresión, esta venezolana casi no se veía en el espejo y había perdido las ganas de arreglarse. “Cuando uno es mamá muchas veces se pierde como mujer por dedicarse a los hijos. Eso cambió con este programa, donde me siento plena, hermosa y valiosa; mi interior reverdeció y ahora soy una nueva mujer”.
En la terraza de su casa montó un jardín con plantas de flores coloridas, el cual es su escape cuando se siente estresada por el día a día. “Mis hijos y esposo están felices por mi cambio. Les interesa mucho todo lo que hago por el medio ambiente de la ciudad y me dicen que me veo cada vez más linda”.
Saray y su hermana Yarinel, otra de las ‘Mujeres que reverdecen’, crearon un emprendimiento ambiental de champús sólidos que elaboran con algunas plantas medicinales de las huertas de Ciudad Bolívar. “Se llama Kaia: lo mejor de la tierra para ti. Son champús con varias propiedades para el cabello: sábila para hidratar, romero para evitar la caída, manzanilla para los rubios, menta para el pelo normal y jengibre con limón para el graso”.
Estas venezolanas están muy comprometidas con su negocio verde, el cual publicitan por el barrio y en las redes sociales. “La profe Diana nos ayudó mucho a mejorar nuestros productos. Con las ventas ahora tengo dinero para invitar a mi familia a comer helado”.
Corazón partido por el maltrato
Aunque nació en Caracas hace 36 años, por las venas de Aura Martínez Salazar corre sangre colombiana. Sus padres son del Caribe: su papá de Mompox y su mamá de Talaigua, sitios del departamento de Bolívar.
“Debido a la ola de violencia que atravesaba Colombia, en especial la región Caribe, mis padres se fueron a buscar un mejor futuro en Venezuela, en una época donde el país vecino era fructífero, próspero y con muchas oportunidades”.
Sus papás se conocieron en Caracas y allí construyeron un hogar de cuatro hijos: tres mujeres y un varón. “Con mis hermanos tuvimos una niñez algo tranquila. Mi papá trabajaba en uno de los mejores laboratorios de Caracas en el área de mantenimiento y mi mamá se quedaba con nosotros; a veces hacía oficio en casas de familia”.
Aura hizo toda la primaria en la capital venezolana, un tiempo donde también conoció varias de las zonas turísticas del país. “Pero en el barrio donde vivíamos se imponía la ley del malandreo, es decir la delincuencia. Además, la mayoría de jovencitas quedaban embarazadas a muy temprana edad”.
Los padres no querían que sus hijos pasaran la adolescencia en medio de tantas problemáticas, por lo cual los mandaron a estudiar el bachillerato en Barranquilla. “Mi mamá se fue con nosotros y alquiló una casa en la Arenosa, mientras que mi papá se quedó en Caracas y nos enviaba dinero para los gastos”.
En la capital del departamento del Atlántico, Aura vivió hasta los 20 años. “Cuando me gradué como bachiller me puse a trabajar en una fábrica de correas, pero al poco tiempo la cerraron porque el dueño se enfermó. Como no conseguía trabajo ni oportunidades para seguir estudiando, regresé a Caracas”.
En Venezuela encontró trabajo rápido, porque a diferencia de la mayoría de jóvenes, ella sí contaba con el cartón de bachiller. “Es muy raro que un venezolano quiera estudiar, porque allá el dinero se impone al estudio. Había muchas oportunidades para los bachilleres y trabajé en eventos, agencias de lotería, vendiendo dulces y como mesera”.
Su primer amor fue amargo. Se enamoró de un muchacho de la mala vida y tuvo a su primera hija, Ariadna, con quienes vivía en una casa que ella misma pagó con los frutos de su trabajo. “El papá de mi hija me golpeaba todo el tiempo y me agredía verbalmente. Casi todos los días me decía que era una mujer fea y que por mi carácter fuerte nadie me iba a querer”.
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Su pareja tenía muchos enemigos en Caracas y uno de ellos le metió candela a la casa que tanto trabajo le había costado pagar. “Viví varios años soportando su maltrato y terminé por creerme todo lo que me decía. No me quería y me sentía una mujer fea”.
Años después, Aura se dio otra oportunidad en el amor y afortunadamente le fue bien. “Tuve a mi segundo hijo, Mattheus, pero nació con una condición especial que no podíamos tratar en Venezuela. En 2020 me fui primero para Barranquilla con mis dos hijos”.
En la costa colombiana, esta venezolana no encontró trabajo ni la atención necesaria para la salud de su hijo. “Mi pareja se fue primero para Bogotá y al poco tiempo llegamos nosotros, al barrio Fátima de la localidad de Tunjuelito. Comenzó la pandemia y nos tocó muy duro para poder llevar comida a la casa y pagar el arriendo, como limpiar los vidrios de los carros en los semáforos”.
A sanar las heridas
Debido a la salud de su hijo menor, Aura no podía conseguir un trabajo de tiempo completo. Casi todos los días tenía que llevarlo a los neurólogos, pediatras y nefrólogos (especialistas en las enfermedades que afectan los riñones).
“Dejaba el niño unas cuantas horas de la mañana en un jardín especial y yo me iba a ayudarle a mi pareja a lavar los vidrios de los carros en los semáforos, un trabajo sumamente pesado donde todos los días recibíamos insultos”.
Aura tenía el alma y corazón envueltos en una nube negra por todos los maltratos del pasado y las circunstancias actuales. “Mi comportamiento era muy agresivo por las malas personas que me topé en las calles. Me gritaban consumidora y marginal, y algunos incluso me lanzaban los carros encima”.
En octubre del año pasado, el Jardín Botánico la contactó para que participara en ‘Mujeres que reverdecen’, programa al que se inscribió porque solo tenía que destinar cuatro horas del día e iba a recibir una retribución monetaria por fortalecer las huertas, el arbolado y los jardines.
“Entré al grupo de 30 mujeres de Ciudad Bolívar y Tunjuelito con el pie izquierdo. No paraba de decir que no me gustaban las plantas y que solo estaba ahí por el incentivo económico. Durante los primeros días, la relación con mis compañeras fue crítica debido a mi comportamiento agresivo”.
Diana Castro, la profesional del JBB encargada de liderar al grupo, destinó muchas horas para que Aura desarmara su corazón y le contara las razones de su comportamiento. “Conocer a la profe fue un regalo. Es un excelente ser humano que me ha tenido una paciencia enorme y poco a poco me fui abriendo con mis demás compañeras”.
En el trabajo en las huertas urbanas, jardines y arbolado del sur de la ciudad, Aura comenzó a amar a las plantas. “Yo antes ni las miraba e ignoraba que venían de una semilla y todo el proceso de las células. La profe nos ha enseñado de una manera muy didáctica, como haciendo manualidades con plastilina”.
Al dejar la agresividad a un lado, Aura forjó fuertes lazos de amistad con varias de sus compañeras, quienes también le han ayudado a encontrarse como mujer. “Yo solo me veía como mamá y había olvidado mi rol como mujer. Acá comencé a valorarme y me di cuenta que soy buena para algo”.
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Por el maltrato que padeció por parte de su primera pareja, su autoestima estaba en el piso. “En este programa, tanto por las palabras de la profe como las de mis compañeras, ahora tengo una mejor autoestima y sé que soy una mujer valiosa”.
Aura y cuatro de sus compañeras crearon su propio emprendimiento ambiental, llamado ‘Jam’s de la huerta’, mermeladas donde fusionan las frutas con las plantas medicinales y aromáticas y las cuales han presentado en varias ferias locales.
“Son productos naturales porque las frutas y plantas las obtenemos de las huertas, donde no se aplican químicos, y las mermeladas tampoco contienen preservantes ni colorantes. Una de las más ricas es la de uchuva con manzanilla”.
Estas cinco mujeres se convirtieron en grandes amigas y empresarias. “Estamos totalmente comprometidas con el emprendimiento y nos ayudamos en lo que necesitamos, a pesar de que tenemos caracteres y personalidades muy distintas. Ellas me han colaborado mucho, por ejemplo cuando tuve al niño hospitalizado, estuvieron muy pendientes de mí”.
En las ferias locales donde estas mujeres han mostrado sus productos, como en la localidad de La Candelaria, Aura ha aflorado su talento para vender y les ayuda a todas sus compañeras. “Somos un grupo de mujeres muy unido con historias de vida duras. Nuestros emprendimientos son como nuestros hijos, mermeladas, tortas, arepas, adobos y jabones que nos ayudan a salir adelante”.
Las mermeladas la tienen empoderada y llena de satisfacción, alegría y motivación. “Con este emprendimiento nos dimos cuenta que somos capaces y tenemos mucho talento. El programa nos dio las herramientas y sugerencias necesarias para crearlo y sacarlo adelante. Mi cambio en ‘Mujeres que reverdecen’ ha sido del cielo a la tierra”.
Gracias por tan bonito reportaje…