• La agricultura urbana en Bogotá no sería la misma sin Carmen Caballero Díaz, una rola con sangre boyacense que lleva 17 años como huertera.
  • En este viaje ha ayudado a montar huertas comunitarias en toda la ciudad, proyectos en su mayoría liderados por mujeres que la consideran como su gran maestra. También sana las heridas del cuerpo y el alma con las pomadas y aceites naturales que elabora en su casa.
  • Homenaje a una mujer visionaria que ha tocado a miles de corazones con su amor por la tierra y el campo, una rebelde que participa en obras de teatro donde las plantas medicinales son protagonistas.

En lo más alto de una montaña de la localidad de San Cristóbal, un sitio donde aún se respira el aroma del páramo y el viento corre congelado a toda velocidad, vive una de las mujeres pioneras de la agricultura urbana en Bogotá.

Su morada es una casa de tres pisos con una terraza desde donde se observa la jungla de cemento del sur de la ciudad. La fachada está pintada con decenas de maíces, flores coloridas, una indígena que sostiene a un niño y la leyenda “cuando muere el miedo, nace la libertad”. 

“Esta vivienda del barrio Valparaíso ha sido mi gran laboratorio en los 17 años que llevo como huertera. Acá he replicado todo lo aprendido en cursos, talleres y encuentros y le he dado vida a varios proyectos comunitarios”, dice Carmen Caballero Díaz mientras alimenta a sus tres gallinas.

Al cosechar un poco de cilantro, acelga y lechuga en la extensa huerta selvática que tiene en el patio, esta bogotana con sangre boyacense y madre de tres hijos hace un viaje mental a su pasado huertero. 

“Ya perdí la cuenta de la cantidad de huertas comunitarias y caseras que he ayudado a montar. También el número de personas que, con mis conocimientos en agricultura urbana, se dedicaron a cultivar de una manera agroecológica”.

Aunque su principal área de trabajo como agricultora urbana son las localidades del sur de la ciudad, Carmen asegura que ha estado presente en barrios de toda la ciudad, donde se ha enfocado en fortalecer el rol de las mujeres.

“Tengo talento para la cocina y transformar las plantas medicinales en pomadas y remedios benditos para la salud. Últimamente fusiono la agricultura urbana en el teatro, un arte que me sanó heridas del alma que no me dejaban ser feliz”.

Pese a que su nombre es bastante conocido por toda Bogotá debido a su trabajo como huertera, a Carmen le gustaría llamarse Luz. “En este caminar he aprendido muchas cosas: siento que por donde voy siempre ilumino con mi luz”.

Los inicios

Carmen nació hace 68 años en una casa humilde de Egipto, barrio de la localidad de La Candelaria reconocido por la fiesta de los Reyes Magos. Desde muy pequeña, su padre le inculcó el amor por el campo.

“Gracias a mi papá, un campesino de Ramiriquí (Boyacá), en la mesa nunca faltaban la papa, habas, frijoles, garbanzos, cubios, mazorca y mazamorra chiquita. Por eso me considero una rola con barriga boyacense”.

Su infancia la pasó en Bello Horizonte, un barrio arriba del 20 de Julio. En esa época, uno de sus tíos compró un lote en una montaña ubicada en lo más alto de la localidad de San Cristóbal y que hace parte del páramo Cruz Verde.

“Él sembraba papa y nos llevaba todos los domingos para que le ayudáramos con la cosecha. El frío era tan fuerte que nos tocaba poner las manos cerca del fogón cada vez que sacábamos cuatro papas”.

En esa montaña paramuna, Carmen comenzó a enamorarse del trabajo de campo. Su tío se percató de esa pasión y le dijo que le iba a regalar uno de los lotes. “Vivir allá no estaba en los planes de mis padres porque todo era rural. La zona de Juan Rey contaba con pocas casas y un aljibe”.

La propuesta del pariente se la llevó el fuerte viento de este sector del sur de la ciudad. La rola con barriga boyacense continuó su vida como una joven de ciudad y en la adolescencia se puso a trabajar como celadora.

“Luego de casarme y tener a mi primera hija, un compadre nos propuso comprarle parte de un lote que había comprado por Juan Rey, donde coseché papá en la infancia. Me entusiasmé porque siempre quise vivir en un sitio con aire puro y mucha naturaleza”.

Madre cabeza de familia

La pareja empezó a pagar el lote. Carmen hacía su aporte con parte del sueldo que ganaba como celadora de varias instituciones educativas del Distrito, un trabajo que luego de muchos años le permitió obtener la pensión. 

“Mientras íbamos construyendo la casa, llegaron los problemas al matrimonio y me separé. El compadre era muy machista y solo quería continuar el negocio del lote con mi ex esposo; a muchos hombres no les gusta una mujer emprendedora y trabajadora como yo”.

Según Carmen, el dueño del predio le subió el valor al terreno. El Distrito la ayudó con un abogado para que no perdiera todo el dinero invertido y pudiera cumplir el sueño de tener su casa propia. 

“El abogado me dijo que la única opción era tomar posesión. El compadre empezó a ceder al ver que no estaba sola y porque desde niña he sido una persona rebelde que no se deja de nadie ni nada”.

Sin embargo, se opuso a firmar cualquier papel de la propiedad a no ser que figurara su ex pareja. “Volví con él y al poco tiempo llegó nuestro segundo hijo. Nos dedicamos a darle forma al rancho, una casa donde se entraba el agua por todo lado”.

Como Carmen no podía planificar por el machismo y la religión de su pareja, volvió a quedar embarazada. “No aguanté más estar con él y me separé del todo para ser madre cabeza de familia. Siempre he dicho que la política y la religión son castraciones de pensamiento”.

La rebelde madre atesora varios recuerdos graciosos de sus primeros años en la casa de sus sueños. Uno de ellos fue cuando un ventarrón más fuerte de lo normal sacó a volar a su hija pequeña varios metros y quedó en medio de una reja.

“En esa época ninguna calle estaba pavimentada y llegaba al colegio donde trabajaba toda llena de barro. Por eso decidí dejar siempre una muda de ropa en la institución para que la gente no me viera toda sucia”.

Mundo huertero

Luego de tener los papeles de su casa y liberarse de su pareja, Carmen convirtió su hogar, ubicado en el barrio Valparaíso, en una granja. Sembró varias plantas con flores coloridas y en el patio construyó corrales para gallinas, marranos y hasta ovejas. 

“Tengo un espíritu de campesina y por eso digo que soy más boyacense que rola. Todo se lo debo a mi papá, un hombre que siempre me enseñó a valorar el trabajo de campo y cuidar la naturaleza. Lo que más gozo es caminar por la montaña”.

En 2007, cuando Carmen estaba dedicada a la crianza de una de sus nietas, una niña de su hija menor que no podía hacerse cargo de ella, recibió la visita de una profesional del Jardín Botánico de Bogotá (JBB). 

“Lala Yara me dijo que estaba buscando gente que quisiera aprender a montar huertas en sus casas. Le dije que yo solo sabía sembrar como lo hacía mi papá y demás familiares mayores, es decir echar una papa a la tierra y de ahí salía el producto”.

Como siempre había soñado con sembrar sus propios alimentos de una manera sana, es decir sin aplicar ningún tipo de químico, Carmen aceptó el ofrecimiento y empezó a recibir clases, talleres y capacitaciones de agricultura urbana.

“Fue una de las mejores experiencias porque tuve el privilegio de conocer a varios indígenas que iban a la maloca del Jardín Botánico. Ellos tienen una visión muy bonita de la naturaleza y piensan muy distinto; aprendí mucho de su cultura”.

Mientras iba nutriendo su mente con nuevos conocimientos agroecológicos, Carmen comenzó a darle forma a una huerta en el patio de su casa y participó en varios proyectos huerteros en toda la ciudad.

“La agricultura urbana se adueñó de todo mi ser y por eso tomé la decisión de meterme de cabeza en ayudarle a la comunidad a montar sus huertos. Tengo muchos recuerdos bonitos en La Candelaria, San Cristóbal, Bosa y Usme”.

Su huerta casera, un terreno que por el tamaño parece más una huerta comunitaria, recibió insumos y herramientas por parte de entidades como el Jardín Botánico y la Alcaldía Local de San Cristóbal.

“El Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) visitó mi casa y vio que el huerto era lo suficientemente productivo para convertirse en un centro de acopio para llevar alimento a familias, restaurantes y jardines infantiles”. 

Con este proyecto, Carmen tenía la tarea de sacar mínimo 3.000 lechugas mensuales. Para esto, el SENA le dio los insumos para construir un invernadero, una estructura que primero fue de dos por dos metros.

“Era demasiado pequeño y por eso me ayudaron a construir uno de 30 metros cuadrados. Ese sitio parecía un bosque y mi hijo decía en el colegio que me había chiflado porque estaba sembrando por el aire; así de grandes eran las plantas”.

Las 17 variedades de lechuga que sembraba Carmen, además de espinacas, acelgas y cilantro, llegaron a las mesas de varias familias y restaurantes de alta cocina en sitios como el Parque de la 93 y La Candelaria.

“Luego llegó un proyecto de agricultura hidropónica, una estructura que me ayudaron a montar en el invernadero. La Alcaldía de San Cristóbal montó una tienda en el barrio La Victoria para vender los productos”.

Carmen tuvo la oportunidad de viajar a Argentina para contar su experiencia como agricultora urbana. “En esa época ya era conocida en varias zonas de la ciudad y entidades del Distrito. Hablar en esa exposición en Argentina, fue algo maravilloso”.

Usme y transformados

En 2010 le llegó un nuevo reto: guiar el montaje de varias huertas en la localidad de Usme y trabajar con las mujeres en la transformación de las plantas medicinales y aromáticas en productos saludables.

“Aprendí a transformar en varios talleres y capacitaciones. Con un grupo de mujeres hicimos cremas medicinales con la caléndula y marihuana y con otro un sistema de riego eléctrico que, en su momento, fue muy novedoso”.

Carmen continuó sembrando la semilla de la agricultura urbana por toda Bogotá, una experiencia que le permitió tejer una red de huerteros y personas interesadas en montar sus propias huertas.

“Unas mujeres de Suba fueron a mi huerto en San Cristóbal y me dijeron que un pintor en Usme necesitaba mi ayuda. Tenía un terreno muy grande y lleno de pasto, una zona que inmediatamente empecé a proyectar como una huerta comunitaria”.

La talentosa huertera dividió el terreno en varias zonas: las aromáticas cerca de la cocina, hortalizas y frutales en el centro y jardines con flores coloridas en los alrededores. “Acá se puede sembrar de todo, le dije a Leo, el pintor”.

Este nuevo proyecto fue muy personal para Carmen. En ese momento, su hija menor tomó la decisión de volver a vivir con la hija que había dejado al cuidado de su abuela, una niña que se había convertido en el motor de su corazón. 

“No estar con mi nieta fue el momento más duro de mi vida. La crie como a uno de mis hijos, es decir con mucha disciplina, amor y valores, y siempre tendrá abierta las puertas de mi casa. La huerta de Leo en Usme era el proyecto ideal para sanar mis heridas”.

El dolor que no la dejaba sonreír se quedó enterrado mientras le daba forma a la huerta comunitaria. Cuando quedó lista, el paso a seguir fue comercializar parte de la cosecha y ayudar a las personas necesitadas.

“Empezamos a participar en ferias y las mujeres del grupo de Usme me dejaron llevar mis 17 variedades de lechugas. Todo se vendía muy bien, pero me di cuenta que se estaban quedando con las ganancias de mis productos; nunca he peleado por dinero, pero las cosas no son así”.

La comercialización empezó a generarle dolores de cabeza a la icónica huertera de San Cristóbal y por eso decidió abandonar los proyectos relacionados con la venta. “En esto yo trabajo por gusto, siempre que no vea injusticias”. 

Artesanías y teatro

Carmen se refugió en la huerta selvática de su casa, un laboratorio a cielo abierto donde empezó a experimentar con nuevas recetas culinarias y productos naturales para combatir las enfermedades.

“Todas las mujeres que he ayudado me llaman seguido para que les de la mano con algo. Son chicas que ahora están muy empoderadas y se convirtieron en grandes huerteras luego de recibir algunos de mis consejos”.

Paralelo a su trabajo como agricultora urbana, Carmen comenzó a participar en varias actividades de la Casa de la Igualdad de San Cristóbal, un sitio donde decenas de mujeres se mantienen ocupadas y elaboran productos útiles.

“Le dimos vida a un costurero de mujeres. Una de ellas sabía mucho de los tejidos en mostacilla (o chaquiras) para hacer aretes y pulseras y le propuse un trueque: que me enseñara esa técnica y yo a cambio la capacitaría en agricultura urbana y las propiedades de las aromáticas”.

Según Carmen, la alumna superó a la maestra en los llamativos tejidos. “Empecé a averiguar y estudiar mucho sobre la mostacilla y al poco tiempo ya tenía varios muestrarios. Así descubrí un talento que tenía oculto: las artesanías”.

Sus compañeras se convirtieron en sus pacientes. Cada vez que alguna tenía una dolencia física, la huertera sabía cual era planta que les ayudaría a combatirla. “Hace varios años hice un curso de medicina ancestral y por eso conozco muy bien las propiedades de las plantas”.

Su hijo era el mayor opositor de su rol como curandera: recuerda que le decía que se estaba volviendo loca o bruja. “Eso cambió cuando le dolió mucho la rodilla y le di una infusión con laurel; se curó a los pocos días y desde ahí me llama cada vez que tiene un dolor”.

Hace siete años, las mujeres de la Casa de la Igualdad de San Cristóbal recibieron una invitación para participar en una escuela de teatro en La Candelaria. El cupo era para solo dos personas y Carmen fue la primera en confirmar.

“Desde que pisé el teatro, me enamoré completamente. Hacemos obras relacionadas con un fin social y que realzan el papel de la mujer. También fusiono la agricultura urbana en este arte: las plantas medicinales son protagonistas”.

Para la pasada celebración del Día de la Mujer, el grupo fue contratado por la Alcaldía de Bogotá para realizar una pasarela teatral donde mujeres de todas las tallas, edades, estratos e historias pudieron alzar su voz.

“Participamos 90 mujeres y todas debían contar una historia pequeña sobre su oficio. Por ejemplo, una de ellas empezó su relato así: no soy prostituta ni puta, mi trabajo es ser una trabajadora sexual”.

Carmen resumió su oficio de la siguiente manera: abuela, agricultora y artesana. “Estos tres trabajos, en especial el primero, deben ser más reconocidos. Por ejemplo, fui la única que dijo abuela, una labor muy importante que más allá de malcriar a los nietos”.

Nuevos proyectos

La mente de Carmen no descansa. Ni siquiera en las horas de la madrugada deja de maquinar nuevos proyectos o actividades relacionadas con la agricultura urbana, el trabajo social, las mujeres, el arte o la cultura.

“Quiero hacer un centro de propagación en una zona montañosa de San Cristóbal. Ya tengo las semillas, los cajones para los semilleros y un invernadero que pude construir con el material que me dio un señor que va a demoler su casa”.

Otro de sus objetivos es continuar con “Surcos en la piel”, un colectivo que nació hace cuatro años con unas mujeres que querían continuar con los procesos culturales y de agricultura urbana que vieron en la Casa de la Igualdad.

“Mi casa es nuestro sitio de encuentro. En la terraza construimos un cuarto con vista a todo el sur de Bogotá donde hacemos clases de tejido o transformados de la huerta. Somos cerca de 20 mujeres de San Cristóbal, Suba y Bosa”. 

Su pasión por la transformación la ha llevado a hacer cursos con la Universidad Nacional, el JBB y la Alcaldía Local, además de formular varios proyectos novedosos. Con uno de ellos recibió una máquina trituradora para moler la materia prima.

“Estoy haciendo un cereal que es un superalimento y lleva arveja, lenteja, maíz, cacao, almendra, nuez, quinua, ajonjolí, amaranto y avena. Los vegetarianos la compran para hacer sus batidos nutritivos”.

Aunque nunca quiere dejar de sembrar y compartir sus conocimientos de agricultura urbana con la comunidad, Carmen ahora está más enfocada en perfeccionar sus productos transformados con las plantas medicinales.

“Mis pomadas de marihuana y caléndula son benditas y las trabajo con cera de abeja y aceite de coco. También estoy experimentando con una pomada de manzanilla para aclarar la piel y jarabes de totumo, sauco, romero y buganvilia que ayudan al sistema respiratorio”.

Jhon Barros
Author: Jhon Barros

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Jardín Botánico de Bogotá