• Ayudar a reverdecer Bogotá les cambió la vida a Irene Rincón, Omaira Alarcón, María Antonia Jiménez, Lidia Triana y Gloria Rodríguez.
  • En varias huertas y jardines de la ciudad, estas mujeres volvieron a sentirse valoradas, sanaron las heridas del pasado y se convirtieron en guardianas de la naturaleza.
  • #BogotáEsMiHuerta los invita a conocer las historias de estas cinco luchadoras que hicieron parte del programa “Mujeres que Reverdecen”.

Durante más de dos años, 1.729 mujeres de la capital del país en condición de vulnerabilidad, como cabezas de hogar, víctimas de la violencia, cuidadoras o sin empleo, se volvieron expertas en agricultura urbana, jardinería y plantación de árboles y arbustos.

A través del programa “Mujeres que Reverdecen”, estas ciudadanas le ayudaron al Jardín Botánico de Bogotá (JBB) a fortalecer 185 huertas urbanas, revivir miles de jardineras y pintar de verde varias zonas urbanas y rurales con nuevos individuos arbóreos.

Más allá de aprender sobre el cuidado de las coberturas vegetales y recibir transferencias monetarias por reverdecer la ciudad, esta experiencia pionera les permitió sanar las heridas del pasado y volver a sentirse valoradas y útiles.

Así les ocurrió a Irene Rincón, Omaira Alarcón, María Antonia Jiménez, Lidia Triana y Gloria Rodríguez, mujeres luchadoras que florecieron en medio de las huertas y jardines de varias localidades de la capital.

#BogotáEsMiHuerta les rinde un homenaje a estas cinco “Mujeres que Reverdecen” del Jardín Botánico por medio de estas crónicas, historias que resaltan su esfuerzo, resiliencia, perseverancia y amor por los recursos naturales.

“Ayudé a sembrar vida”

Irene Rincón nació en Tasco, municipio de Boyacá ubicado en la hoya hidrográfica del río Chicamocha. Entre los recuerdos de su niñez que más atesora están observar a su padre sembrar hortalizas y frutales y bañarse en los ríos y quebradas de aguas diáfanas.

“Con mis 10 hermanos nos criamos en medio del campo y la naturaleza. Fueron unos años muy hermosos donde aprendimos lo duro que es el trabajo del agricultor y la importancia de proteger nuestros recursos naturales”.

En la huerta de la finca familiar, su padre cultivaba maíz, arveja, papa y frutales como mora, ciruela, curuba, durazno y feijoa. Entre tanto, su mamá se encargaba de la casa y la crianza de los hijos. 

“Aunque me gustaban mucho los cultivos y aprendí a sembrar, no quería quedarme en el pueblo. Si lo hacía me iba a tocar muy duro porque la vida del campesino está llena de necesidades”.

Cuando se graduó como bachiller, Irene alzó vuelo hacia la capital del país, donde estaban radicados varios de sus hermanos. “Mi plan era estudiar y trabajar, algo que en el pueblo no podía hacer”.

En Bogotá trabajó en almacenes, papelerías, laboratorios y como secretaria en oficinas. Irene destinó parte de su sueldo para pagar sus estudios universitarios en la Corporación Unificada Nacional de Educación Superior (CUN).

“Mientras estudiaba administración de empresas me enamoré y contraje matrimonio. Al poco tiempo tuve a mi primera hija, Angie Natalia, y nos fuimos a Santa Marta; pensamos que en la costa tendríamos mejores opciones”.  

La vida no les sonrió en la capital del Magdalena y se fueron a Riohacha (La Guajira). “Montamos un negocio de venta de computadores e instalación de redes que funcionó muy bien durante siete años”.

Todo cambió cuando empezaron a recibir amenazas de los grupos armados al margen de la ley. Se vieron obligados a abandonar el negocio y la casa y se mudaron a Duitama, donde se registraron como desplazados por la violencia. 

Pero no encontraron trabajo y regresaron a Bogotá. Reconstruyeron su hogar en el barrio Ricaurte (localidad de Los Mártires), donde llegó su segunda hija, Valerie. “El matrimonio llegó a su fin y me convertí en madre cabeza de familia”.

Irene se partía la espalda en varios restaurantes para sacar adelante a sus dos hijas. A mediados de 2021, el Jardín Botánico la contactó y le propuso ser parte del programa “Mujeres que Reverdecen”.

“Me llamó mucho mucho la atención porque desde chiquita me gustaron mucho las plantas y quería aprender más. El trabajo era ayudar a fortalecer los jardines, huertas y el arbolado, pero primero nos iban a capacitar”.

Irene ingresó a un grupo de 25 mujeres de las localidades de Los Mártires y Santa Fe. Uno de los primeros sitios que visitaron fue el Parque Nacional, donde profesionales del JBB realizaron clases sobre el cuidado de las coberturas vegetales.

Luego llegó un gran reto: ayudar a revivir la jardinera del separador de la avenida 19, al frente de la plaza de Paloquemao. “Teníamos que darle vida a un jardín con plantas pequeñas, un trabajo bastante duro por la cantidad de basura que había”.

El separador reverdeció con la ayuda de las 25 mujeres. Sin embargo, a los pocos días regresaron a hacerle mantenimiento y se encontraron con una mala sorpresa. “La jardinera se llenó de cambuches. Fue muy triste ver todo el trabajo perdido”.

La amarga experiencia contrastó con el trabajo que realizó en las huertas urbanas, experiencia que Irene cataloga como su favorita en “Mujeres que Reverdecen”.

“Amé sembrar de una manera agroecológica en las huertas del Centro de Desarrollo Comunitario Lourdes y la Fábrica de Loza. Untarme de tierra me transportó a mi niñez en Tasco, donde mi papá me dio varias lecciones”.

En las huertas urbanas, Irene aprendió las especies de plantas más adecuadas para sembrar dependiendo del suelo, las que sirven para atraer o repeler insectos y la preparación de abonos y preparados naturales para que no lleguen las plagas.

“El trabajo en las huertas fue lo más bello porque ayudé a sembrar vida y aporté un poco para que las personas se alimenten de una manera más sana y sin hacerle daño a la naturaleza. En varias materas que tengo en mi casa sembré muchas plantas aromáticas”.

Para esta boyacense, todos los habitantes de la capital deberían tener huertas en sus casas. “Todos podemos hacerlo, ya sea en terrazas, patios o materas. Eso nos permitiría comer sano, ahorrarnos unos pesos y cuidar nuestra hermosa naturaleza”.

“Nos valoramos más como mujeres”

Omaira Alarcón pasó los primeros años de su niñez en un barrio de la localidad de Kennedy cuyo nombre no logra recordar. Su papá trabajaba como carnicero y su mamá era contratista de aseo en una obra civil.

“Por las vueltas que da la vida nos fuimos a vivir al barrio Las Cruces, en el centro de Bogotá, donde mis papás, con mucho esfuerzo y dedicación, lograron darles el estudio básico a sus cinco hijos”, 

La joven bogotana no quería quedarse con el diploma de bachiller y por eso empezó a trabajar para pagar una tecnología en primera infancia. “A los 19 años me enamoré de Carlos Naranjo y al poco tiempo nos casamos”.

La nueva pareja puso un local de artes gráficas y tuvo a su primer hijo, Jesús Felipe. Omaira terminó sus estudios como tecnóloga y luego hizo varios cursos sobre belleza y manicurista.

“Al poco tiempo nuestro hijo Kevin Nicolás. Con el trabajo en el local y como manicurista, empezamos a ahorrar para darles estudio a nuestros retoños y así tuvieran una mejor calidad de vida”.

Cuando el matrimonio estaba a punto de cumplir los 30 años, el amor llegó a su fin. “Nos separamos. Él siguió con el negocio de artes gráficas y yo me fui a vivir con mis hijos a una casa en el barrio El Tunal, en Ciudad Bolívar”.

La separación no afectó la meta de darles estudio a sus hijos. “Jesús Felipe estudia ciencias del deporte en la Universidad de Cundinamarca y Kevin Nicolás, luego de hacer un tecnólogo en mecánica automotriz, se fue a vivir a Estados Unidos”.

Omaira siguió trabajando como manicurista y vive en la casa de El Tunal con el mayor de sus hijos y su esposa. En octubre de 2021, ella fue la que le comentó del programa “Mujeres que Reverdecen”.

“Me comentó que iban a ayudar económicamente a mujeres en situación de vulnerabilidad a cambio de realizar actividades ambientales. Aunque nunca había trabajado en eso, me llamó la atención”.

El trabajo consistía en aprender sobre huertas urbanas, jardines y arbolado y luego aplicar los conocimientos en campo. “Todo era novedoso para mí y por eso me motivé mucho. Recuerdo que la primera capacitación fue en el Parque Nacional”.

En el grupo de 25 mujeres del centro de la ciudad en el que fue ubicada, Omaira participó en proyectos críticos como las jardineras de Paloquemao y el parque Ricaurte y las huertas urbanas del Centro de Desarrollo Comunitario Lourdes y la Fábrica de Loza.

“Además de poner bonitos esos sitios, esta experiencia nos permitió ser más humanas, valorarnos como mujeres y enamorarnos de las plantas. Ahora somos mejores ciudadanas porque cuidamos los recursos naturales y valoramos más el trabajo de los agricultores”.

En las huertas urbanas, Omaira quedó sorprendida con la gran variedad de hortalizas, frutales y plantas medicinales que se pueden sembrar en espacios pequeños como terrazas, materas y envases plásticos. 

Al sembrar semillas en la tierra abonada, Omaira viajó a sus años de infancia cuando viajaba al campo de la sabana de Bogotá en compañía de sus padres y hermanos. “Mi papá es de Pacho y mi mamá de Cabrera y siempre íbamos a pasar vacaciones a esos pueblos tan hermosos”.

Un día, cuando su papá fue a visitarla en una de las huertas que ayudó a fortalecer, los ojos se le llenaron de lágrimas. “Al verme sembrando me dijo que se sentía muy orgulloso por mi nueva labor. Ahora valoro mucho más el trabajo de los campesinos”.

Omaira asegura que el trabajo de los operarios del Jardín Botánico no es valorado por algunos ciudadanos. “Sembrar, plantar y cultivar no son tareas fáciles. Me duele ver personas arrojando basuras en los jardines, huertas y arbolado; estamos en la obligación de proteger la naturaleza”.

“Me volví huertera”

Los cerros orientales de Bogotá la vieron nacer, crecer, consolidar su familia y madurar. María Antonia Jiménez vive desde hace más de 40 años en El Paraíso, barrio de la localidad de Chapinero ubicado arriba de la Universidad Javeriana.

“Con mis ocho hermanos tuvimos el privilegio de bañarnos en las quebradas que nutren el río Arzobispo. Recuerdo que en esa época había cataratas de agua cristalina y muchos árboles que eran visitados por miles de pájaros”.

Recuerda que le gustaba acompañar a su mamá a lavar la ropa en los cuerpos de agua de los cerros, al igual que observarla sembrar cebolla, mora y papayuelas en una pequeña huerta ubicada atrás de la casa.

“Mi abuelita, una campesina de Boyacá, le enseñó a sembrar a mi mamá. Aunque nunca me tocó untarme con la tierra fértil para cultivar, aprendiendo un poco viendo a mi progenitora”.

María Antonieta presenció cómo los tesoros naturales de los cerros fueron palideciendo por la mano del hombre. “Mucha gente captó agua de las quebradas y las dejaron secas; eso me partió el corazón”.

Especies foráneas como el eucalipto y pino ahogaron a las plantas nativas. “Esas matas europeas consumieron la poca agua que quedaba; eso dio paso a muchos incendios forestales en las épocas más duras de sequía”.

Como el dinero era escaso en el hogar, la joven bogotana solo pudo estudiar hasta quinto de primaria, historia que repitieron sus ocho hermanos. “Nos pusimos a trabajar para ayudar a mi mamá. A los 14 años encontré trabajo en una fábrica de sacos”.

Mientras trabajaba en la fábrica y le ayudaba a su mamá con el mantenimiento de la casa, María Antonia conoció el amor. “A los 19 años me enamoré de uno de los muchachos del barrio y nos organizamos en una casa cerca de la de mi mamá”.

Tuvieron cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres. Sin embargo, el matrimonio llegó a su fin y la dedicada madre se convirtió en cabeza de familia. Su reto era alimentar cuatro bocas y por eso trabajaba en lo que salía. 

Hizo muñecos de espuma y varias manualidades para vender en los barrios de la localidad. También hacía oficios en casas de familia. “Con mucho esfuerzo pude darles estudio a mis hijos. Los tres mayores son bachilleres y ya están trabajando; todos aún viven conmigo en El Paraíso”.

En septiembre de 2021, María Antonia recibió la propuesta del Jardín Botánico para participar en “Mujeres que Reverdecen”, programa que tenía como objetivo ayudar económicamente a miles de mujeres a cambio de ayudar a fortalecer las coberturas vegetales de la ciudad.

“Acepté encantada porque sabía que iba a recordar mi niñez en esos tesoros naturales de los cerros orientales. La huerta del Jardín Botánico fue mi salón de clases, donde aprendí sobre las especies más adecuadas para sembrar, la preparación de abonos y actividades de limpieza”.

El grupo de 30 mujeres al que ingresó tuvo el reto de mejorar varias huertas de la localidad de Engativá. María Antonia recuerda con cariño tres: La Española, una en el barrio Bochica y otra en la avenida 68 con calle 26.

“También plantamos muchos árboles y embellecimos varios jardines de los andenes y separadores. Admito que lo que más me gustó fueron las huertas, yo creo que por ver a mi mamá sembrar en la huerta de nuestra casa en los cerros”.

Con los conocimientos adquiridos con el JBB, María Antonieta asegura que se convirtió en huertera. “Estoy trabajando con mujeres del barrio para montar una huerta comunitaria. En mi casa solo tengo unas materas con plantas medicinales porque no cuento con el espacio”.

Como una de las “Mujeres que Reverdecen’, esta madre cabeza de familia aprendió que no es necesario contar con extensas áreas para montar una huerta. “Se pueden hacer en terrazas, antejardines e incluso sembrar en materas o bolsas de plástico que se cuelgan en las paredes”.

También le permitió valorar más el trabajo del campo. “En las huertas que he estado comprendí que el trabajo del agricultor es muy duro y poco valorado. Los campesinos son los que nos dan de comer, por eso debemos tratarlos como héroes”.

“Le rendí un homenaje a mis raíces campesinas”

El campo corre por las venas de Lidia Triana. Nació en El Peñón, un municipio de Cundinamarca de clima templado cubierto por cultivos de caña panelera, cacao y varios frutales.

“Con mis siete hermanos tuvimos una infancia dura por la falta de dinero. Mis padres a duras penas lograban ganar algo de los cultivos y por eso, con apenas 12 años, me fui a Bogotá a buscar mejores opciones de vida en Bogotá”.

Un tío la recibió en su casa, ubicada en el barrio Chapinero, donde se encargó de los oficios del hogar. “Me dijo que me ayudaría a estudiar, pero esa promesa no la cumplió”.

Para sobrevivir, Lidia hacía oficio en varias casas de sus familiares en los barrios Quiroga (Rafael Uribe Uribe) y Castilla (Kennedy). “Yo era la muchacha del servicio. Así estuve hasta los 32 años”.

Unos primos le dieron refugio a cambio de cuidar a sus niños. “Un abogado amigo de la familia me sacó un cupo en un colegio para que estudiara el bachillerato. Lo hice en las noches y logré graduarme cuando me acercaba a los 40 años”.

Encontró trabajo en una agencia de viajes en La Soledad, barrio de la localidad de Teusaquillo. “Fui contratada para hacer los servicios generales de la agencia y me dieron un cuarto. En esa casa vivo desde mediados de los años 90”. 

En sus tiempos libres, Lidia se inscribía en cursos gratuitos que ofrecía la Alcaldía Local de Teusaquillo. “No me casé ni tuve hijos. Algunas primas me ayudan económicamente para los gastos diarios; menos mal no pago arriendo”.

Cuando el Jardín Botánico la contactó para ser parte de “Mujeres que Reverdecen”, Lidia se asustó. “Aunque nací en el campo, jamás tuve que cultivar en las huertas o plantar árboles; por eso me dio miedo aceptar la propuesta”.

Por eso su respuesta fue que lo iba a pensar. “Yo estaba muy nerviosa porque el trabajo era muy parecido al de mis papás en el campo, labor que es muy pesada y desagradecida”.

Luego de meditarlo, Lidia aceptó la propuesta. “Iba a tener una nueva entrada económica y dejaría el encierro de la pandemia. Quedé en un grupo de 40 mujeres y nos capacitaron sobre agricultura urbana en la huerta del JBB”.

En la huerta revivió sus épocas de niña en El Peñón, pero esta vez la experiencia fue distinta. “Me enseñaron varias técnicas para sembrar en espacios pequeños, a hacer compostaje y abonos y mejorar la calidad de los suelos con biopreparados”.

Con lo aprendido en las clases teórico-prácticas, Lidia ayudó a fortalecer varias huertas de la localidad de Engativá, como en los barrios La Española y Bochica. También aplica los conocimientos en una zona de la casa de la agencia donde sigue trabajando.

“Hace unos años, el dueño de la casa me dejó sembrar en el antejardín, un trabajo en el que participó mi mamá antes de morir. Luego me dio permiso para montar una huerta: varias de mis compañeras del programa me ayudaron a darle forma al terreno”.

El JBB le suministró tierra con abono y semillas para su proyecto personal. “Estoy aplicando todo lo aprendido sobre agricultura urbana durante el programa en esta huerta casera”.

La nueva huertera asegura que “Mujeres que Reverdecen” le generó tranquilidad y comprendió la importancia de la alimentación sana. “Sin embargo, la mayor lección es que cuando uno trabaja la tierra come más agradecido y valora los alimentos”.

También pudo vivir en carne propia lo duro que es el trabajo de campo. “No es para nada fácil y lamentablemente es muy desagradecido. Al campesino no le pagan casi nada y se parte el lomo cultivando. Debemos amar, respetar y darles más apoyo a los agricultores”.

“Me enamoré de las huertas, árboles y jardines”

En una casa del barrio Siete de Agosto (localidad de Barrios Unidos), Gloria Rodríguez pasó los primeros cinco años de vida. Su abuela la llenó de abrazos, besos, sonrisas y un amor desbordado. 

“Cuando mi abuelita falleció, mis padres, hermanos y yo tuvimos que irnos a otra casa por la Avenida Cali con calle 68. Recuerdo la tristeza que sentí al no verla y escucharla decir todas esas palabras amorosas. Con su partida llegaron las desgracias”.

Su mamá trabajaba todo el día y su papá brillaba por su ausencia. “Esos años fueron muy duros porque me tocó encargarme de la crianza de mis dos hermanos y las labores de la casa. Cuando llegábamos del colegio, siempre estábamos solos”.

Gloria se encargaba de cocinar, lavar la ropa y la loza, barrer, trapear y planchar. “Con mucho esfuerzo logré terminar el bachillerato y soñaba con empezar mi vida universitaria, pero como mi hermana mayor ya estaba en la Universidad Distrital, me tocó ponerle pausa al sueño”.

Permaneció cinco años sin estudiar ni trabajar. Recuerda que nadie la contrataba por no contar con alguna experiencia. “Seguí con las actividades de la casa hasta que mi papá me ayudó para estudiar química en la Universidad América; solo pude hacer un semestre por lo caro”.

Se presentó a la Universidad Nacional y pasó el examen de ingreso. “Pero el ambiente estudiantil me decepcionó. Tocaba hacer filas eternas para aprender a manejar la balanza analítica y cuando llovía todo se inundaba. No quise seguir ahí”.

Su papá le comentó que había una escuela nocturna donde podía cursar una tecnología en química. “Me matriculé y a los seis meses encontré trabajo en un laboratorio farmacéutico; con el dinero que ganaba terminé la tecnología”.

Soñaba con convertirse en profesional, pero luego de 13 años de trabajo en el laboratorio, la empresa cerró. “Aunque amo la química, la vida laboral es dura y uno se enferma por todos esos químicos”.

Ya no quería seguir en el mundo de la química y por eso estudió una tecnología en hotelería y turismo por las noches. “Cuando terminé pasé muchas hojas de vida y nunca me llamaron; me figuró seguir trabajando en un laboratorio de control de calidad”.

Cuando cumplió los 54 años, Gloria fue despedida del laboratorio, una noticia que la llenó de preocupaciones. “Mi único hijo ya estaba en bachillerato y tenía que conseguir trabajo como fuera; nadie me abría las puertas por mi edad”.

Mientras cumplía con la edad para recibir la pensión, buscó subsidios económicos en el Distrito para pagar el arriendo y la comida y estudio de su hijo. En octubre de 2021 recibió un correo electrónico que la llenó de felicidad.

“Como soy madre cabeza de familia, el JBB me contactó para ser parte de las “Mujeres que Reverdecen”. Dejé atrás la química: mi nuevo reto era plantar árboles, sembrar jardines y fortalecer huertas”.

Ingresó a un grupo de 40 mujeres que recibieron las primeras clases sobre agricultura urbana, arbolado y jardinería en el Jardín Botánico. “Ingresar al programa fue un regalo que mi abuela me envió del cielo. Puse fin a una racha de tres años sin recibir ingresos económicos”.

Entre las lecciones que más recuerda en la huerta del JBB están la propagación por semillas, las plantas que sirven para evitar las plagas, las mejores técnicas de siembra y los tiempos de las cosechas. 

“También nos enseñaron de sustratos para mejorar el suelo, preparados naturales para limpiar las plagas, abonos, lombricultivos, reciclaje y el compost con los residuos orgánicos”.

Con sus manos, Gloria ayudó a embellecer más de 10 huertas de la localidad de Engativá. “En esos sitios comprendí que sembrar no solo es dejar una semilla en la tierra. Es un arte que requiere de tiempo, cuidado y dedicación”.

Adquirir conocimientos sobre agricultura urbana, arbolado y jardinería le alborotaron el amor por la naturaleza. “Siento más amor por cada planta, árbol y huerta de Bogotá. Siempre he cuidado los recursos naturales, pero ahora les pongo más cuidado”. 

Sembrar hortalizas y plantas en las huertas le apasiona. “Con esa actividad sembramos vida y alimento para otras personas. Además, pude comprender lo duro que es el trabajo en el campo, algo que la mayoría de los colombianos no valoramos”.

Jhon Barros
Author: Jhon Barros

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Jardín Botánico de Bogotá