- En el hogar El Camino, comunidad ubicada en la localidad de Engativá, la Secretaría de Integración Social les enseña nuevos oficios y actividades a los antiguos habitantes de calle que quieren rediseñar su proyecto de vida.
- En este sitio del barrio Luis María Fernández habitan cerca de 80 ciudadanos en proceso de recuperación, de los cuales siete están dedicados a reverdecer una huerta con la siembra de 17 especies de hortalizas y plantas medicinales.
- Esta huerta, que cuenta con la asesoría técnica del Jardín Botánico de Bogotá (JBB), se ha convertido en una terapia y un escape de la rutina para estas personas, quienes la cuidan a diario.
Sandra Correa se define como una andariega y patrullera de las calles. En sus 42 años de vida ha recorrido varias partes del país, con largos y amargos momentos en Bolívar, Bogotá y Medellín, esta última la ciudad que la vio nacer y donde cayó en el mundo de las drogas.
“Era una niña. Tenía apenas 12 años cuando me fui de la casa para dedicarme a consumir, lo que me llevó a vivir en las calles de Medellín. A los 16 llegué a Bogotá y seguí en las mismas, pero al poco tiempo cogí rumbo hacia Cartagena, donde estaba mi papá”.
En el Caribe, específicamente en una zona del sur de Bolívar, vivió en carne viva los azotes y estragos del conflicto armado. “Allá tuve una hija y la gente de esos grupos armados ilegales me la quitaron porque yo no quería seguir con ellos. Fue una de las épocas más duras en mi turbulenta vida”.
Con el corazón partido por la pérdida de su hija, Sandra logró volarse y llegó de nuevo a Bogotá. Pero debido a la tristeza que cargaba en su alma se entregó a las drogas y al hurto. “Llegué a las calles, consumí de todo y aprendí a robar. Viví mucho tiempo en El Cartucho y estuve presa dos veces”.
En varias ocasiones trató de enderezar su vida en Medellín, donde estaba su mamá, pero la suerte no le sonrió. “Un día nos pusieron un petardo en la casa y mi mamá me culpó, me dijo que me olvidara de ella y se fue para Venezuela. Yo ya tenía otro hijo, pero como no quería darle mala vida, lo envié a donde mi papá; él casi no me quiere por haberlo abandonado”.
Sandra regresó a Bogotá e intentó rehabilitarse en uno de los hogares que tiene el Distrito para los habitantes de calle, “pero como estaba muy entregada a la droga y con el alma destruida, no resistí el proceso. En la calle conocí a un hombre que me torturó durante muchos años: me rompió la cadera, la cabeza y el tabique”.
Esta paisa de estatura baja y acento marcado quería escapar de su verdugo, quien la amenazaba a diario. “Eso me llevó a buscar ayuda en otro de los hogares del Distrito, donde hice todo el proceso y hasta conseguí trabajo. Pero el mundo de las drogas es muy poderoso y volví a las calles”.
En las noches dormía en el caño de la calle 45 con carrera 24, cerca del Park Way en Teusaquillo. “Consumía perico y marihuana, robaba y era muy asocial. No pagaba hotel y me entregué totalmente a la calle, pero algo dentro de mí me decía que pidiera ayuda”.
La vida le volvió a poner en su camino a una trabajadora social que conoció años atrás. “Quedó muy preocupada al ver todo lo que había decaído. Le conté toda mi historia de maltrato y me mandó a uno de los centros de atención de la Secretaría de Integración Social para que comenzara de nuevo”.
A sembrar vida
Luego de permanecer algunos meses en uno de los hogares de paso del Distrito, donde le ofrecieron techo, alimentación, productos para el autocuidado y acciones pedagógicas, Sandra fue enviada a otro lugar en el barrio Luis María Fernández, en la localidad de Engativá, para que continuara con su proceso.
Su nuevo hogar sería la comunidad de vida hogar El Camino, un sitio de 41.000 metros cuadrados con áreas deportivas, salones de talleres, dormitorios y zonas verdes donde habitan cerca de 80 antiguos habitantes de calle; todos comprometidos con seguir su recuperación, rediseñar su proyecto de vida, recobrar sus redes familiares y formarse en distintos oficios.
“Yo llevo más de un mes en El Camino, tiempo que ha sido muy duro por todos los traumas que tengo. Pero la vida me sonrió cuando me encontré con Robinson, un amigo que conocí en la calle y ahora es mi novio. Él está más avanzado en el proceso, me compró ropa y me enseñó a dejar de llorar tanto, aprender a sonreír y quererme a mí misma”.
Sandra vio que su nuevo compañero de vida destinaba las horas libres que le dejan los talleres y capacitaciones en sembrar plántulas y semillas de hortalizas y plantas medicinales y aromáticas en una huerta, un trabajo que le llamó mucho la atención.
“Siempre he sabido que la mejor terapia para olvidar las penas y sufrimientos es conectarse con la tierra. Entonces les dije a los trabajadores del hogar que me dejaran participar en las actividades de la huerta; yo quería sembrar vida y ocuparme en otras actividades para que la rutina diaria no fuera tan sofocante”.
La huerta de El Camino nació hace más de nueve años, cuando las directivas del hogar decidieron destinar un extenso terreno para que los antiguos habitantes de calle pudieran sembrar y cosechar en varios cultivos y de una manera agroecológica, es decir sin utilizar químicos.
Actualmente, siete habitantes del hogar, guiados por expertos de la Secretaría de Integración Social y el Jardín Botánico de Bogotá (JBB), están dedicados a las labores de agricultura urbana en esta huerta: Sandra (la única mujer), Robinson (su novio), Harold, Carlos, Néstor Simmons, Jefferson y Hernando.
“Estamos reconstruyendo la huerta, algo muy bonito porque también me está reconstruyendo la vida. Soy la única que no utilizo guantes para sembrar y limpiar la huerta, ya que la tierra se trabaja con las manos desnudas para que nos inyecte su energía y todos sus poderes sanadores”, dice Sandra.
Según esta paisa con mechones azules en su cabello, las horas que destina para darle forma a la huerta le han permitido sanar un poco las heridas de sus años en la calle. “Acá me siento muy feliz porque estoy generando vida y dejo todas mis tristezas en la tierra. La verdad me está curando el alma”.
Cuando culmine su proceso en el hogar y pueda salir a buscar un trabajo y reintegrarse a la sociedad, Sandra quiere seguir conectada con la tierra. “Sueño con conseguir un trabajo que me permita sembrar y cosechar, algo que nunca había hecho pero me despertó un amor grande por el campo”.
Las pesadillas por los años de maltrato en las calles también han mermado desde que trabaja en la huerta. “Lo que me pasó en las calles, en especial en el Caribe, me dejó muchas secuelas y traumas que reviven cuando duermo. Pero desde que estoy sembrando, esas pesadillas son cada vez menos frecuentes”.
Otra terapia que le permite sonreír es escribir cuentos y poesías, una actividad que surgió en el tiempo que estuvo presa. “Desde esa época escribo mucho, donde saco los traumas y me escapo del pasado. Con la huerta, los poemas y cuentos recuperé mi espíritu y forma de ser”.
Sandra también anhela volver a ver a sus dos hijos, en especial a la niña que dejó en el norte de Colombia y de quien no tiene noticias desde hace más de 18 años. Esa larga ausencia está a punto de llegar a su fin: el equipo social del hogar de paso la encontró hace poco y está trabajando para que se reencuentre con su mamá.
“Esta noticia me tiene muy feliz y con muchas ganas de salir adelante. Ya he estado 27 años en la calle y no quiero volver a ese mundo. Siempre he estado sola en la vida, pero quiero renacer y volver a empezar con la familia que tengo”.
El profe vallenato
No hace falta escuchar su voz para saber que nació en el Caribe colombiano. El tono carmelito de su piel, las cejas pobladas, los ojos negros profundos y una gorra con las letras de un whisky tradicional de la región, revelan su sitio de origen.
Xavier Díaz nació hace 35 años en Valledupar, capital del departamento del Cesar, donde tuvo un contacto directo con la tierra, la naturaleza y los cultivos desde pequeño. “Cuando era niño, mis padres me llevaban a las tierras agrícolas de las zonas rurales del Valle de Upar y a los sitios con mucho bosque seco tropical”.
Debido a esas enseñanzas en el campo, el joven vallenato tomó la decisión de estudiar ingeniería agroindustrial, una carrera que luego lo llevó a radicarse en Bogotá. “Cuando terminé la carrera, hace cuatro años, empecé a enviar hojas de vida en varias entidades y tomé el riesgo de irme a la capital sin aún tener trabajo”.
Al poco tiempo lo llamaron de la Secretaría de Integración Social para trabajar como promotor social, entidad donde primero estuvo en algunos de los hogares de paso que les brindan la posibilidad de alimentarse, bañarse y dormir a los habitantes de calle.
“Luego pasé a los centros de atención transitorios y desde hace dos años estoy en la comunidad de vida hogar El Camino en el eje de ampliación de capacidades. Acá lidero varios procesos de la parte socio-ocupacional, como talleres de elaboración y manipulación de alimentos y la huerta urbana”.
Cuando llegó al hogar, la huerta estaba abandonada y parecía más un potrero. “Aunque este lugar está activo desde hace muchos años, es un proceso rotatorio que depende de las personas que lo lideran. Desde que ingresé a El Camino me propuse trabajar con más de 10 personas en temas relacionados con la agricultura urbana”.
Debido al estado de la huerta, Xavier primero comenzó a trabajar con los ex habitantes de calle en dos fincas del municipio de Tenjo (Cundinamarca), a donde viajaban dos veces a la semana para sembrar hortalizas y fresas. “Fue una experiencia muy bonita donde aprendieron a sembrar, regar y cosechar diferentes productos. Pero por cuestiones de logística, decidimos suspender esos viajes y dedicarnos de lleno a reverdecer la huerta del hogar”.
El joven vallenato se comunicó con el Jardín Botánico de Bogotá para que le ayudara a reverdecer el terreno con algunas de las especies que se utilizan en la agricultura urbana. “No teníamos muchos conocimientos para trabajar bien la tierra. Por eso, el JBB ha sido fundamental en la reactivación de la huerta”.
Durante los meses más críticos de la pandemia del coronavirus, Mauricio Mina, ingeniero del JBB, realizó varios talleres de agricultura urbana en el hogar, donde participaron tanto los antiguos habitantes de calle como algunos trabajadores de la Secretaría de Integración Social.
“Luego, a través de varias asistencias técnicas, fuimos adecuando los terrenos para montar las eras o camas de los cultivos. También les entregamos insumos como semillas, plántulas, tierra y abono”, informó Mina.
Poco a poco, y con las manos de los antiguos habitantes de calle, la huerta comenzó a reverdecer con la siembra de aproximadamente 17 especies de hortalizas, como lechugas (crespa, romana y lisa), acelgas (amarilla, común y roja), cebolla cabezona, cilantro, pimentón, brócoli, rábano, perejil, frijol, maíz, repollo y coliflor.
A finales del año pasado, Xavier pudo comercializar todas las lechugas que salieron de una numerosa cosecha. “Las vendimos en una feria que hicimos en el hogar y con el dinero que obtuvimos compramos cosas que necesitaban los antiguos habitantes de calle”.
Con la asesoría del experto del JBB, la huerta El Camino montó su propia compostera para elaborar abonos orgánicos. “Destinamos un área de 10 metros cuadrados para hacer el compost, un sitio donde depositamos los residuos orgánicos de la cocina del hogar», dijo Xavier.
El número de antiguos habitantes de calle que han participado en la huerta es muy variable. Según Xavier, algunos han seguido con sus vidas luego de terminar todo el proceso y otros decidieron salirse del hogar. “Acá nadie está obligado a quedarse, por lo cual entran y salen constantemente. Actualmente trabajamos en la huerta con siete y esperamos que sigan con nosotros hasta que se ubiquen laboralmente y no regresen a las calles”.
La huerta ha sido de mucha ayuda para las personas del hogar, con edades que oscilan entre los 29 y 60 años. “Ellos son muy ansiosos e inmediatistas, características que han ido cambiando a través de la siembra. Además, construyen lazos familiares y de amistad cuando trabajan en la huerta; es una terapia muy importante para ellos”.
Xavier asegura que sus alumnos están muy pendientes de lo que sucede en la huerta. Todos los días le insisten que vayan a sembrar, cosechar o deshierbar, y están muy comprometidos con el reverdecer del terreno.
“El trabajo en la huerta se les volvió un hábito y un escape a la monotonía. Cuando ven cómo de una semilla se va formando una planta, la alegría de todo el grupo es algo muy bonito. Siempre me dicen que es bastante gratificante ver los frutos de su trabajo”.
El objetivo de la huerta es que sea autosostenible, es decir que sus cultivos sean utilizados tanto para el autoconsumo de las personas del hogar como para su comercialización en eventos y otros centros que tiene la Secretaría de Integración Social.
“También estamos trabajando en la elaboración de yogures y otros productos lácteos. Todo esto es muy importante para ellos porque van a entrar en una etapa de inclusión laboral; el ideal es que recuerden todos esos conocimientos, la disciplina y el amor por la tierra cuando sigan con sus vidas”.
Dedicado al trabajo social
José Andrés Novoa, otro de los promotores sociales de la Secretaría de Integración Social, es el coequipero de Xavier en la huerta de El Camino. Ambos se turnan para liderar la siembra, cosecha y las demás actividades agroecológicas con los siete antiguos habitantes de calle.
“Ninguno de ellos está obligado a estar en la huerta. Lo hacen porque les gusta o en algunos casos porque se criaron en el campo y quieren recordar ese pasado antes de que llegaran a las calles. Sienten mucha felicidad moviendo la tierra y sembrando, una terapia que los mantiene ocupados y con la mente despejada”.
Este bogotano de 36 años asegura que la huerta es un espacio para desestresarse. “Es un trabajo muy bonito porque tienen contacto con la tierra y la naturaleza, actividades que los relajan y donde descargan muchas emociones. Es una distracción que les permite desarrollar nuevos talentos”.
La labor social de José Andrés no es reciente. Haciendo memoria recuerda que nació cuando era un niño inquieto en el barrio Bochica (Engativá), donde siempre ha vivido. “Yo era uno de los más casposos de mis amigos, pero recuerdo que cuando nos pillaban en alguna pilatuna yo siempre me quedaba a lo último para que no regañaran a los demás”.
Este promotor social lleva muchos años trabajando en los diferentes procesos que realiza la Secretaría de Integración Social con los habitantes de calle, tanto así que ha estado en todos los niveles. “Empecé en los hogares de paso donde se realiza el autocuidado. Allí llegan para asearse y les damos jabón, toallas, máquinas de afeitar, desodorante y crema para el cuerpo”.
En estos hogares, el objetivo es que las personas generen el hábito de cuidarse y estén limpios en las calles. “Si van durante 15 días seguidos al hogar, donde también desayunan, meriendan y almuerzan, les damos la opción de quedarse e iniciar el proceso de rehabilitación”.
Según José Andrés, las personas que aceptan comienzan a recuperar sus responsabilidades diarias, como levantarse temprano y asearse. “En estos sitios transitorios se les brindan varios talleres y acciones formativas durante algunos meses. Los que no desertan pasan a sitios como El Camino, donde el ideal es que inicien su ruta laboral”.
En hogares como El Camino, las personas participan en diferentes talleres y tienen el apoyo de trabajadores sociales, terapeutas ocupacionales y psicólogos. Allí duermen (hombres aparte de las mujeres) y cuentan con todos los utensilios de aseo y alimentación diaria.
“También tienen biblioteca, salones de audiovisuales, gimnasio, mesa de billar y canchas deportivas. El equipo profesional les dicta talleres durante todo el día y en sus ratos libres eligen la actividad que les gusta, como clases de música, teatro, audiovisuales o la huerta”.
Todo el proceso, asegura José Andrés, puede tardar hasta nueve meses. “Esto es muy variable debido a las profundas problemáticas y vivencias que tuvieron en las calles, por lo cual algunos requieren de más tiempo. El objetivo siempre es que puedan reintegrarse a la sociedad y encuentren un trabajo”.
En todas las etapas del proceso en las que ha trabajado, este joven ha desarrollado una gran pasión por el trabajo social. “Siempre me ha gustado ayudar a la gente y he tenido varios amigos en esa situación de drogadicción. Es un mundo muy difícil y a la mayoría de personas les hacen el feo. Acá he comprendido que necesitan de mucha ayuda y atención, algo que pretendo seguir haciendo toda mi vida”.
José Andrés recuerda que hace poco se encontró en TransMilenio con una de las personas que ayudó en los hogares de paso, un encuentro que lo llenó de felicidad al constatar que estaba bien y trabajando legalmente.
“Estaba muy bien vestido y vendiendo dulces. Me contó que no había vuelto a las calles y pagaba una pieza con el dinero de los dulces. Esos casos me llenan de felicidad y satisfacción porque demuestran que todo mi trabajo da frutos”.
Allí se conocen muchas experiencias de vida, valiosas personas qué llegaron a la calle por diferentes circunstancias y han sufrido los desprecios de la demás gente, me siento orgullosa de haber trabajado en el Camino y ayudarlos de alguna manera a tener una mejor de calidad de vida en cuánto a su salud física cómo mental.
Felicidades por este lindo reportaje.
El Camino: una huerta donde antiguos habitantes de calle sanan las heridas del alma | Bogotá mi huerta: el hogar de la agricultura urbana
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