• Mariela Pardo, una santandereana que fue víctima de la violencia, y Luis Aguilar, quien acaba de matricularse en la universidad, llevan siete años sembrando moras, lulos, maíz, arvejas, arracachas y cebollas en esta huerta urbana del sur de Bogotá.
  • El Uchuval es fruto de la dedicación y el trabajo de esta abuela y su nieto, quienes lograron convertir un terreno agobiado por los escombros y basuras, en uno de los pocos espacios verdes que hay en el barrio Santo Domingo, ubicado en lo más alto de una montaña de la localidad de Ciudad Bolívar.
  • “La huerta me hace feliz porque pude volver a cultivar, una actividad que la violencia me quitó cuando me sacó de las tierras santandereanas. Enseñarle a mi nieto a sembrar garantiza que nuestro legado campesino siga vivo”.
Huertas Ciudad Bolívar

Mariela y Luis, abuela y nieto, comparten el amor por la tierra y los cultivos.

De niña nunca supo lo que era una cuna o un colchón. Mariela Pardo Calderón, una santandereana de ojos azules soñadores y con un acento fuerte y marcado, recuerda que dormía con sus hermanos en esteras hechas con las hojas de las palmas y mucha paja, en las fincas que tenía su familia en algunos municipios del departamento.

“Tuve una infancia muy bonita en el campo de Vélez, donde mi papá, Nazario Pardo Ariza, me enseñó a cultivar cacao, caña, maíz, plátano, arracacha y cebolla, y a hacer miel en las moliendas. En esos años de niña nació mi amor por las plantas, tanto así que dormía con ellas. Desde que caminé empecé a sembrar claveles, sábilas y matas que sirven como remedios”.

Su padre, que desde hace varios años la cuida desde el cielo, también le inculcó que los cultivos deben estar libres de químicos. “Con mi papá aprendí a arreglar la tierra haciendo abonos con el popó de las vacas, los cuales se los echábamos a los jardines y cultivos. No utilizábamos nada de químicos, esos venenos que solo nos enferman”.

Huertas de Ciudad Bolívar

Mariela pensó que toda su vida estaría metida los cultivos y sembrando plantas.

Don Nazario le decía: “Vea mijita, para sembrar esa matica y que se ponga bien bonita cuando crezca, solo debe echarle ala tierra el abono con el estiércol». Y así sucedía, según Mariela, las fincas permanecían llenas del verde de los cultivos, sitios donde también ayudaba a hacer el guarapo para los obreros.

Además de sembrar y cosechar, la pequeña santandereana participaba en las actividades que hacían los hombres de la familia, como cargar en su espalda baldes con agua y la leña para procesar la caña. “Amaba estar metida en el campo untándome de tierra. Ni siquiera me daba miedo dormir en el suelo, donde abundaban las culebras. Una noche escuché un ruido extraño y desperté a mi papá: quedamos sorprendidos cuando vimos que era una mapaná enorme”.

Mariela se fue convirtiendo en una experta en sembrar los productos de distintos pisos térmicos. “Mi papá se encargaba de la finca que teníamos en tierra caliente, donde aprendí a sembrar caña, cacao, maíz, plátano y yuca. Mi mamá permanecía en las tierras de clima frío, donde cosechábamos arracacha, papas pastusa y criolla y cebolla, y además teníamos vacas con muchos terneros”.

Huerteros de Ciudad Bolívar

Desde que nació Luis, hace 18 años, Mariela le ha inyectado todos sus valores campesinos y amor por las plantas.

Estragos de la violencia

A los 15 años, Mariela dejó de ir a la escuela para conformar su propio hogar. Se enamoró de un señor con más de cuatro décadas de vida y poco a poco fueron llegando sus cinco hijos: María Yordany, José, Yatzomar, Jesús y Jimmy.

“Solo hice hasta tercero de primaria. No nos casamos formalmente y decidimos organizarnos en una finca en Vélez, la cual pagamos con el dinero que recibí por la herencia de una de las casas de mis familiares. Allí cultivamos caña, maíz, arracacha, zanahoria y papa, y hacíamos quesos con la leche de las vacas”.

En esos años se dedicó a crianza de los hijos y las labores campesinas, pero comenzaron a vivir en medio de la zozobra y el miedo causado por los grupos armados al margen de la ley. “A finales de los años 70 empezaron las amenazas y nos vimos obligados a pagar las famosas vacunas, que en esa época eran como de 50.000 pesos”.

Huertas de Ciudad Bolívar

La violencia la obligó a salir corriendo de las tierras santandereanas para comenzar de cero en Bogotá.

La violencia se tornó más crítica con el paso de los años, al igual que el valor de las vacunas. “Recuerdo que alcanzamos a pagar hasta 800.000 pesos, un precio enorme para esa época. Mi compañero de vida estaba enfurecido por darle los frutos de trabajo a esos grupos, por lo cual se armó de valor y discutió con ellos”.

Esos reclamos ocasionaron una tragedia: a los 15 días del enfrentamiento, su pareja fue asesinada. “Lo mataron el 8 de febrero de 1994. Yo, que tenía 38 años, me quedé sola con mis cinco hijos y muerta del susto porque lo más probable es que nos hicieran lo mismo”.

Uno de sus hermanos, que llevaba viviendo varios años en el municipio de Soacha (Cundinamarca), le tendió la mano. Con apenas un par de maletas y sus cinco retoños, Mariela salió de la tierra santandereana que la vio nacer y se convirtió en una desplazada de la violencia.

“Llegamos al barrio Minuto de Dios de Soacha, donde vivimos como cuatro años en una casa arrendada. Para que mis hijos tuvieran comida conseguí trabajo en un restaurante, de seis de la mañana a seis de la tarde, y a veces pedía limosna en Abastos; ¡ni por el chiras iba a dejar morir de hambre a mi familia!”.

Huertas de Ciudad Bolívar

Mariela jamás pensó que encontraría un espacio para sembrar y cosechar en el sur de Bogotá.

Su vida comenzó a cambiar gracias a una de sus hermanas, que había comprado un lote muy económico en una de las montañas de la localidad de Ciudad Bolívar. “Ella me dijo que estaban vendiendo tierras muy baratas, así que fui hasta allá y me reuní con un señor santandereano. Pagué por un pequeño lote y en seguida fui a autenticar los papeles”.

El nuevo hogar de esta santandereana estaba en el barrio Santo Domingo, sector cercano a Altos de la Estancia. “Primero hicimos una casita muy chiquita con techos de lata, pero poco a poco la fuimos mejorando con el dinero que conseguía trabajando. Yo he hecho de todo, menos robar”.

La inseguridad del sector le hizo recordar esos años de zozobra en Santander. “Al comienzo pensé que había salido de una violencia para meterme en otra. Pero gracias a Dios, que es el dueño de mi vida y me protege, he podido sobrevivir y no me ha pasado nada grave”.

Mariela pudo darle los estudios de primaria a sus cinco hijos, quienes luego decidieron validar el bachillerato para tener una mejor vida. “No ha sido fácil dejar el pasado atrás. Mi vida ha estado llena de lágrimas, dolor y sufrimiento por toda esa violencia, la cual me arrebató a 17 familiares en Santander, incluido mi compañero de vida”.

Huertas de Ciudad Bolívar

Las plantas y las flores son las protagonistas de la casa de Mariela, ubicada en el barrio Santo Domingo.

A reverdecer el sur

A pesar de todas las amarguras y avatares del pasado, su amor por las plantas ha permanecido intacto. Por eso decidió vestir de verde su nuevo hogar, tanto en el interior como en el jardín y andén de la casa.

“Las plantas me producen una paz y una felicidad indescriptible. Mi casa, en la que llevo 24 años, parece un jardín botánico con las más de 200 matas que tengo, como orquídeas, claveles, rosas, suculentas y muchas especies más. Algunas me las han regalado y otras las compré en un vivero en Fusagasugá”.

En el jardín de la casa construyó una rosaleda que poco a poco ha ido contagiando a sus vecinas. “A varias les ayudé a hacer jardines con rosas en los jardines, colores que le dan mucha vida a este sector de Ciudad Bolívar que casi no tiene naturaleza».

Huertas de Ciudad Bolívar

Mariela primero reverdeció el frente de su casa con muchas plantas de flores.

Hace siete años, cuando reubicaron unas viviendas que estaban en una zona de riesgo al frente de su casa, Mariela quiso ampliar su proyecto verde. Como el terreno no podía ser habitado debido a la amenaza de deslizamiento, comenzó a averiguar si allí se podría cultivar.

“Entidades como el Instituto Distrital de Gestión de Riesgo y Cambio Climático (IDIGER) y la Alcaldía Local de Ciudad Bolívar me dieron permiso para montar una pequeña huerta urbana en ese sitio, que estaba repleto de escombros, basuras y vidrios”.

Con ayuda de algunos de sus hijos y en especial la de Luis Aguilar, uno de sus nietos, Mariela lideró la limpieza de la zona. “Fue un proceso largo y duro, ya que parecía más una escombrera por los bloques de piedra y vidrios de las casas que derrumbaron. Las entidades del Distrito también nos ayudaron a limpiar”.

Huertas de Ciudad Bolívar

Abuela y nieto llevan siete años sembrando y cosechando juntos en su huerta urbana.

El Jardín Botánico de Bogotá (JBB) le dio la tierra, el abono, algunas semillas y plántulas y asesoría técnica para que iniciara con su huerta, la cual llamó El Uchuval, ya que la uchuva fue el primer cultivo que sembró y cosechó.

“Luego seguí con el cultivo de papa criolla y cebolla cabezona, pero una gente del barrio entró a la huerta y se llevó toda la cosecha. Por eso, con ayuda de las entidades, tuve que encerrar el predio; aunque las personas se las ingenian para robar las hortalizas y frutas”.

La huerta El Uchuval, ubicada arriba del parque Altos de la Estancia y desde donde se puede apreciar una gran panorámica del sur de Bogotá, se fue convirtiendo en un pulmón verde en medio de la jungla de cemento de Ciudad Bolívar.

Huertas de Ciudad Bolívar

El lulo es actualmente el cultivo más representativo de la huerta El Uchuval.

“Con la ayuda de mi nieto, que es mi compañero en la huerta, fuimos sembrando otros cultivos como arveja, mora, maíz, lulo, arracacha, frijol y platanillo. El JBB me obsequió varios árboles, los cuales hoy están altos y hermosos”.

Esta santandereana no vende ninguno de los productos que salen de su huerta. Algunos los reparte entre sus hijos, sobrinos, hermanos y vecinos, y en su casa, donde vive con su hijo hombre mayor y su nieto Luis, prepara jugos, sopas o algunos postres.

Huertas de Ciudad Bolívar

Con las moras de su huerta, Mariela y Luis preparan jugos y postres.

Abuela y nieto

Mariela y Luis van todos los días a la huerta. Mientras que el nieto se encarga de regar la tierra y recoger las cosechas, la abuela siembra semillas y les habla a las plantas, como lo hacía de pequeña.

“Llevo siete años acompañándola en la huerta, es decir desde que inició el proceso. Ella me enseñó a sembrar y me inculcó el amor por las plantas. Cuando estaba en el colegio, rociaba las plantas bien temprano antes de irme a estudiar y luego volvía en las tardes para recoger las cosechas”, dice el nieto de 18 años.

Como ya terminó sus estudios bachilleres y está próximo a ingresar a la universidad, Luis tiene mucho tiempo libre para ayudarle a su abuela en la huerta. “Venimos todos los días a las ocho de la mañana a rociar y limpiar. La mora es el cultivo más grande, tanto así que cosechamos casi todas las semanas”.

Huertas de Ciudad Bolívar

Luis se encarga de las labores más pesadas de la huerta, como cosechar, rociar y limpiar la tierra.

El nieto es la luz de los ojos de su abuela y va a estudiar una tecnología en gestión de la producción industrial en la Universidad Distrital, un nuevo reto que los tiene muy entusiasmados por el mejor futuro que se avecina.

“Mi abuela está muy contenta porque voy a seguir estudiando. Sin embargo, no la dejaré sola y voy a cuadrar los tiempos para seguir acompañándola; la huerta es vida y naturaleza, un espacio aparte de la ciudad que parece un bosque y nos ayuda a tener una mejor salud”,

Mariela afirma que su trabajo en la huerta le ha permitido hacer lo que más le gusta: sembrar. “Desde que tuve que salir del pueblo por la violencia, nunca pensé que iba a volver a untarme con la tierra y sembrar. La huerta me genera mucha felicidad y nostalgia porque vuelvo a ese pasado hermoso en Santander; acá me olvido de los problemas y me mantengo activa”.

Huertas de Ciudad Bolívar

Esta pareja de huerteros seguirán trabajando juntos en El Uchuval.

El Uchuval les inyecta vida y tranquilidad y además sirve como terapia para olvidar las cicatrices del pasado. “Una huerta también mejora la salud: hacemos ejercicio cuando sembramos y cosechamos y nos alimentamos con productos sanos libres de químicos, como me enseñó mi papá”.

Durante los meses más críticos de la pandemia del coronavirus, Mariela y su nieto encontraron en la huerta una terapia para combatir las secuelas del encierro. “Contar con este espacio natural nos evitó volvernos locos por estar encerrados. Aunque a todos nos dio covid, yo creo que por la huerta el virus no fue tan duro”.

Su amor por las plantas durará hasta que Dios se lo permita. “Las más de 200 plantas que tengo en la casa y todas las hortalizas y frutales de la huerta me acompañarán hasta que me muera. Estoy tranquila porque sé que mi nieto seguirá con ese legado ambiental y amor por toda la naturaleza”.

Huertas de Ciudad Bolívar

Mariela es una amante de las plantas. En patio de su casa está repleto de varias orquídeas.

Esta madre cabeza de familia les hace un llamado a las personas que ingresan sin permiso a la huerta a llevarse los productos. “Yo no soy egoísta. Cuando alguien me pide una fruta u hortaliza se las regalo, pero me da mucho mal genio cuando ingresan a robar. Deberíamos hacer trueques, pero a muchas personas les gusta lo fácil”.

Aunque no está pensionada, Mariela ya no tiene que trabajar para sobrevivir. Sus cinco hijos la ayudan con lo que necesita y se la pasa todo el día ocupada en los trabajos de la huerta.

“Hay que tener alimentos sanos y trabajar la tierra. Bogotá cuenta con muchos espacios para montar huertas, así sea en apartamentos o casas pequeñas. Si todos lo hiciéramos le ayudaríamos mucho a la naturaleza y dejaríamos de pensar en tener solo lujos materiales”.

Huertas de Ciudad Bolívar

Abuela y nieto han fortalecido aún más su cariño en la huerta El Uchuval.

Jhon Barros
Author: Jhon Barros

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Jardín Botánico de Bogotá