- Yalile Quiñónez destinó varios años de su vida a rescatar y cuidar los manglares de El Charco, municipio de Nariño donde también luchó por las mujeres, niños y jóvenes de la comunidad afro.
- Aunque el conflicto armado la sacó de este territorio del Pacífico colombiano, su espíritu indomable no palideció. En Bogotá continuó defendiendo la naturaleza y los derechos de las víctimas.
- Esta gran conocedora de las propiedades de las plantas es una de las ‘Mujeres que reverdecen’ que pinta de verde Ciudad Bolívar, localidad donde ha ayudado a montar más de 250 huertas caseras y comunitarias.
Siempre utiliza ropa y accesorios de colores vivos, tonos que la transportan a los amaneceres y atardeceres que vio desde niña en el mar que baña una parte de El Charco, paraíso biodiverso ubicado en el norte del departamento de Nariño.
A veces cubre su cabello negro trenzado con turbantes, prendas que ella misma elabora y representan el liderazgo y jerarquía de la mujer. Tiene una mirada misteriosa, enigmática y felina, muy parecida a la de los jaguares que se refugian en los selvas húmedas del Pacífico.
Cuando habla del territorio que la vio nacer, una zona lluviosa y biodiversa de 248.500 hectáreas, sus ojos brillan con mayor intensidad, su sonrisa se torna más expresiva y la voz se le entrecorta al recordar las reminiscencias de pasado.
“El Charco es la cuna del manglar de Nariño, uno de los ecosistemas más importantes del planeta que habita entre la desembocadura de los ríos, la tierra y el mar y sirve como barrera contra fenómenos naturales”, asegura Yalile Quiñónez Obando.
Su casa, ubicada en lo más alto de una montaña de la localidad de Ciudad Bolívar, le rinde homenaje a la biodiversidad y las tradiciones ancestrales del Pacífico. En la entrada tiene varios frascos de arrechón y tumbacatre, bebidas artesanales de su tierra.
“La naturaleza está presente en un extenso jardín que monté y el cual me recuerda al verde de los manglares que tanto defendí en mi municipio. En otros sitios de la localidad tengo varias huertas de plantas medicinales y hortalizas”.
Yalile, una mujer con un espíritu indomable y que anhela ser madre, hacía parte de ‘Mujeres que reverdecen’, un programa de la Alcaldía de Bogotá que le permitió volver a tener un contacto directo con los recursos naturales.
“He ayudado a fortalecer varias huertas y jardines en Ciudad Bolívar, sitios donde he aplicado el conocimiento ancestral del Pacífico. Pero ser huertera es tan solo una pequeña parte de mi historia en este mundo, un recorrido con muchas piedras y obstáculos que los invito a conocer”.
Niña de agua y selva
Yalile nació en el año 1975 en El Charco, municipio que define como un paraíso biodiverso del sur del Pacífico colombiano protegido por ángeles de todos los colores y razas, como afrodescendientes, indígenas, mulatos y mestizos.
“Mis padres, Porfirio Quiñones y Ruth Obando, conformaron una familia humilde y numerosa de 12 hijos, quienes nos criamos en medio de la naturaleza y los cultivos. Yo soy la menor de las siete mujeres y la penúltima de todos mis hermanos”.
Aún conserva vivos los recursos de la casa de uno de sus abuelos, donde no había asientos sino tablas que sostenían los burros de maíz y cacao. “Vengo de una familia cultivadora de comida, una labor que hace parte de la historia del pueblo”.
El agua y la selva húmeda tropical fueron su hogar durante la niñez, en especial el río Tapaje, el océano Pacífico y los manglares. “Me crie en medio de un cielo verde donde desde muy pequeña aprendí a nadar y pescar”.
El manglar, ecosistema único de las zonas tropicales o subtropicales como Colombia y conformado por plantas que viven entre el agua salada del mar y el agua dulce de los ríos, se aferró con fuerza en su corazón y alma.
“Me enamoré perdidamente de las palmas naidí, los cangrejos, camarones, peces y moluscos como la piangua, recursos de los que viven los habitantes de El Charco. Desde pequeña aprendí que los manglares son únicos y albergan una increíble biodiversidad”.
Cuando terminó la primaria en la escuela del pueblo, Yalile se fue a vivir a Guapi, municipio del Cauca donde la recibieron algunos familiares. “Allá hice el bachillerato y seguí deleitándome con la magia del manglar”.
Su regreso a El Charco fue agridulce. Los grupos armados ilegales sembraban zozobra y pánico en el municipio y el bosque de manglar ya no era tan abundante como antes. El sonido de la motosierra entorpecía el canto de las aves.
“Se me apachurró el corazón al ver lo que estaba pasando en mi pueblo. Quería hacer algo por la naturaleza y la población, pero para eso primero debía prepararme mejor académicamente. La vida me sonrió y gané una beca para estudiar en Pasto”.
En la capital de Nariño, Yalile estudió durante seis años una licenciatura en comercio y contaduría, un cambio de vida que le dio muy duro por el clima frío, la comida que jamás había probado y la ausencia del mar y el manglar.
“No fue fácil adaptarme a la nueva vida en Pasto, pero la gente de ese lugar rodeado por el volcán Galeras fue muy bonita conmigo. Todas las vacaciones regresaba a El Charco para inyectarme de vida y biodiversidad”.
¡A salvar el manglar!
Yalile cumplió la promesa de trabajar por su comunidad y los recursos naturales que tanto ama. Al graduarse como docente regresó a su territorio y encontró trabajo como profesora provisional en una escuela.
“La situación del manglar era crítica. El río Tapaje zigzagueaba lleno de basura, residuos que se quedaban atrapados en los manglares. Además, el municipio estaba bastante afectado por las fumigaciones indiscriminadas”.
La nariñense no se quedó de brazos cruzados. Reunió a más de 800 mujeres de El Charco y le dio vida a la Asociación de Mujeres Afrodescendientes por la Vida (ASOMAV), un grupo femenino que empezó a limpiar y cuidar los manglares.
Estas mujeres se metieron de cabeza a limpiar los manglares, algunos de los cuales lucían secos y llenos de trapos viejos enredados en sus plantas. “Hicimos muchas jornadas de limpieza por este ecosistema, además del río y el mar”.
Según Yalile, este trabajo femenino arrojó frutos sorprendentes en el territorio. “Los manglares reverdecieron y volvieron a aparecer los peces, cangrejos y pianguas. Cuando bajaba la marea, esas zonas se llenaban con pargos rojos”.
La nariñense nutrió su mente para curtirse como defensora del bosque, el río y el mar. Consultó varios libros donde aprendió que los manglares contribuyen con la formación del suelo, retienen sedimentos y acumulan materia orgánica.
“También evitan la erosión y disminuyen los riesgos de desastres naturales para la población, ya que actúan como barreras frente a los oleajes y huracanes. Sumado a esto, son ecosistemas estratégicos para enfrentar el cambio climático: almacenan cinco veces más carbono que los bosques tropicales terrestres”.
ASOMAV no solo se decidió a proteger el manglar. Las más de 800 mujeres comenzaron a rescatar las semillas y plantas medicinales que utilizaban las parteras a través de la conformación de huertas comunitarias.
“El glifosato de las fumigaciones tenía en serios aprietos a las semillas de nuestras parteras, tesoros con los que hacemos bebidas ancestrales como el arrechón, tumbacatre, parapalo, toma seco, guarapillo y el aprieta”.
Las mujeres le dieron vida a 15 huertas comunitarias de gran tamaño en El Charco, donde sembraron plantas medicinales y alimenticias, como frijol y maíz, en sitios que no padecían por la fumigación.
“Recuerdo que incluso sembramos plantas que ayudan a combatir el veneno de las serpientes en zonas como las raíces de los árboles grandes. Nos llenó de felicidad consolidar esas huertas poderosas donde no aplicamos ningún tipo de químico o veneno”.
Yalile mezclaba su defensa ambiental con las clases de etnoeducación que daba en un colegio del corregimiento de San José, ubicado a seis horas del casco urbano de El Charco; allí, también le hablaba del manglar a los niños de preescolar, primaria y bachillerato.
“El trabajo con ASOMPAV lo empecé a los 24 años, cuando creé el grupo y era la representante legal. Pero todos los frutos que cosechamos fueron gracias a las manos de las más de 800 mujeres del territorio”.
Época fatal
Por defender el manglar, salvar las semillas ancestrales del territorio y trabajar por la comunidad, Yalile se convirtió en una de las líderes sociales y ambientales más conocidas y visibles de El Charco.
“La única forma que tenemos de sobrevivir en esos territorios donde no hay presencia del Estado es trabajar en colectivo. Las mujeres somos muy dadas a esas iniciativas comunitarias que buscan un mejor futuro para nuestros niños y jóvenes.
La visibilidad de la nariñense le jugó en contra y comenzó a recibir amenazas por parte de los grupos armados ilegales. “En esa época el conflicto armado se tornó crítico y los más vulnerables éramos los líderes sociales”.
En el año 2007, Yalile tuvo que abandonar el territorio del Pacífico que tanto luchó por defender. “En El Charco se presentó uno de los desplazamientos masivos más grandes del país, cuando más de 8.000 personas tuvimos que salir por la violencia; el río quedó desocupado”.
La mayoría de personas se refugiaron en lo espeso de la manigua mientras el Estado llegaba a ayudarlos. Yalile, por su trabajo social y ambiental, no lo pudo hacer. “La orden que me dieron fue que me fuera definitivamente”.
Primero estuvo en un corregimiento del municipio con su mamá y varios de sus hermanos y familiares. Luego se fue para Buenaventura, donde el conflicto armado era igual o peor; por eso cogió rumbo hacia Cali, la capital del Valle del Cauca.
“En Cali llegué a un barrio donde había mucha gente desplazada pasando necesidades. Mi espíritu de líder me dijo que hiciera algo por la comunidad y empecé a trabajar por ellos, algo que me hizo visible de nuevo y llegaron las amenazas”.
Entre los recuerdos más dolorosos de esa época de violencia está la de Porfilio Quiñónez, su padre, quien no quiso abandonar El Charco. “Mi papá se quedó en el municipio sin su familia, algo que le partió el corazón y al poco tiempo falleció”.
La nariñense ignora cuál fue el grupo que la obligó a dejar El Charco, su paraíso biodiverso. “En un conflicto armado es muy difícil identificar a los actores. En el municipio estaban todos y cada uno quería quedarse con su parte del territorio”.
Ponerle freno a la defensa del manglar y el rescate de las semillas ancestrales aún le arruga el alma. “Fue un trabajo maravilloso liderado por mujeres hermosas que fue silenciado por el conflicto armado”.
Una nueva vida en la capital
Las amenazas en Cali, donde estuvo aproximadamente dos años, la llevaron a desplazarse de nuevo. Esta vez se fue a buscar suerte en Bogotá, la capital del país donde no tenía a un solo familiar, amigo o conocido.
“Mi mamá y demás familiares se quedaron en Cali. Yo no pude por el trabajo social que hice allá y me tocó llegar sola a la gran ciudad. Me radiqué en una zona del centro de Bogotá, donde pagaba a diario un cuarto para dormir en las noches”.
Para sobrevivir, Yalile trabajaba en lo que salía, menos en cosas indebidas. “Como tengo buena mano para la cocina, en especial para hacer los platos típicos del Pacífico, encontré trabajo en los restaurantes de la zona”.
Su alma de líder no se quedó en el pasado. Empezó a trabajar en varias mesas de víctimas del conflicto armado para ayudar a los desplazados que llegaban a las montañas de la localidad de San Cristóbal.
“Cuando uno ha vivido la guerra en carne viva, lo único que quiere es ayudar a la comunidad que se ha visto afectada por ese flagelo. Por eso me metí de lleno a trabajar en varios proyectos de la Unidad de Víctimas y así poder darles voz a los desplazados”.
Con su nuevo trabajo como líder en Bogotá, Yalile pudo arrendar una pequeña casa en un barrio de San Cristóbal. “Hicimos cosas muy buenas por los desplazados que seguían llegando a la montaña, procesos donde la lástima jamás estuvo presente”.
En esas actividades sociales conoció a una persona que lideraba actividades con jóvenes en varios barrios de una de las tres montañas de Ciudad Bolívar, localidad que nunca había pisado y solo veía por las noticias.
“Eran jóvenes desplazados en una situación de alto riesgo. Fui a la montaña y empecé a trabajar en un proceso de reconciliación con ellos durante varios meses en barrios como Los Alpes y El Recuerdo”.
Varias personas que presenciaron su trabajo social en Ciudad Bolívar le dijeron que se radicara del todo en la zona montañosa para continuar con otros proyectos. “Ya estaba cansada de viajar en bus desde San Cristóbal hasta Ciudad Bolívar, así que me dejé convencer”.
A huertear en la nevera
Yalile encontró un lote en lo más alto de la montaña, una zona donde el cemento no manda la parada y aún sobrevive la magia del campo. “Lo primero que pensé fue que iba a poder sembrar y tener mis huertas; relacioné el paisaje con mi territorio en Nariño”.
Con la ayuda de varios conocidos y un santandereano del que se enamoró, la líder social y ambiental comenzó a construir su casa en el barrio Santa Marta, un lugar montañoso y frío donde se respira un aire puro.
“Para llegar al barrio toca coger un jeep viejo que lo sube a la montaña. Mi casa está aislada del ruido y la polución de la ciudad porque está pegada a la cordillera de Sumapaz, el páramo más grande del mundo”.
Luego de consolidar su hogar, una casa sencilla de un piso donde la acompañan su esposo y varios perros y gatos, Yalile le dio vida a un amplio jardín conformado por más de 100 plantas que sembró en baldes y canecas plásticas.
“Este lugar, llamado Tonga, es una huerta de plantas ornamentales que me recuerda los colores de la naturaleza de El Charco. Fue el primero de muchos trabajos ambientales y agrícolas en la localidad de Ciudad Bolívar”.
Mientras su corazón se llenaba de alegría por volver a sembrar, la nariñense evidenció que el nuevo territorio estaba lleno de víctimas por el conflicto, familias vulnerables que pasaban hambre y muchas necesidades.
“Encontramos un terreno cerca de una cantera y con 150 familias del territorio montamos una huerta comunitaria enorme, donde sembramos papa, arracacha, lechugas, acelgas, repollos y otros alimentos libres de químicos. Pero como era un espacio público, nos tocó abandonarlo”.
Ante esto, Yalile le dio vida a una red de agricultores urbanos en los barrios de la montaña de Ciudad Bolívar, un tejido social que conformó 250 huertas caseras en la zona. “Tenemos desde huertas pequeñas en materas o baldes hasta grandes terrenos comunitarios en suelo blando”.
Con 10 mujeres del territorio, la nariñense ayudó a montar una huerta comunitaria a pocos metros de su casa, donde siembran muchas plantas medicinales y aromáticas, frutales y hortalizas.
“La caléndula es una de las protagonistas de esta huerta comunitaria, una planta con muchas propiedades medicinales con la que elaboramos unos aceites benditos para los quebrantos de la salud”.
Mujer que reverdece
Hace más de un año, varios profesionales del Jardín Botánico de Bogotá (JBB) la contactaron para conocer su trabajo agroecológico y ancestral en las huertas caseras y comunitarias que ayudó a crear en Ciudad Bolívar.
“Quedaron maravillados con el proceso y nos dieron tierra, abonos y algunas plántulas. En esas visitas, uno de los profesionales me contó sobre el programa de ‘Mujeres que reverdecen’, ciudadanas que iban a ayudar a fortalecer huertas, jardines y el arbolado en la ciudad”.
A los pocos días la llamaron del JBB para que participara en este programa de la Alcaldía de Bogotá. “Les dije que sí, pero les propuse que visitaran la montaña para que se pudieran vincular otras mujeres del sector; 18 ciudadanas aceptaron la propuesta”.
En octubre de 2021, Yalile se convirtió en una de las más de 1.000 ‘Mujeres que reverdecen’ a cargo del Jardín Botánico. Ingresó al grupo de 34 ciudadanas de los barrios Paraíso-Mirador, Bella Flor y Los Alpes en Ciudad Bolívar.
Yalile estaba muy entusiasmada porque iba a incrementar sus conocimientos sobre las plantas. “Además, yo iba a aportar la sabiduría ancestral que tengo desde que nací en El Charco, como el cuidado de las semillas y la preparación de las bebidas tradicionales”.
Jennifer Torres, ingeniera ambiental del JBB, fue la encargada de liderar a las 34 mujeres de Ciudad Bolívar. “Fue un grupo muy complejo y tremendo, creo que el más duro del programa. Pero Dios me puso acá para ayudar a la profe y mostrar mi ancestralidad”.
Durante los seis meses de la primera fase de ‘Mujeres que reverdecen’, este grupo ayudó a fortalecer varias huertas de la localidad. Uno de los mayores logros fue un terruño comunitario en Bella Flor, el cual estaba repleto de malezas y escombros.
“Aunque yo tenía muchos conocimientos huerteros, en el programa aprendí mucho sobre la parte técnica, como ordenar mejor las eras de los cultivos y hacer mezclas naturales que ayudan a controlar las plagas”.
Esta mujer del Pacífico también fue maestra durante el programa. Sus compañeras aprendieron a conservar semillas y sembrar de una manera ancestral las plantas medicinales, además de probar varias de las bebidas tradicionales.
“Les enseñé varias tradiciones de mi cultura como sembrar y cosechar a través de los ciclos de la luna y del sol. Todas probaron varias de las bebidas emblemáticas de mi terruño y por eso me llamaban arrechón”.
En un encuentro realizado en la vereda Quiba, Yalile hizo una turbanterapia, actividad que consiste en resaltar el empoderamiento de las mujeres a través del turbante, una pieza de vestir colorida.
“Aprendieron cómo son los turbantes de las niñas, señoritas, mayoras, sabedoras, comadronas y parteras. También les hice el arropamiento, una estrategia psicoespiritual donde un tejar se encarga de proteger, sanar y blindar a los participantes de todos los riesgos y peligros”.
Sigue reverdeciendo
En mayo de 2022, Yalile y las demás ‘Mujeres que reverdecen’ recibieron su diploma por participar en este programa ambiental y social que fortaleció las coberturas vegetales de la ciudad y ayudó a ciudadanas con algún grado de vulnerabilidad.
“Como sigo liderando varios proyectos sociales con las víctimas del conflicto armado y de agricultura urbana en Ciudad Bolívar, no pude participar en la segunda fase con el Jardín Botánico”.
Sin embargo, la nariñense ingresó a uno de los grupos de la Secretaría de Ambiente, donde los horarios se acoplaban más a su acelerado ritmo de trabajo social y ambiental. “Sigo reverdeciendo la ciudad y así lo haré hasta que pueda”.
La huerta de plantas ornamentales de su casa, donde también tiene varias gallinas que le dan huevos orgánicos para el desayuno, tiene un significado muy especial que la conecta con el bosque de manglar de El Charco.
“En mi territorio, cada vez que una hija salía a hacer su vida, las ancestras sembraban una planta y la bautizaban con sus nombres para poder hacerles seguimiento. Yo repliqué esa tradición en mi huerta de ornamentales”.
Las más de 100 plantas que tiene en este lugar llevan el nombre de sus comadres, compañeras del grupo que defendían el manglar o funcionarias del Distrito que la han ayudado con su labor comunitaria.
“Cuando una planta fallece significa que alguna de ellas partió de este mundo. Por eso, todos los días las observó detalladamente para saber cómo están mis compañeras; este es un saber espiritual muy lindo”.
Yalile también creó su propio emprendimiento ambiental con extractos de varias plantas medicinales que ayudan a combatir la artritis y artrosis. “Es un vaho que utilizan las parteras del Pacífico que llamé el Zumbo de azotea. Algunas las sacó de mis huertas y otras me las mandan de Buenaventura”.
También prepara y comercializa varias de las bebidas tradicionales de su territorio, como el arrechón y el tumbacatre. “Son bebidas elaboradas con plantas que sanan y limpian los intestinos. Nunca revelamos los ingredientes porque hacen parte de un misterio entre el sabedor, el ancestro y las plantas”.
Su casa es una guardería de semillas de las huertas de Ciudad Bolívar y del Pacífico. “Tengo mi propio banco de semillas de todo lo que he conservado en mis años de huertera, como amapola, frijol, maíz y marihuana”.
Además de reverdecer Bogotá, Yalile sigue trabajando por visibilizar a las víctimas del conflicto armado que llegan a la ciudad. “Hace poco logramos que les dieran apoyo económico a 915 familias, quienes compraron máquinas para coser y pusieron tiendas”.
El Charco, el cielo verde donde se enamoró del manglar, ahora solo vive en sus recuerdos. “La situación de la violencia en mi territorio no ha mejorado y creo que nunca voy a regresar. Me duele no seguir luchando por el manglar, pero ahora mis raíces están en Bogotá”.
Que alegría ser conocedora de la existencia de Yamile, de su sabiduría. de su liderazgo y su resiliencia.
Sería un honor compartir con ella y que sus conocimientos se cosecharan en la costa caribe a través de una Fundación con la que estoy vinculada y que se trasladó para allá hace poco y que tiene el objetivo de conservar el ecosistema y enseñar a hacerlo.