• La Junta de Acción Comunal del Almirante Padilla, un barrio ubicado en la localidad de Usme, lleva dos décadas trabajando la agricultura urbana.
  • En la huerta La Esperanza, más de 50 adultos mayores se conectan de nuevo con su pasado campesino y vuelven a hacer lo que más les gusta: sembrar.
  • Este terreno agroecológico del sur de la ciudad fue crucial durante la pandemia. Los abuelos dejaron atrás la depresión del confinamiento en medio de los cultivos y la tierra. 

Hace 20 años, la Junta de Acción Comunal del barrio Almirante Padilla decidió subirse al bus de la agricultura urbana. La meta era convertir el patio del salón comunal, una edificación donde la comunidad participa en diversas actividades, en una huerta próspera y agroecológica. 

Agustín Peña, en ese entonces presidente de la junta, se comunicó con el Jardín Botánico de Bogotá (JBB) para transformar el terreno, un rectángulo lleno de cemento, en una despensa agrícola a pequeña escala.

Con palas, azadones y bultos de tierra abonada suministrados por la entidad, la zona perdió su color gris y quedó lista para sembrar plántulas y semillas. El resultado fue una huerta comunitaria con miles de hortalizas, plantas medicinales y frutales.

Sin embargo, el proyecto huertero no prosperó. Según Marcela Vargas Sanabria, habitante y líder social del barrio, Agustín y su esposa prefirieron criar gallinas en el patio y le arrendaron una parte a un colegio vecino y otra a una cooperativa.

“La huerta desapareció totalmente. En 2014, cuando me metí de lleno en la junta del Almirante Padilla y fui escogida como secretaria, me propuse la meta de revivirla con varios amigos del barrio que tenemos un gran amor por la naturaleza”.

El Jardín Botánico les dio insumos para el rescate de la huerta. Luego de retirar una gran cantidad de escombros y cubrir el terreno con tierra negra, Marcela empezó a sembrar con varios niños y jóvenes que tenían alguna discapacidad o necesidad especial. 

“Uno de los niños me dijo que le gustaba mucho sembrar y por eso decidí llevarlos al terreno. Con la asesoría del JBB, le dimos una nueva forma a la huerta con más camas o eras y sembramos más especies”.

Los adultos mayores son los grandes protagonistas en el salón de la junta del Almirante Padilla. A diario, abuelos y abuelas reciben talleres de danza, tejido, música, lencería, literatura y hasta robótica.

“Casi todos nacieron en el campo y tienen muchos conocimientos sobre los cultivos. Por eso, empezamos a trabajar con ellos en la huerta, un terreno donde cumplieron su mayor sueño: volver a sembrar”, aseguró Marcela, actual presidenta de la junta.

Cerca de 50 adultos mayores, la mayoría mujeres, visitaban la huerta cada 15 días para hacer actividades como la siembra, cosecha, riego y deshierbe. “Nos convertimos en una hermosa familia”.

Llega la pandemia

El marzo de 2020, cuando el covid-19 llegó a Colombia, la huerta del Almirante Padilla se quedó sin sus guardianes. Debido a las restricciones para evitar los contagios, nadie podía ingresar al salón comunal de la junta.

Según Marcela, el confinamiento decretato durante la cuarentena de la pandemia les causó una gran depresión a los adultos mayores huerteros. No poder reunirse para sembrar, cosechar y hablar, les arrugó el corazón.

“Una de las abuelas intentó suicidarse. La familia me llamó y empecé a moverme con conocidos para que nos permitieran abrir el salón de la junta. Una amiga que tengo en la Policía nos ayudó a sacar un permiso especial y la Subred Sur pudo venir a hacer terapias”.

Luego de varios meses, los adultos mayores regresaron a la huerta cumpliendo todas las medidas para no contagiarse. Se encontraron con un terreno selvático lleno de hierbas y caracoles y con la tierra árida por la falta de riego.

Para volver a revivir la huerta, Marcela y los abuelos necesitaban de la ayuda y asesoría del Jardín Botánico. Faber Torres y Mónica Moreno, técnicos del equipo de agricultura urbana, los visitaron en septiembre.

“Nos trajeron bultos de tierra abonada, plántulas, semillas, palas, azadones y una manguera para hacer el riego. Queríamos hacer el curso básico de agricultura urbana con los adultos mayores, pero la contingencia no dejaba hacer reuniones con un grupo de 50 personas”.

Faber y Marcela dividieron a los adultos mayores en dos grupos. Luego de las clases, que duraron cerca de un mes, empezaron a sembrar alimentos como lechuga, acelga, ají, kale, espinaca, tomate, arveja, uchuva, caléndula, ortiga y romero.

La huerta cambió de nombre. Ya no se llamaría Almirante Padilla sino La Esperanza, una palabra escogida por los adultos mayores por todo lo que significó el terreno durante los meses críticos de la pandemia.

“El Jardín Botánico nos trajo la esperanza de volver a tener nuestra propia comida saludable. Por eso la llamamos La Esperanza y pintamos esa hermosa palabra en un mural que adorna una de las paredes de nuestra huerta”.

Huerta madre

La huerta La Esperanza renació con las manos de los adultos mayores y la asesoría del JBB. Cuando volvió a reverdecer, este terreno agroecológico traspasó las fronteras del salón comunal de la junta.

Los abuelos huerteros empezaron a llevar esquejes y semillas a sus casas para montar sus propias microhuertas. Faber Torres les enseñó a sembrar en recipientes pequeños, como materas, tarros, botellas y canecas.

“Este proceso es muy bonito porque las microhuertas son hijas de La Esperanza. Nuestros abuelos ahora tienen más alimentos saludables en sus casas y se llevan las hortalizas que cosechamos en la huerta madre”, apuntó Marcela.

Para la presidenta de la Junta de Acción Comunal del Almirante Padilla, la huerta se convirtió en un espacio de sanación y conexión con el pasado campesino. También consolidó una nueva familia que se apoya en los momentos difíciles.

“Nosotros éramos la única familia de don Luis. Estuvimos a su lado cuando estuvo en cuidados intensivos y le llevamos todo lo que necesitaba. Un primo se encargó de las exequias y no nos invitó, algo que nos partió el corazón”.

Marcela recuerda que el familiar de Luis no quiso hacerse cargo de las cosas que dejó en su casa. “Nosotros fuimos y recogimos fotografías y cosas personales. Las quemamos en una tacita e hicimos un acto simbólico en la huerta; esparcimos las cenizas en Cantarrana, uno de sus lugares favoritos”.

Faber Torres, técnico del JBB, también se convirtió en parte de esta familia huertera. “Él está muy pendiente de nosotros y nos ayuda cada vez que tenemos un problema en la huerta. Hicimos una bonita amistad y lo invitamos a nuestros almuerzos y asados”.

La Esperanza, una huerta de transformación y sanación, seguirá tejiendo lazos con los adultos mayores. “Somos una familia del alma que solo brinda amor. Además de sembrar y cosechar, nos ayudamos y estamos pendientes de todos”, concluyó Marcela.

Testimonios

María Candelaria Barreto

“La huerta me permitió volver a mi niñez en Boyacá, a esos campos fértiles donde cultivé muchos alimentos. Regreso a mis raíces campesinas, hago muchos amigos y ahora hasta papa siembro en mi casa. Yo estoy desde los inicios de La Esperanza, es decir hace más de 20 años, y por eso la considero como parte de mi familia”.

Clara Inés Casteblanco

“Aunque nací en Boyacá, no tuve la oportunidad de sembrar porque me trajeron a Bogotá de meses. Cuando conocí esta huerta, hace como cuatro años, una voz me dijo que era la oportunidad para aprender; tengo sangre campesina y acá le rindo un homenaje a mis raíces y familia boyacense”.

Joaquín Alvarado

“Llevó más de 10 años trabajando en el salón de la junta del Almirante Padilla. Cuando llegué me puse muy contento al ver la huerta, un terreno que me transportó a mi niñez en Albania (Santander). Llevaba décadas sin poder sembrar y por eso me siento muy orgulloso del trabajo en La Esperanza, un sitio donde me encargo del mantenimiento”.

Susana Castañeda

“Conocí esta huerta hace dos años y medio e inmediatamente me enamoré de sus lechugas y plantas aromáticas. Yo venía a la junta a tejer, pero terminé metida de lleno en la siembra porque me siento relajada y contenta; acá todo es fresco y sin químicos y proviene de manos amigas que son mi segunda familia”.

Alicia Rubiano

“La huerta es muy especial para mí porque me trae recuerdos de mi pasado en Boyacá, cuando me la pasaba sembrando y dándoles mucho amor a las plantas. Acá vuelvo a ser niña, saco alimentos muy saludables para llevar a casa y además tengo unas amistades hermosas”.

María Corredor

“Cuando era niña, sembré mucha papa, maíz, arveja, haba y frijol en los campos fértiles de Boyacá. Por eso, cuando conocí la huerta La Esperanza hice un viaje a estos tiempos bonitos del pasado y enseguida empecé a hablarles a las plantas con muchas palabras de amor”.

Elizabeth Silva

“Llevo el campo en todo mi cuerpo, alma y corazón. Nací en El Cocuy, un municipio hermoso de Boyacá donde aprendí a sembrar desde muy niña, y por eso decidí ayudar en la huerta La Esperanza: acá tengo muchas paisanas y me siento feliz cuando cojo la tierra y meto cada semilla”.

Hipólito Linares

“Me salieron los dientes sembrando caña de azúcar, yuca, arracacha, plátano y café en Villeta, pueblo donde nací. En Bogotá no había tenido la oportunidad de sembrar, un sueño cumplí en La Esperanza, una huerta donde recuerdo esos tiempos pasados donde fui muy feliz”.

María Helena Salazar

“Nací en Usme, cerca a Cantarrana, en una época donde todo era rural y lleno de haba, trigo, arveja y papa sin químicos. He participado en varios talleres del Jardín Botánico y por eso conozco mucho sobre plantas. En mi casa siembro de todo y comparto mi sabiduría con las amigas de la huerta La Esperanza.

Jhon Barros
Author: Jhon Barros

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Jardín Botánico de Bogotá