En el barrio Lucero Bajo de Ciudad Bolívar, Brayan Rojas le dio vida a una huerta en un terreno que estaba afectado por los residuos sólidos. Hoy siembra y comercializa hortalizas de ciclo corto de una manera agroecológica y también asesora a varias personas para que construyan sus huertas en terrazas, patios y antejardines.
Su primer amor fue la cocina, un romance que nació cuando era niño. Desde que tiene uso de razón recuerda que observaba detalladamente a su mamá, papá y abuela preparar los almuerzos con los productos andinos que cubren la sabana cundiboyacense, como la papa, la arveja, la cebolla y el maíz.
Soñaba con convertirse en chef para replicar los platos que hacía su progenitor, un policía de temperamento fuerte y apasionado por la culinaria. También quería plasmar en esas preparaciones culinarias el cariño por la tierra que le inculcaron sus abuelos y una de sus tías en los cafetales que tenían en el campo, donde aprendió a cultivar.
“Cuando terminé el bachillerato le dije a mi papá que quería estudiar algo relacionado con la cocina”, dice Brayan Steven Rojas Garzón, hoy con 22 años. Luego de estudiar un técnico profesional en gastronomía trabajó en varios restaurantes de la capital, donde fortaleció sus conocimientos culinarios y empezó a experimentar con diversos productos, en especial con las hortalizas agroecológicas.
Hace dos años, antes de que el coronavirus llegara a todos los rincones del planeta, Brayan decidió alzar vuelo para conocer nuevos platos y culturas en Ecuador y Perú. “Renuncié a mi trabajo y me fui por tierra a esos países vecinos. Cuando llegué a Ipiales (Nariño) me sentí en casa por los tubérculos de los platos, como la papa y la yuca”.
Su primera parada en Ecuador fue Tulcán, pero decidió seguir derecho hacia Quito. “Allí la gente me dijo que no me quedara en la Sierra, porque iba a encontrar platos muy parecidos a los de Bogotá. Entonces me fui para una zona costera, en la península de Santa Elena”.
Los productos del mar, como camarones y calamares, deleitaron su paladar y no afectaron su presupuesto, ya que según Brayan encontró productos de hasta una libra por un dólar con 50. “Lo que más me gustó es que todos los platos de mar estaban mezclados con productos andinos. Me enseñaron a preparar el encebollado, que parece un sancocho con plátano y un pescado que sabe a atún”.
En las tierras ecuatorianas replicó varios platos. Uno de los que más recuerda es el bolón de plátano maduro, que tiene pescado en su interior. “Luego me fui para Montañita, donde me encontré a un amigo y juntos decidimos irnos para Perú. En Máncora probé unas lentejas con un sabor muy poderoso que no identifiqué: para mi sorpresa era tiburón”.
En su viaje, Brayan evidenció que la comida colombiana y peruana son muy similares. “Ambos países compartimos el gusto por las lentejas, frijoles y garbanzo, pero en Perú los mezclan con la comida de mar. Ahí comprendí que todos los pueblos indígenas de Sudamérica también están conectados por la comida”.
Conectado con la tierra
Por su mente pasó la idea de quedarse del todo en tierras peruanas o ecuatorianas para trabajar como chef. Sin embargo, las palabras de muchas personas que conoció en estos países lo llenaron de orgullo patrio y le inyectaron las ganas de regresar.
“No hubo una sola persona que me hablara mal de Colombia. Todo lo contrario, no escatimaban en cumplidos y elogios por nuestra cultura. Recapacité y decidí regresar para hacer algo por mi país y no seguir los pasos de los compañeros de estudio que se fueron al extranjero para ganar más dinero, pero sacrificando a sus familias”.
Luego de varios meses en tierras foráneas, Brayan retornó a la casa familiar, ubicada en el barrio Kennedy Central. Al poco tiempo consiguió trabajo en una hamburguesería, un negocio donde vendían ensaladas gourmet que se vio bastante afectado por las restricciones de la pandemia.
“Empezamos a notar que había escasez de insumos gourmet en la capital. Debido a las marchas y bloqueos durante la pandemia, las cadenas de abastecimiento se rompieron y era casi imposible conseguir una lechuga de buena calidad. Ni en Corabastos encontramos los productos”.
Brayan vio en esa crisis de abastecimientos la oportunidad ideal para crear su propio emprendimiento. Le propuso a su papá que si lo dejaba montar una huerta urbana en un lote que tenía en el barrio Lucero Bajo, en la localidad de Ciudad Bolívar, el cual estaba abandonado desde hace décadas.
“Me uní con dos personas: Alejandro, un amigo que sabe mucho de botánica, plagas y abonos fertilizantes; y Roger, un primo que trabaja en lo digital y quería financiar el proyecto. El primer paso era empezar a limpiar el lote, que estaba lleno de escombros y basuras”.
‘Huerta urbana Muequetá’ fue el nombre escogido por los tres jóvenes para su emprendimiento. La última palabra es un vocablo muisca que significa el primer lugar de labranza o para sembrar. “Elegimos ese nombre porque íbamos a labrar la tierra como lo hacían los muiscas. En el pasado, antes de llamarse Bacatá, lo que hoy es Bogotá era conocido como Muequetá, un epicentro para la siembra”.
Como no conocían mucho sobre las técnicas más adecuadas para recuperar los suelos del lote, bastante afectado por basuras, vidrios y escombros, los jóvenes empezaron a sembrar en bolsas que colgaron en las paredes del predio, el cual fue cubierto con un plástico de invernadero.
A punta de un azadón, pico y pala, los jóvenes retiraron los residuos sólidos que estaban enterrados en la tierra. “Así empezamos a sembrar de forma orgánica y sin químicos varias hortalizas de ciclo corto, como tomate cherry, acelga roja, mizuna y ocho variedades de lechuga”.
Al poco tiempo, un amigo le contó a Brayan que el Jardín Botánico de Bogotá (JBB) llevaba mucho tiempo capacitando a la comunidad sobre agricultura urbana, un proyecto que no conocía. Decidió asistir a una capacitación en la localidad de Rafael Uribe Uribe, donde les contó a varios de los ingenieros sobre su huerta.
“Uno de ellos me propuso cultivar orellana, un hongo que, por ser una proteína, puede reemplazar la carne. El JBB también me dio 14 bultos de abono y herramientas, como azadones y palas”.
Con la asesoría técnica del JBB, los jóvenes adecuaron las zonas de la huerta para ampliar los cultivos. Por ejemplo, destinaron un pedazo para sembrar cien lechugas y otro para el tomate cherry y la orellana.
Ventana para comercializar
Brayan y sus socios empezaron a vender sus productos de una forma novedosa. Metieron las ocho variedades de lechuga que brotan en su huerta en canastos, unas anchetas que difundieron a través de las redes sociales del emprendimiento (@huertasurbanasmuequeta en Instagram y Huerta Urbana Muequetá en Facebook).
“También le hicimos publicidad a la orellana, ya que es un producto que nos permite luchar contra la pérdida de los bosques. Recordemos que la ganadería está catalogada como uno de los principales motores de la deforestación”.
Luego de que los expertos del Jardín Botánico conocieran la huerta y los productos de estos tres jóvenes, decidieron apoyarlos para que mostraran la iniciativa. El primer evento en el que participaron fue en un showroom realizado en el hotel Sonesta de Bogotá.
“Como mi fuerte es la cocina, lo que hice fue preparar ensaladas y sándwiches con nuestras hortalizas orgánicas, todos emplatados bien bonito. La gente que fue al evento me motivó mucho para seguir con este emprendimiento”.
Con el apoyo del JBB, Brayan vendió sus canastas con lechugas en una feria realizada en la Secretaría de Salud. “Allá la rompimos. Estas anchetas agroecológicas, que nacieron en diciembre, llaman mucho la atención por la diversidad de lechugas y lo bonito de la presentación”.
Según el joven chef, el objetivo de este emprendimiento, que también ha hecho parte de los mercados campesinos agroecológicos del JBB, es primero llegarle a la gente de los apartamentos y barrios residenciales que no tiene mucho tiempo para ir a mercar y quiere alimentarse sano.
“Por ahora no estamos muy interesados en venderle los productos a los restaurantes u hoteles. Nuestro nicho es la gente y por eso, al que nos quiera comprar, le llevamos las anchetas agroecológicas o las orellanas a domicilio”.
Nuevo huertero
En un mercado campesino realizado por la Secretaría de Desarrollo en la Plaza de los Artesanos, una señora que quedó maravillada con las anchetas y las lechugas le propuso un nuevo negocio a Brayan.
“Me dijo que tenía una huerta abandonada en su casa, en pleno centro de Bogotá, y que quería recuperarla. Fui, la miré y analicé el espacio, que era pequeño. Le hice una propuesta técnica y económica para transformar el sitio”.
La huerta estaba llena de maleza. Luego de retirarla, Brayan instaló unas estibas para poner los cultivos. “La señora quedó con aproximadamente 70 lechugas de cuatro variedades, las cuales quiere vender a futuro en los hoteles de la zona y en alianza con nosotros”.
Esta nueva experiencia amplió el emprendimiento. Además de vender las anchetas con lechugas y orellanas, los tres jóvenes ahora buscan crear alianzas con los ciudadanos para crear huertas con manejo agroecológico y comercializar los productos.
“También queremos trabajar con los colegios, madres cabezas de hogar y hacer trueques de hortalizas o creación de huertas por reciclaje. La agricultura urbana nos permite recuperar ese vínculo con la tierra que tenían nuestros antepasados, tener seguridad alimentaria, comer sano y conservar los recursos naturales”.
En la casa familiar en Kennedy, donde vive con sus padres, dos hermanas y abuela, Brayan hizo una pequeña huerta donde cultiva plantas aromáticas y lechugas. “El apoyo de mi familia ha sido impresionante. Por ejemplo, a mi tía, que me enseñó a cultivar, se le aguan los ojos cuando me ve en la huerta trabajando con el azadón”.
Su misión en este mundo, dice Brayan, es reactivar esa conexión con la tierra en los ciudadanos y crear proyectos o iniciativas que le apunten a mitigar el calentamiento global.
“No podemos seguir depredando los recursos naturales. Debemos volver a nuestra raíz recuperando la tierra, algo que podemos hacer con la agricultura urbana. El cambio de comida por reciclaje es una iniciativa a la que le meteré todas las ganas”.
Por ahora no quiere volver a trabajar en restaurantes, ya que la huerta le da la felicidad que no tenía en esos establecimientos. “Aunque actualmente no esté ganando mucho dinero, soy muy feliz con mis matas. En la huerta adquirí una independencia y también cultivo mi espíritu. Ya no tengo que preparar 30 platos de comida con carne, como me tocaba en un hotel”.