• Piedad Barrios nació hace 56 años en Armero, municipio del Tolima donde se enamoró de los cultivos de algodón, arroz, maíz y sorgo. La enfermedad de una hermana evitó que su familia estuviera en el pueblo cuando quedó sepultado por la avalancha que produjo la erupción del nevado del Ruiz.
  • ‘Piero’, como le dicen sus amigos, es una de las ‘Mujeres que reverdecen’ que está vinculada voluntariamente al Jardín Botánico de Bogotá (JBB), donde ha fortalecido varias huertas urbanas de la localidad de Ciudad Bolívar.
  • Esta tolimense y una de sus compañeras del programa, crearon un emprendimiento de arepas de maíz y pasteles con quinua y amaranto, semillas ancestrales que obtienen de las huertas del sur de la ciudad.
Mujeres que reverdecen

Piedad Barrios es una de las ‘Mujeres que reverdecen’ que ha fortalecido las huertas del sur de Bogotá.

La familia Barrios Garzón era una de las más prósperas y conocidas de Armero, municipio del Tolima que entre los años 50 y 60 del siglo pasado fue conocido como la ciudad blanca de Colombia por las más de 14.000 hectáreas de algodón que cubrían sus zonas rurales.

Heriberto Barrios administraba una agencia de cerveza en el pueblo y se encargaba de liderar los camiones que llevaban la bebida con cebada a toda la región, mientras que Clara Inés Garzón era comerciante y vendía telas y porcelanas.

“Así nos sacaron adelante nuestros padres. Con mis ocho hermanos vivíamos cómodamente en una casa amplia con ventanales enormes en el casco urbano, y en los ratos libres recorríamos los cultivos de algodón, maíz y sorgo”, recuerda Piedad Barrios Garzón, una de las hijas de la pareja.

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Desde muy niña, Piedad Barrios conoció la amplia variedad de cultivos que cubrían Armero. Foto: Jhon Barros.

El algodón, aunque nunca lo sembró, era su cultivo favorito. “Los campos de Armero eran muy hermosos porque parecían copos de nieve. En el pueblo estaba la Federación de Algodoneros, por lo cual llegaban muchos camiones para llevar el algodón a todo el país y hasta al extranjero”.

‘Piero’, un apodo que nació cuando era muy pequeña, vivía tranquila y feliz en este municipio de tierra caliente. Estudiaba en un colegio de monjas, el de la Sagrada Familia, y le producía mucha curiosidad la producción agrícola del territorio.

“Además de los copos de algodón, había muchas trilladoras de arroz y café, un cultivo que se sembraba en las veredas de tierra fría de Líbano, ubicadas en zonas altas de la cordillera. Todas las pepas de café llegaban a Armero para ser trilladas y luego repartidas a otras zonas”.

Varios de los hijos de Heriberto y Clara estaban en grupos que ayudaban a la comunidad. Piedad pertenecía a la Cruz Roja juvenil, mientras que su hermano mayor era jefe de socorrismo y dos hermanas menores eran socorristas.

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Piedad Barrios estuvo en Armero hasta los 16 años de edad. Foto: Jhon Barros.

El 2 de diciembre de 1982, cuando Piedad tenía 16 años y había terminado octavo grado de bachillerato, la vida de la familia dio un giro radical: tuvieron que abandonar Armero debido a una grave enfermedad de una de las hijas.

“A una hermana mayor le salió un tumor cerebral, y como en Armero no podían atenderla, mis papás tomaron la decisión de irnos a vivir a Bogotá, donde mi abuela materna tenía una casa en el barrio Las Ferias, en la localidad de Engativá”.

La vida del campo llegó a su fin. Al poco tiempo, sus padres arrendaron una casa cerca de la morada de la abuela y Piedad continuó con sus estudios, primero en el colegio Magdalena Ortega de Nariño y luego en el plantel distrital República de Colombia, ambos en Engativá.

La casa de Armero fue arrendada mientras la hija mayor recibía los tratamientos médicos. “Mis padres siempre quisieron volver a la tierrita, pero la prioridad en esos momentos era la salud de mi hermana”.

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La enfermedad de una de sus hermanas evitó que la familia estuviera en Armero el día de la avalancha.

El 13 de noviembre de 1985, tres años después de la salida repentina de Armero, la tragedia nubló el horizonte de la familia. El nevado del Ruiz hizo erupción y generó una avalancha de lodo, piedras y troncos de árboles que bajó a toda marcha por el río Lagunilla.

“Al conocer la noticia, todos quedamos devastados por la pérdida de familiares, amistades y recuerdos. La única hermana que le quedaba a mi mamá murió por la avalancha, al igual que su esposo e hijo. Muchos primos, amigos y conocidos quedaron bajo el lodo y nuestra casa quedó borrada del mapa”.

Su hermano mayor, quien siguió en Armero como jefe de la Cruz Roja, se salvó de milagro. “Ese día, antes de la avalancha y debido a las alarmas de la erupción, mi hermano estaba en la oficina. Su esposa y bebé de seis meses no corrieron con esa suerte por permanecer en la casa del barrio 20 de Julio, una zona que desapareció totalmente”.

Uno de sus primos, que trabajaba en el Banco Cafetero, también tuvo suerte. “Esa noche, cuando escuchó los sonidos estruendosos de la avalancha, salió corriendo por las calles y llegó al cementerio, un sitio que quedó intacto”.

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Piedad perdió muchos familiares y amigos en la avalancha de Armero. Foto: Jhon Barros.

Piedad, con sus ojos llenos de lágrimas y la voz entrecortada por esas reminiscencias llenas de tristeza, reflexiona sobre las circunstancias de la vida que salvaron a gran parte de su familia y evitaron que estuvieran entre los más de 35.000 muertos que dejó la avalancha.

“Mi hermana mayor, que falleció por su enfermedad, se sacrificó por toda la familia. Si ella no se hubiera enfermado, lo más probable es que hoy no estaría contando el cuento. Uno piensa que esas cosas tristes son solo desgracias, pero hay que mirar las cosas con más objetividad porque Dios hizo todo para salvarnos”.

Regreso a la tierra

La familia vivió algún tiempo en el barrio Las Ferias. Sus padres habían presentado toda la documentación de la casa de Armero que habían perdido por la avalancha, y por suerte les dieron otra vivienda en el pueblo donde fueron reubicadas varias de las familias damnificadas.

“Antes de la tragedia, Guayabal era un corregimiento de Armero, pero al quedar borrado del mapa el primero fue elevado a municipio y lo llamaron Armero Guayabal. Allí, mis papás recibieron una casa y yo fui a acompañarlos”.

‘Piero’ se sentía desorientada en el nuevo pueblo, ya que no conocía a nadie y tenía muchas dudas sobre su futuro. Así estuvo alrededor de un año en la casa de sus padres, hasta que se encontró con una monja que había conocido en sus años de estudiante en Armero.

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El alma y corazón de Piedad están clavados en Armero, municipio que la vio nacer.

“La monja trabajaba en una comunidad religiosa de Armero Guayabal y me dijo que estaban necesitando catequistas. Decidí participar porque el tema religioso siempre me gustó e inmediatamente comencé con las capacitaciones los días sábados. Mis funciones eran darles clases a los niños que iban a hacer la primera comunión o confirmación”.

En la comunidad religiosa, la joven tolimense se sintió a gusto por el trabajo social y las misiones en las veredas del municipio. Poco a poco fue interesándose más por el tema católico y tomó la decisión de convertirse en monja.

“Pero cuando inicié ese proceso me desanimé mucho. Las religiosas dijeron que para ser monja tenía que olvidarme de mis papás y hermanos, algo que me pareció absurdo. Además, había muchas cohibiciones, peleas entre las religiosas y no me dejaban ni levantar la cabeza; eso no era para mí porque yo siempre me muestro como soy y no me gusta aparentar”.

Piedad regresó a Bogotá, a la casa de su abuelita en el barrio Las Ferias. Se inscribió en el Instituto Meyer para estudiar inglés y otro hermano le dio trabajo en un almacén de repuestos de carros.

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Así quedó el hospital de Armero luego de la avalancha. Foto: Jhon Barros.

“Pero mi hermano no me pagaba un solo peso porque supuestamente yo no tenía obligaciones. Pero tenía que pagar mis estudios de inglés y ayudar en la casa, así que dejé ese trabajo no remunerado y me salí del Meyer, donde debía mucha plata”.

Una prima que tenía una cigarrería le ofreció trabajo, pero la paga no era mucha para cubrir los gastos diarios. Una de sus hermanas, que acababa de tener una niña, le propuso que la ayudara con su hija y los cuidados de la dieta por la maternidad.

“Me fui encariñando con mi sobrina y al poco tiempo mi hermana volvió a quedar embarazada. La situación con ella y su esposo era muy aburrida porque no me dejaban ni salir al parque y se la pasaban llamando al teléfono fijo o enviando mensajes al beeper para conocer mi paradero”.

Así estuvo durante dos años, hasta que comenzó a reflexionar sobre el futuro. “Pensé que no había hecho nada en la vida y definitivamente no quería seguir así. Con todo el dolor del alma por dejar a mis sobrinas, cogí un nuevo rumbo”.

Su hermano mayor, quien después de la tragedia de Armero se fue para Santa Marta, le compró un tiquete de avión para que empezará una nueva vida en la llamada Perla de América. Su hermana y el esposo se disgustaron bastante, pero su decisión no tenía reversa.

“Estuve un mes en Santa Marta. Mi hermano quería que me quedara trabajando con él en una empresa, pero a su esposa no le gustó mucho la idea. Comenzó a mirarme mal y el ambiente se puso pesado; como no quería amargarle la vida a nadie, regresé a donde mis papás en Armero Guayabal”.

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Piedad tiene vívidos los recuerdos de los arrozales y otros cultivos de Armero. Foto: Jhon Barros.

Amor prestado

En el pueblo tolimense, Piedad se sentía como un judío errante: no conocía a nadie y destinaba todas las horas del día a cuidar a sus padres o hacer los oficios de la casa. Todo cambió cuando se topó con una señora que trabajaba en la Alcaldía. “Era amiga de mi mamá y me propuso que la ayudara a revisar unas encuestas y formularios del Sisbén en la biblioteca. A los pocos días recibí la noticia de que ya era parte de la nómina de la Alcaldía y comencé a trabajar formalmente”.

El primer día de trabajo, sus ojos estallaron de felicidad al ver a un muchacho que había conocido cuando era niña. “Héctor siempre me gustó y por suerte el sentimiento era mutuo. Nos reencontramos y se despertó ese monstruo de sentimientos amorosos”.

Pero Piedad no tenía mucho tiempo para compartir con su novio. Como su mamá se había ido para Bogotá a cuidar los hijos de su hermana (los mismos que ella cuidó), tenía que encargarse de su papá, unos sobrinos y las labores de la casa en Armero Guayabal.

“Me levantaba muy temprano para hacer el desayuno y llevar a mis sobrinos al colegio. Luego cogía una cicla para ir a la Alcaldía, donde estaba hasta el mediodía; volvía a la casa para hacer el almuerzo y regresaba a la oficina para trabajar hasta las cinco de tarde”.

Noveno mercado campesino

Las ‘Mujeres que reverdecen’ presentaron los emprendimientos ambientales que han creado con ayuda del JBB.

Las noches tampoco las tenía libre para su amor de infancia. Cuando llegaba a la casa le tocaba hacer la comida y luego se montaba en la cicla para ir a un colegio donde hacía un curso de oficinista que duraba hasta las 10 de la noche.

“Además de eso, la Alcaldía me estaba pagando la universidad. Entre semana me dejaban varios talleres y trabajos sobre finanzas, los cuales hacía entre las 10 y 12 de la noche con otras cinco compañeras en la casa de alguna. Los sábados tenía clases presenciales en Líbano”.

El amor era exclusivo en las horas de oficina o en las salidas del trabajo, donde se daban algunas muestras de cariño. “Allí me hice amiga de una compañera que a veces nos acompañaba en las pocas salidas que hacíamos. Un día me dijo que no pusiera mis ojos en Héctor porque estaba casado, una noticia que no le creí”.

Para poner fin a sus dudas, su amiga la llevó a la casa de su novio, donde vivía con su abuela y un hijo que tuvo en Armero. Cuando entró vio una fotografía en la sala que le partió el corazón en pedazos: Héctor aparecía con su esposa el día del matrimonio.

“Mi supuesta amiga dijo que ella era la hermana de la esposa de Héctor. Quedé destrozada y totalmente aburrida de la vida porque yo lo veía como el padre de mis futuros hijos, hasta que empecé a sentir unos síntomas extraños: náuseas y mareos por las mañanas”.

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La cúpula de la iglesia de Armero fue lo único que quedó intacto del templo religioso. Foto: Jhon Barros.

Piedad fue a hacerse chequeos médicos en una clínica de Mariquita, donde le confirmaron sus sospechas: estaba embarazada. La noticia fue corroborada cuando viajó a Bogotá al bautizo de una de sus sobrinas, donde una prima le sugirió que se realizara mejor pruebas de sangre y orina.

“Me dio mucha felicidad porque iba a ser madre, un sueño que tuve desde niña. Ya tenía 29 años y era la oportunidad perfecta para salir de la casa familiar, donde mi papá no me dejaba ni salir a la tienda sin su permiso”.

Madre soltera

‘Piero’ no iba a permitir que su ex novio saliera invicto. Le contó que estaba embarazada, pero su amor de infancia la sentenció con una frase macabra: “me dijo que nos fuéramos a Ibagué para deshacernos del problema. Me puse como una fiera y le contesté que primero se moría él antes que mi bebé”.

Desde ese momento supo que sería madre soltera. Cuando tenía cuatro meses de embarazo, época en la que continuaba con su trabajo en la Alcaldía y estudios universitarios, Piedad empezó a sentir un dolor debajo del ombligo y todo su cuerpo se infló como un globo.

“Me asusté mucho porque una conocida había muerto de preeclampsia. Como en el pueblo no había médicos especialistas, ya que todos eran practicantes, me fui para Bogotá a la casa de mi prima Patricia, una mujer que toda mi vida ha sido el ángel de la guarda. Renuncié a todo lo que tenía en Armero Guayabal”.

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Los problemas y momentos amargos no han nublado el corazón de esta tolimense.

Su antigua pareja se la pasaba hablando mal de ella en el pueblo, noticias que le llegaban a diario por parte de algunos conocidos. Piedad decidió enfrentar al padre de la hija que venía en camino y él le volvió a nublar el panorama. “Me dijo que no creía que la niña fuera suya y yo me puse iracunda porque él me conocía de toda la vida y sabía que yo era seria. Le grité irresponsable y cobarde, y su respuesta fue que las pruebas de ADN solo las hacían en Estados Unidos”.

Cuando nació Laura Alejandra, Piedad inició una batalla legal para que su verdugo no saliera invicto. Primero lo demandó en el ICBF para que lo obligaran a hacerse la prueba de paternidad, la cual salió positiva. Le pusieron una cuota alimentaria por 53.000 pesos al mes, algo que no alcanzaba ni para los pañales.

“Presenté otra demanda y le subieron la cuota como a 150.000 pesos, la cual se la descontaban mensualmente de su sueldo en la Alcaldía. Respondió con eso durante cuatro años, hasta que se fue del pueblo y le perdí el rastro”.

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Piedad visita seguido el campo santo de Armero. Foto: Jhon Barros.

Reverdecer la ciudad

Patricia, su prima, las acogió en una casa del barrio La Esmeralda, en la localidad de Teusaquillo. Piedad se puso a trabajar en cualquier cosa que salía, como haciendo oficio en casas de familia, mientras su ángel de la guarda le cuidaba a su pequeña.

“Durante esa época nació mi pasión por la cocina. Me inscribí en un curso de culinaria en la parroquia de La Esmeralda y al poco tiempo la gente del barrio me empezó a contratar para hacer la comida de los bautizos, matrimonios, fiestas o primeras comuniones”.

Su prima pasó unos papeles para tener casa propia en un plan de vivienda que estaban haciendo en el sur de Bogotá, exactamente en el barrio Casa Linda de la localidad de Ciudad Bolívar. “Como Paty no tiene hijos ni esposo, decidió que su familia seríamos Laura Alejandra y yo. Ya llevamos 25 años viviendo juntas en esa casa de Ciudad Bolívar, cerca de los barrios Candelaria La Nueva y Arborizadora Baja”.

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Piedad lleva viviendo más de 20 años en la localidad de Ciudad Bolívar.

Piedad continuó trabajando en lo que saliera para darle estudio y alimentación a su hija, muchos de los cuales tenían a la cocina como protagonista. “Tengo una buena sazón o eso me dice la gente para la que he trabajado como cocinera”.

Aunque las tristezas por el amor prestado y los recuerdos nostálgicos de la avalancha de Armero siempre la van a acompañar, esta tolimense de 56 años asegura que Dios le envió una nueva oportunidad para sanar las heridas y salir adelante. “En diciembre del año pasado, cuando estaba pasando las fiestas navideñas en Mariquita, mi hermana me informó que la Alcaldía de Bogotá estaba buscando mujeres para ayudar a reverdecer la ciudad”.

Se trataba del programa ‘Mujeres que reverdecen’, el cual ayuda a las ciudadanas con algún grado de vulnerabilidad a cambio de labores como el fortalecimiento de las huertas urbanas y el embellecimiento de la capital con nuevos jardines y árboles. “Una vecina de mi hermana se había inscrito en el programa para ser una de las 1.000 mujeres que estarían vinculadas voluntariamente con el Jardín Botánico de Bogotá (JBB); le dije que por favor me inscribiera”.

Cuando llegó a Bogotá, a los pocos días la llamaron del JBB y le dieron la dirección del salón comunal del barrio J.J. Rondón para que asistiera a una capacitación, donde empezó a aprender sobre agricultura urbana, jardinería y arbolado. “Lo que más me ha gustado es sembrar en las huertas de Ciudad Bolívar, una actividad que me recuerda mucho a esa época de felicidad en Armero cuando veía a los campesinos quitarle los copos de nieve al algodón o cosechar maíz y arroz”.

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Pocas casas de Armero sobrevivieron a la avalancha, como fue el caso del hogar de la familia de Piedad. Foto: Jhon Barros.

Las manos de Piedad han ayudado a mejorar varias huertas del sur de la ciudad, como la de Asograng, La Esperanza, Años Dorados, Chihiza y El Edén. “Aunque en Armero no aprendí a cultivar, con las siembras y cosechas en las huertas urbanas de Bogotá siento que le hago un homenaje a esa tierra hermosa. Cada semilla o plántula sembrada me transporta a la ciudad blanca de Colombia”.

Como ‘Mujer que reverdece’, Piedad también tiene reminiscencias de su madre en Armero, época en la que tenía muchas plantas de jardín y algunas medicinales en la casa que sepultó la avalancha de lodo. “Mi mamá era una amante de las plantas y la naturaleza. Todos los días, sin falta alguna, yo la acompañaba a rociar sus maticas a las 6 de la mañana y a las 10 de la noche. Por eso, cada vez que trabajo en una huerta o jardinera, me transporto a esa bonita época en Armero”.

Esta tolimense es una de las alumnas más juiciosas y dedicadas del programa. “A veces, la profe Diana Castro, experta del JBB que nos capacita, me pide calma porque me gusta hacer de todo. Estas actividades ambientales me relajan y me conectan con el pasado. Me siento útil porque estoy sembrando vida y amo untarme de tierra y tirarme en plancha a trabajar”.

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Piedad y algunas de sus compañeras de Ciudad Bolívar, participaron en el mercado campesino del JBB.

Arepas y pasteles con sabor ancestral

Además de aprender sobre huertas, jardines y arbolado, el programa ‘Mujeres que reverdecen’ busca que las ciudadanas puedan crear emprendimientos ambientales propios, un empoderamiento que les permitirá mejorar su calidad de vida.

Piedad y su compañera Miriam Villarraga, otra habitante de Ciudad Bolívar, decidieron irse por el lado de la cocina, pero fusionándola con algunas de las semillas que se siembran en las huertas urbanas de la localidad.

“Nuestro emprendimiento es de arepas de maíz y pasteles de yuca con amaranto y quinua, semillas ancestrales que utilizaban los muiscas y que lamentablemente se fueron perdiendo con el paso de los años”.

Mujeres que reverdecen

Piedad Barrios y Miriam Villarraga, dos de las ‘Mujeres que reverdecen’ de Ciudad Bolívar.

Esta armerita afirma que la técnica para hacer arepas de maíz pelado también ha desaparecido de muchas partes del país, tal vez porque es un proceso algo largo y de mucha dedicación y paciencia. “Primero, el maíz se pone a cocinar en ceniza, aunque otras personas lo hacen con cal, algo que a mí no me gusta porque no es natural. Luego se lava, restriega y se deja durante cuatro días en agua para que suelte la cascarilla”.

El paso a seguir es lavar bien el maíz, escurrirlo, dejarlo secar y molerlo en el molino tradicional. “Por último, le ponemos los demás ingredientes, incluidas las semillas de quinua o amaranto, y armamos las arepas. Todo el proceso lo hacemos en la casa de alguna”.

Este emprendimiento, que no lleva más de un mes, fue presentado oficialmente en el pasado mercado campesino agroecológico del Jardín Botánico, realizado el sábado 2 y domingo 3 de abril en la plazoleta principal de la entidad.

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Los pasteles de yuca y arepas de maíz de estas mujeres tienen al amaranto y quinua como protagonistas.

“Nos dio mucha alegría porque el primer día vendimos las 70 arepas de maíz con quinua y amaranto que llevamos. Esa noche, cuando llegamos a las casas, nos pusimos a hacer otros 70 pasteles de yuca con esas semillas, productos que se vendieron como pan caliente”.

Los ingredientes ancestrales de este emprendimiento ambiental los obtienen de algunas de las huertas urbanas donde han hecho su actividad de reverdecer. “Por ejemplo, los dueños de la huerta de Asograng son guardianes de esas semillas ancestrales, las cuales contienen muchas proteínas; mejor dicho, no se necesita ni comer carne”.

Incluir estas semillas en las arepas y pasteles fue una idea que les dio Diana Castro, ingeniera del JBB encargada de liderar el grupo de ‘Mujeres que reverdecen’ de las localidades de Ciudad Bolívar y Tunjuelito.

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Piedad asegura que las semillas de amaranto son uno de los alimentos más nutritivos y sanos.

“La profe Diana nos explicó que estas semillas son un alimento con muchos nutrientes y que además son sembradas en las huertas de una manera agroecológica, es decir sin ninguna clase de químicos. Las arepas también me transportan a Armero, ya que son uno de los alimentos tradicionales del Tolima”.

Esta madre cabeza de familia está muy interesada en que su emprendimiento de arepas y pasteles con semillas ancestrales crezca. “Mi compañera tiene algunas dificultades familiares, por lo cual a veces no tiene mucho tiempo. Pero yo estoy muy comprometida con seguir con esta idea porque rescatamos el uso de estas semillas y además amo cocinar”.

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Las arepas de maíz con semillas ancestrales de estas mujeres fueron presentadas en el mercado campesino del JBB.

Piedad ya está promocionando sus productos con los conocidos y amigos del barrio. Con los recursos económicos obtenidos por las ventas, quiere ayudar un poco a su hija Laura Alejandra, quien ya tiene 27 años.

“Mi hija primero estudió mecánica dental, pero no le gustó. Le dije que si quería seguir estudiando tenía que trabajar, y hace poco entró al IDIPRON y se matriculó en el SENA para hacer un técnico de actividad física, ya que ama los deportes. Espero poder ayudarle con este emprendimiento que también tiene sus raíces en Armero”.

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La directora del JBB, Martha Liliana Perdomo, probó las arepas de maíz con quinua y amaranto.

Jhon Barros
Author: Jhon Barros

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Jardín Botánico de Bogotá