• Guillermo Montoya ha tenido más puestos que un bus. Fue taxista, vendedor, pintor y dirigió un taller de mecánica, trabajos que llegaron a su fin cuando se enamoró de la agricultura urbana y el mundo de los hongos.
  • Los últimos 10 años los ha destinado a darle vida a varias huertas de Bogotá con la ayuda de estudiantes universitarios, jóvenes con discapacidad y ex habitantes de calle, a quienes les ha inyectado su conocimiento empírico.
  • Actualmente tiene a su cargo las huertas hidropónicas de la Plaza de los Artesanos, donde siembra 2.400 lechugas implementado algunas prácticas agroecológicas y cultiva hongos como orellana, shiitake, portobello, melena de león y reishi.
  • Con los hongos elabora antipastos, ceviches, patés y hamburguesas, los cuales vende en los mercados campesinos. Esta es la historia de un paisa andariego dedicado a reverdecer Bogotá como huertero.
Huerteros de Bogotá

Con sus manos y conocimientos empíricos en agricultura urbana, Guillermo Montoya ha ayudado a montar varias huertas en Bogotá.

Al escucharlo hablar, muchos piensan que se trata de un rolo conversador con un tono de voz gruesa. Pero cuando coge confianza y empieza a contar todas las aventuras que ha sumado en sus 61 años de vida afloran esos tonos y algunas frases características de los paisas.

Guillermo Montoya Arias nació en Norcasia, municipio de clima templado del departamento de Caldas, donde la mayoría de sus pobladores sobreviven de la siembra de cítricos, frutales, cacao, aguacate, caña, yuca, frijol y maíz, además de la cría de ganado bovino.

En este pueblo del Eje Cafetero y en Samaná, Guillermo pasó los primeros siete años de su niñez, un corto tiempo donde conoció algunos parajes biodiversos de la zona como la Selva de Florencia y varios de los secretos que esconden las plantas.

“Mi abuela era una botánica empírica que preparaba infusiones con plantas aromáticas para sanar las dolencias. Uno de los recuerdos más vividos de esa época era verla preparar remedios con hojas y tallos de apio para aliviar el dolor de cabeza”.

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Cuando era pequeño, Guillermo Montoya conoció algunos de los secretos de las plantas por parte de su abuela.

Sus padres, José Montoya y Fabiola Arias, decidieron buscar un mejor futuro para sus cinco hijos en Medellín, la segunda ciudad más importante del país. Pero la suerte no les sonrío mucho y pasaron más de tres años con muchas necesidades.

“Mi papá era sastre y en Medellín puso un local al que no entraba nadie. El problema fue que, por no saber mucho de ortografía, en el letrero escribió sastrería con c, es decir ‘castrería’. A él le gustaba mucho el billar, deporte que aprendimos todos sus hijos”.

Doña Fabiola, por su parte, trabajaba en lo que salía para llevar comida a la casa. Guillermo recuerda que su madre arreglaba ropa y le cocinaba a un grupo de profesores. “Vivíamos arrimados en la casa de unos familiares, pero mi mamá siempre se la rebuscaba para que no nos faltara lo básico. De ella aprendí a no quedarme quieto ni echarme a la pena”.

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Este paisa ha tenido más puestos que un bus. Hoy está dedicado de lleno a la agricultura urbana.

La vida en la gran ciudad

El espíritu andariego de sus padres los llevó a Bogotá. La familia Montoya Arias se radicó en la casa de una familiar en el sur de la capital, una mano amiga que le ayudó a don José a encontrar trabajo.

“Una tía le consiguió un puesto en Telecom. Al poco tiempo, otro tío que era abogado le propuso que se mudara con toda la familia a una casa que se había ganado en el centro de la ciudad. Mi papá aceptó inmediatamente porque no tenía que pagar arriendo”.

El problema es que la nueva casa estaba ubicada a tres cuadras de la Calle del Cartucho, el principal expendio de drogas de Bogotá. “Ninguno sabía que nuestro hogar estaba en la peor olla de la ciudad, pero al no tener mejores opciones nos quedamos”.

Los cinco hermanos pasaron su adolescencia en ese sector. Según Guillermo, la casa era bastante amplia y nunca estaba desocupada, ya que su madre les arrendaba habitaciones a las personas más necesitadas.

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Además de las huertas urbanas, la otra pasión de Guillermo Montoya son los hongos.

“En la casa siempre habían como 20 personas. Recuerdo mucho a Rubiela, una señora que no tenía donde vivir y hacía unas arepas deliciosas; estuvo en esa casa como 25 años. Esa labor social de mi mamá me llegó al alma y empecé a comprender que de grande ayudaría a la gente”.

Guillermo heredó el espíritu andariego de sus progenitores y soñaba con ser un emprendedor. Por eso, a los 15 años alzó vuelo para montar un puesto de limonada en La Dorada (Caldas), un negocio que fracasó al poco tiempo porque aún no tenía el don de vender.

“Saqué plata de la cooperativa del colegio donde estudiaba para irme a ese pueblo de tierra caliente. Un día, mientras intentaba vender limones, escuché una voz gruesa bastante familiar: era mi papá, un veterano de la guerra de Corea con un temperamento fuerte que me convenció de regresar a la casa”.

Mientras estudiaba el bachillerato, Guillermo tomó la decisión de irse de la casa. Tenía 17 años y sobrevivía haciendo domicilios en una carnicería y trabajando en algunas empresas, una calma que se vio interrumpida cuando conoció las fiestas y el desorden.

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Guillermo lleva más de 10 años dedicado a darle vida a varias huertas de la capital.

“Luego de graduarme me dediqué a la vagancia. Conocí mucha gente de otros mundos que me presentaron las drogas y el aguardiente, una bebida que me gustaba tanto que incluso me tomaba un litro diario. No sé cómo iba a trabajar al día siguiente”.

Sin embargo, en esa vida bohemia el paisa conoció un talento que permanecía oculto: la pintura. “Aprendí de varios conocidos de las rumbas a pintar en óleo, un pasatiempo que aún hago cuando tengo tiempo libre”.

A los 19 años se casó y al poco tiempo llegaron sus dos primeros hijos: Jorge Mario e Ivonne. Guillermo trató de consolidar una familia estable y amorosa como la de sus padres, pero su vida de fiestas fue deteriorando el matrimonio.

“Habíamos comprado un apartamento en Ibagué, donde vivían mi esposa y dos hijos. Yo seguía en Bogotá trabajando en una empresa y rumbeando, lo que amargó el amor. Cuando la empresa se acabó y me quedé sin puesto, todo llegó a su fin; ella se fue a vivir a Austria y yo me quedé con los hijos, ya adolescentes”.

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Guillermo actualmente trabaja en las huertas urbanas de la Plaza de los Artesanos.

Padre soltero

Las fiestas llegaron a su fin por los nuevos compromisos adquiridos como padre soltero. Guillermo consiguió trabajo en una empresa de premezclados y manejó un taxi para tener recursos económicos que le permitieran sostener a sus hijos.

“Manejaba el taxi por las noches, iba a la empresa en las tardes y las mañanas las destinaba para descansar un poco y hacer oficio. En esa época vivía en la casa de mis padres, quienes se habían mudado del centro al barrio Villa Luz”.

Cuando su mamá murió, los hermanos vendieron la casa y repartieron las ganancias. Con ese dinero, Guillermo compró un apartamento pequeño en Villa Luz, donde a duras penas se acomodó con sus hijos y más de 20 cuadros que había pintado durante años.

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Uno de sus hijos le ayuda a comercializar sus productos en los mercados campesinos agroecológicos.

“Yo era un artista costumbrista que pintaba en óleo paisajes y cosas cotidianas. Tenía cuadros de hasta 1,8 metros de alto, los cuales jamás pensé vender. Un día, una prima que estaba en Suiza me dijo que le enviara dos de mis obras para venderlas y a los dos meses me llegó un giro por el doble del precio que habíamos acordado; me puse a pintar como loco”.

En esa época de artista y conductor de taxi, Guillermo volvió a enamorarse. Conoció a Jacqueline, con quien se casó y tuvo dos hijos más: Juan David y Juan Felipe. Poco a poco, con el dinero de los cuadros y la venta del pequeño apartamento, compró una casa amplia en el barrio La Estrada (localidad de Engativá).

“Es la casa de mi suegra, la cual cuenta con cuatro pisos y una terraza amplia. Ahí construí un nuevo hogar con Jacqueline y mis dos hijos menores. Los mayores ya estaban grandes e hicieron sus vidas: Jorge Mario se fue para Austria a donde su mamá e Ivonne vive en Suba”.

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Con los hongos que cultiva, Guillermo prepara encurtidos y ceviches que comercializa en los mercados campesinos.

Pasión por los hongos

Antes de conformar su nueva familia, Guillermo se topó con los segundos organismos más diversos sobre la Tierra: los hongos, que según el Instituto Humboldt superan las 5,1 millones de especies en el planeta.

“Cuando aún vivía en el apartamento pequeño, un primo que estaba estudiando una tecnología me invitó al Sena de Mosquera para que conociera su trabajo con la cepa de un hongo llamado shiitake, una palabra que jamás había escuchado. Mi sorpresa fue mayor cuando me dijo que se podía comer”.

Corría el año 2002 y Guillermo decidió aplicar lo aprendido con su primo en el conjunto donde vivía. Le propuso al administrador que le arrendara un depósito del sótano, un lugar oscuro y húmedo ideal para sembrar los hongos.

“Tapé las ventanas porque daban a un parque. Mi primo me explicó que tocaba coger aserrín y limpiarlo con agua y algunos productos para tener un sustrato apto para los hongos. Hice como 25 bolsas de dos kilos, donde sembré unas semillas que me regaló el Sena”.

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Guillermo siembra semillas de hongos en un sitio especial de la Plaza de los Artesanos.

El desarrollo de los hongos en las bolsas requería de una temperatura alta. Por eso, Guillermo se las ingenió con un calentador que usan en las peluquerías y al poco tiempo vio germinar varios de color blanco.

“Todo se lo contaba a mi primo, como cuando los hongos se pusieron como cafés y con un tinte similar al de la sangre. Todo iba bien hasta que se colorearon de negro. Seguí experimentando durante más de un año y no saqué un solo hongo apto, lo que me desmotivó y quité el cultivo del depósito”.

Un día, cuando iba a recoger a sus dos hijos menores a un colegio en Engativá, los hongos le hicieron un nuevo llamado. “Iba en el bus y vi un letrero que decía: cursos de hongos orellana y champiñón. Me bajé de una y me dijeron que tocaba pagar para apartar el cupo”.

En el curso, dictado por una bióloga, Guillermo anotó todas las lecciones en un cuaderno. Una de las primeras preguntas que hizo fue sobre los hongos shiitake que no logró sacar adelante, pero la experta desconocía esa clase de hongo.

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En la Plaza de los Artesanos, Guillermo se encarga del cuidado de las huertas hidropónicas.

“La bióloga me recomendó cultivar orellanas, un hongo del que había más información. Como ya vivía en la casa de La Estrada puse un tipo de invernadero en la terraza y metí las semillas en las bolsas con aserrín. Con sus consejos sobre temperatura y humedad, al mes y medio salieron una mano de orellanas, productos con los que no tenía idea qué hacer”.

El nuevo emprendedor les llevó las orellanas a varios de sus familiares, pero todos las rechazaron. En su búsqueda de nuevos clientes llegó a una prima vegetariana que estaba metida en temas espirituales. “Me dijo que me iba a ayudar a preparar procesados con esos hongos”.

Compró verduras y salsas para mezclarlas con las orellanas, además de varios frascos de vidrio, pero la prima le incumplió la cita. “Como yo no me echo a la pena, acudí al internet para buscar recetas. Había más de 50.000 y escogí una que tenía alcaparras y aceitunas, y luego hice una ollada de pasta”.

Le llevó su experimento culinario a sus familiares y todos quedaron maravillados. “Al final les comenté que la salsa de la pasta tenía orellanas, una noticia que los dejó más sorprendidos. Desde ahí comencé a pensar en crear un emprendimiento con esos hongos”.

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Guillermo les cuenta su historia como huertero a los visitantes de la Plaza de los Artesanos.

Inicios como huertero

Guillermo ha tenido más puestos que un bus. En su vida andariega trabajó como vendedor de chaquetas de cuero, maní y limones, taxista, pintor y en un taller de mecánica que puso con sus propios recursos.

“Con el taller de mecánica casi se me acaba mi nuevo matrimonio. Lo que hacía era comprar carros estrellados para arreglarlos y venderlos, pero un día me vi hasta el cuello por un carro clásico con el que firmé varias cláusulas. Eso me llevó a la quiebra, pero como renazco cada vez que caigo, me levanté”.

En 2013, el paisa conoció a una profesora de agroecología en una minga en la localidad de Usme, quien le habló sobre agricultura urbana y la creación de huertas en la capital. “El tema me interesó bastante y le dije que quería aprender todo lo técnico. La profesora me respondió que buscara a 20 personas y ella hacía la clase”.

Para complementar los conocimientos, Guillermo hizo un curso de agroecología en el Sena, donde aprendió aspectos técnicos para sembrar varios productos sin la necesidad de utilizar químicos. “Yo quería hacer huertas y hablé con la Secretaría de Desarrollo Económico, entidad que me permitió ayudarle en la construcción de 27 huertas en unos terrenos ubicados atrás de la Plaza de los Artesanos”.

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En las huertas, Guillermo ha trabajado con estudiantes universitarios, jóvenes con discapacidad y ex habitantes de calle.

Durante más de un año, Guillermo recibió capacitaciones sobre agricultura urbana con entidades como el Jardín Botánico de Bogotá (JBB) y la Secretaría de Desarrollo Económico. Con lo aprendido se dedicó a buscar espacios para continuar con su nuevo proyecto de vida: ser agricultor urbano.

“Comprendí que la huerta no solo es un terreno para sembrar matas. Es un espacio con un efecto terapéutico sobre las personas, el cual crea tejido social en la comunidad y siembra conciencia sobre lo que se está comiendo”.

El paisa encontró un terreno en el Centro de Desarrollo Integral El Camino (hoy llamado comunidad de vida hogar El Camino), ubicado cerca al Compensar de la avenida 68 y donde trabajan con antiguos habitantes de calle. “Le presenté la idea de la huerta al director del centro y me dio el visto bueno para trabajar con algunos jóvenes en el predio”.

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Uno de sus primeros logros como agricultor urbano fue consolidar la huerta El Camino, ubicada en Engativá.

Los ingenieros del Jardín Botánico le ayudaron con asesoría técnica e insumos como tierra, semillas y plántulas, y unos indígenas le colaboraron con el diseño de la huerta. “Con varios jóvenes de El Camino estuvimos más de dos años creando la huerta con la siembra de tomates, alcachofas y hasta 3.000 lechugas por mes, las cuales vendíamos en Compensar”.

En ese proceso, Guillermo logró sacar adelante a tres habitantes de calle dándoles trabajo en una finca en Anolaima. “La huerta es una terapia que también sirve para la rehabilitación de las drogas. Los muchachos, algunos campesinos, estaban muy contentos hasta que se desordenaron cuando recibieron plata”.

Ave fénix de las huertas

Pero por unos contratiempos personales y laborales que prefiere no recordar, Guillermo estaba más que decidido a sacar de su vida todo lo que tuviera que ver con los cultivos agroecológicos. “Estaba muy desmotivado y por primera vez me sentí sin ganas de volver a emprender”, recuerda el paisa.

Pero su estado de ánimo oscuro no duró mucho: al poco tiempo recibió la llamada de un conocido que le propuso darle vida a otra huerta. “Me dijo que había un terreno de la Universidad Nacional donde tenían pensado hacer la huerta. Aún con muchas dudas fui al predio y vi que estaba lleno de escombros y lucía más como un parqueadero. Su aspecto me lleno de ganas por sacar la huerta a flote”.

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Las manos de este paisa le han dado vida a varias huertas de Engativá y Teusaquillo.

Como el ave fénix, Guillermo emergió de las cenizas y comenzó a tocar puertas para consolidar la huerta Bachué, ubicada en los predios del Centro de Nariño y donde varios de los estudiantes de la Universidad Nacional viven en las residencias.

“El Jardín Botánico me dio mucha tierra fértil, abonos y semillas. Pero yo no podía arreglar el suelo solo, por lo cual hablé con varios de los estudiantes de las residencias que hacían carreras con vocación agrícola”.

Cerca de 25 estudiantes le copiaron la idea y empezaron a trabajar los sábados en la futura huerta, un proceso que duró aproximadamente tres años, desde 2017 hasta 2020. “Hicimos muchas camas en el suelo y varias eras. Poco a poco se fueron sumando más manos amigas, como conocidos del Sena que trabajaban con hongos”.

A diferencia de la agricultura urbana, la cual estuvo a punto de abandonar, su amor por los hongos ha permanecido intacto. Mientras le daba forma a la huerta Bachué, Guillermo vendía antipasto, ceviches, patés y hamburguesas elaborados con orellanas en los mercados campesinos del Jardín Botánico y en la Plaza de Artesanos.

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Todo lo que sale de la huerta es comercializado en ferias y eventos como los mercados campesinos.

“En un mercado campesino, cuatro muchachas (ingenieras ambientales y ecológicas) me contactaron para que les diera cursos sobre el cultivo de hongos. Acepté encantado porque yo también iba a aprender más de sus conocimientos. Por ejemplo, me ayudaron a hacer pacas digestoras en la huerta Bachué”.

Espacio inclusivo

La huerta Bachué seguía reverdeciendo con el trabajo comunitario liderado por Guillermo. Un día, una profesora del colegio Manuela Beltrán llegó al sitio y le propuso una nueva alianza: que sus estudiantes hicieran el servicio social en los cultivos.

“Era mano de obra gratis, por lo cual dije que sí inmediatamente. Eran cerca de 37 muchachos, los cuales dividimos en grupos de cinco para trabajar los sábados. Cuando llegaron los primeros estudiantes les dije cuáles eran las actividades, pero ninguno me paró bolas; ni el saludo me contestaron”.

El huertero habló con la profesora para que tomara las medidas respectivas. Su respuesta lo dejó perplejo: los jóvenes eran sordos. “Yo no tenía ni idea del lenguaje de señas, pero no iba a rechazarlos por su discapacidad. Me consiguieron una intérprete para poder comunicarnos y comencé a enseñarles sobre agricultura urbana, la alelopatía de las plantas y la producción limpia”.

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En sus años como huertero, Guillermo ha sensibilizado a jóvenes con discapacidad y antiguos habitantes de calle.

Poco a poco, Guillermo y los muchachos desarrollaron un nexo a través del lenguaje de señas. Según el paisa, inventaron nuevas señas para trabajar en la huerta. “Cuando terminaron sus horas de trabajo social todos querían continuar trabajando conmigo. Entonces me vino a la mente la idea de construir un invernadero cerca de la huerta para sembrar mis hongos”.

El ideal de este emprendedor era comercializar más hongos y así poder pagarles a los muchachos por su trabajo. “Estos seres del reino Fungi, en especial las orellanas, pueden ser muy rentables. Por ejemplo, en lo que he investigado encontré que una tonelada puede valer hasta 20 millones, y solo se requieren dos meses para cosecharlos”.

Además, asegura el andariego, las orellanas son una opción que permite luchar contra la deforestación, la principal problemática ambiental de Colombia. “Este hongo es la carne del bosque. Tiene más de 18 aminoácidos y su valor alimenticio es bastante parecido al de la carne de animales”.

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Guillermo sobrevive con la venta de sus hongos y las hortalizas y verduras de las huertas.

Sus pupilos le dieron forma al invernadero de hongos y seguían ayudándole con las actividades de la huerta, la cual se convirtió en espacio inclusivo donde todos aprendían y se complementaban: los estudiantes de la Universidad Nacional, otros voluntarios y los muchachos en situación de discapacidad auditiva.

“Formamos un combo muy chévere. Ellos nos enseñaban a comunicarnos por señas, algo que es bastante difícil, y nos untábamos con la tierra de la huerta. Construimos un tejido social y logramos sacar adelante una compostera”.

Más trabajo

Mientras seguía liderando el proceso comunitario en la huerta Bachué, Guillermo fue invitado a un congreso de agricultura urbana en la Plaza de Artesanos, donde quiso averiguar qué pasó con las 27 huertas que ayudó a consolidar a inicios de los 2000.

“Fue muy triste ver que las huertas ya no estaban y solo había invernaderos abandonados. Pero como yo veo en todo lo malo una oportunidad, le dije al director de ruralidad de la Secretaría de Desarrollo si podía trabajar con los muchachos sordos en la zona, en especial sembrando los hongos”.

Por su experiencia en agricultura urbana, las directivas de la plaza le propusieron que creara huertas hidropónicas, una técnica para cultivar plantas sin tierra y con agua y nutrientes, y la cual desconocía totalmente.

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En la Plaza de los Artesanos, Guillermo aprendió sobre los cultivos hidropónicos.

“Fui honesto y les dije que no sabía nada de hidroponía. Pero me contestaron que unos expertos me iban a enseñar temas como conductividad del agua, pH, nutrición y el montaje de esta huerta en forma de pirámide. La idea que no me copiaron al comienzo fue la de los hongos”.

Cuatro jóvenes con discapacidad auditiva decidieron participar en el nuevo proyecto: Lucumí, José, Jesús y Jefferson. Todos fueron capacitados sobre hidroponía a través de videos didácticos con lenguaje de señas.

Con mucha paciencia y calma, Guillermo y sus ayudantes construyeron dos huertas hidropónicas, cada una de ocho por 15 metros y con 1.200 lechugas sembradas de manera escalonada y otros productos como acelgas, zucchinis, cebollas y plantas aromáticas y medicinales.

Todo lo que sale de estas huertas modernas es comercializado en los mercados campesinos de la Plaza de Artesanos. Al comienzo, Guillermo se encargaba de la venta, pero al poco tiempo comprendió que era mejor delegar esa actividad a sus muchachos.

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Los fines de semana, Guillermo se dedica a comercializar las hortalizas y verduras de las huertas.

“Un día estaba en el mercado y no había vendido ni una de las 30 lechugas que cosechamos. Entonces se me ocurrió decirle a Jefferson que me ayudara, propuesta que al comienzo rechazó por miedo. Pusimos un letrero donde informábamos que era un joven con limitación auditiva y ese era su medio de trabajo; las lechugas no duraron ni una hora”.

Guillermo convenció a las directivas para que lo dejaran construir un pequeño invernadero para sus hongos, un cuarto oscuro y húmedo donde tiene orellanas, shiitake, portobello, melena de león y reishi. “A los mercados llevo estos hongos y mis procesados de ceviche y antipasto. Para venderlos pusimos letreros donde informamos para qué sirve cada especie, sus propiedades y las recetas que se pueden preparar”.

La nefasta pandemia

Con las medidas adoptadas por la pandemia del coronavirus, las huertas donde Guillermo trabajaba se vieron afectadas. Por ejemplo, los muchachos sordos y los estudiantes de la Universidad Nacional no podían ir a la huerta Bachué.

“Me vi enfrentado con el dilema de quedarme solo y con demasiado trabajo. Pero como nada me frena y tenía permiso para movilizarme por ser agricultor, fui a las residencias estudiantiles a buscar nuevas manos amigas para la huerta y las pacas”.

El huertero le presentó un proyecto al IDPAC para mejorar este emprendimiento comunitario, el cual fue aprobado y le destinaron recursos económicos, una noticia agridulce porque posteriormente se dieron algunos problemas con la corporación residencial universitaria.

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Debido a su experiencia en agricultura urbana, Guillermo es contactado para el montaje de las huertas.

En ese momento, Guillermo cerró su ciclo con la huerta Bachué y se dedicó de lleno a los cultivos hidropónicos de la Plaza de Artesanos y a los hongos que también siembra en la terraza de su casa del barrio La Estrada.

“En la terraza tengo el invernadero y muchos bultos de aserrín y residuos orgánicos para sembrar los hongos. Allí formulo el sustrato con carbono o nitrógeno, veo el pH y meto semillas en las bolsas cada dos o tres semanas”.

No se detiene

Las personas que van a los mercados campesinos y conocen las lechugas y hongos que Guillermo siembra y cosecha, quedan maravilladas con la iniciativa y le piden que las lleven a conocer las huertas.

“Allí les cuento toda mi historia resumida y los futuros proyectos en los que ya estoy trabajando. Uno de ellos es hacer acuaponía en las huertas hidropónicas, es decir un cultivo de peces y plantas de manera conjunta y simbiótica; el excremento de los peces sirve para alimentar las lechugas”.

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Por ahora, Guillermo está dedicado a las huertas hidropónicas; pero ya tiene en mente nuevos proyectos.

También lo han llamado para hacer huertas o liderar proyectos de agricultura urbana en colegios, un nuevo reto que le ha permitido crecer como persona y profesionalmente; con los hongos está capacitándose para elaborar biomateriales.

“Descubrí que con los hongos se pueden bioplásticos, maderas tipo icopor y empaques. Pasé este proyecto al Sena y lo estoy trabajando en un tecnoparque haciendo los prototipos mínimos viables; quiero incluso hacer mochilas y sillas con los hongos”.

Si este proyecto sale victorioso, Guillermo tiene pensado presentarlo al Fondo Emprender para contar con los recursos que le permitan ejecutarlo con la población sorda. “Las personas con discapacidad auditiva son muy excluidas y no les dan trabajo. Quiero que sean parte de este nuevo sueño porque se aferraron a mi corazón y conozco sus capacidades”.

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Guillermo es un adicto al estudio. No se cansa de participar en cursos sobre agricultura urbana y hongos, sus dos pasiones.

Sus conocimientos están plasmados en libros. Con su experiencia en la huerta Bachué hizo una cartilla llamada ‘Los remedios de la huerta’, la cual contiene las propiedades de las plantas e ilustraciones pintadas a mano por Guillermo.

“Este libro no lo hice para enriquecerme sino para mostrárselo a las personas que les gusta la agricultura urbana. Solo hay una copia que yo atesoro, pero a futuro pienso digitalizarlo para seguir enseñando”.

En 2018, fruto de un viaje a la Ensenada de Utría en Bahía Solano (Chocó), Guillermo se inspiró para darle vida a otro libro. “En esas selvas conocí toda clase de hongos, como fosforescentes, luminiscentes y de cristal, y en cada árbol encontraba hasta siete especies. Por eso hice un libro para las personas que no saben nada de hongos, el cual también espero digitalizar”.

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Las plantas aromáticas y medicinales también son protagonistas en las huertas que Guillermo tiene a su cargo.

Con sus antipastos, ceviches, patés y hamburguesas elaboradas con los hongos que siembra, este emprendedor se ha ganado una buena clientela. “Cuando me conocen en los mercados campesinos, toman mis datos y me llaman seguido para que les lleve estos productos (312-5216027). Uno de mis hijos menores ahora me está ayudando con esa comercialización”.

Las lechugas de las huertas hidropónicas las está vendiendo en algunos restaurantes cercanos a su casa. “Me fui con una canastilla llena de lechugas a visitar restaurantes. Logré alianzas con cuatro y les llevo los productos todas las semanas. También estoy trabajando con la Corporación Colombiana Internacional (CCI) para participar en ruedas de negocios”.

Guillermo quiere que su historia de vida, tanto personal como profesional, sirva como un motivante para hacer cosas por la comunidad. “Lo primero es creer en uno y estar atento a las oportunidades que se nos presentan. Pero lo más importante es trabajar en grupo y para la gente; si uno da, siempre va a recibir el triple; esa es mi misión en la vida”.

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Guillermo tiene como objetivo seguir trabajando con la comunidad en las huertas.

Jhon Barros
Author: Jhon Barros

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