- Desde hace 16 años, el boyacense Saulo Benavides lidera la huerta comunitaria ASOGRANG, un terreno de 4.000 metros cuadrados del barrio Guatiquía que estuvo sepultado bajo toneladas de escombros y basuras.
- Cerca de 10 vecinos del sector participan en esta asociación de granjeros sin ánimo de lucro dedicada a rescatar las semillas criollas, ancestrales o nativas y además elaboran abonos con los residuos orgánicos que salen de las cocinas.
- El amaranto, una planta medicinal y comestible con muchas propiedades nutricionales, es el cultivo estrella de la huerta, la cual luce como un campo pintado de púrpura mezclado con el verde de las hortalizas y frutales.
Solo basta con mirarlo de reojo para saber que es un campesino de pura cepa. Tiene un rostro bonachón coloreado de rojo, un cuerpo macizo y robusto, unas manos ásperas, ajadas y con varios callos y las uñas con rastros de tierra. El tono de su voz revela que proviene de tierras boyacenses.
Saulo Miguel Benavides viste ropa cómoda, como jeans sueltos para agacharse y caminar con facilidad, una cachucha negra con letras verdes bordadas que lo protege del sol y unas botas de caucho para que el agua no ingrese a sus pies. Esconde bajo su axila un cuaderno con la imagen de un equipo de fútbol y un esfero en el bolsillo derecho de su camisa de rayas holgada.
“Nací en Palermo, uno de los corregimientos de Paipa, Boyacá, donde aprendí todo lo necesario para darle vida a la tierra. Mi padre, un gran agricultor, tenía varias fincas en el pueblo y les enseñó a sus 10 hijos, cuatro hombres y seis mujeres, al arte de cultivar y criar animales de corral”, recuerda este campesino de 64 años.
Toda su infancia estuvo metido entre los cultivos de papa y cebolla y criando vacas, marranos y gallinas, una época donde se convirtió en un especialista del campo. Todo cambió cuando llegó a la adolescencia y tuvo que prestar el servicio militar en Bogotá, una experiencia que poco le gustó.
“Cuando terminé de prestar servicio salí corriendo para Paipa porque me dio papitis y mamitis. Estuve algunos años sembrando y cosechando, una forma de vida muy hermosa pero a su vez bastante dura y poco valorada. Comencé a pensar en mi futuro y comprendí que si quería tener mejores recursos económicos, debía salir de ahí”.
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Saulo recuerda que en esa época el campo de Paipa estaba lleno de carencias, como la falta de carreteras y alumbrados. “Tampoco teníamos servicio de energía y utilizábamos velas. Para conseguir un solo centavo tocaba hacer de todo y no se veían los frutos del trabajo duro en los cultivos”.
A los 25 años, el boyacense tomó la decisión de irse para Bogotá a buscar mejor suerte. Llegó a donde una de sus hermanas en la localidad de Ciudad Bolívar e inmediatamente se puso a trabajar en lo que conseguía, como pescaderías, haciendo instalaciones eléctricas en las casas, vigilancia y manejando las máquinas de planchado en una fábrica de vestidos.
“Viví en muchos barrios de la localidad. Cuando cumplí los 32 años y estaba radicado en el barrio Guatiquía, cerca de Candelaria La Nueva, me casé con Yolanda Rodríguez y pudimos comprar una casa en la zona. Al poco tiempo llegaron mis dos hijos: Camilo Alejandro y Daniela Catalina”.
Encontró trabajo en una fábrica de aluminios, donde se encargaba de la fundición y manejar máquinas de tornos, pulidoras, repujadoras y troqueladoras. “Allí estuve durante 23 años, un trabajo que me permitió pagar la casa y darles estudio a mis hijos”.
Problemáticas ambientales
Cuando estaba cercano a cumplir los 40 años, Saulo puso sus ojos en un predio de 4.000 metros cuadrados que veía desde la ventana de su casa, el cual lucía repleto de escombros, basuras y las desgracias de los habitantes del sur de Bogotá.
“Era un botadero a cielo abierto con enormes problemas de inseguridad. Muchas niñas y mujeres del barrio fueron violadas en ese predio rodeado por parqueaderos, talleres de motos, tiendas y viviendas de dos y tres pisos, y en donde hay una torre de energía”.
El boyacense decidió que su nuevo proyecto de vida sería sanear el sitio y poner fin a la problemática ambiental que lo atormentaba cada vez que se asomaba por la ventana y puerta de su casa. Con varios vecinos redactó un documento y lo presentó en varias entidades del Distrito.
“Lo radicamos en la Alcaldía de Bogotá, la Empresa de Energía, el Acueducto y la Defensoría del Espacio Público para que hicieran algo con ese botadero. No podíamos seguir viviendo en medio de esa problemática ambiental y social”.
Según Saulo, las autoridades delegaron a la junta de acción comunal del barrio Guatiquía para que llevara la vocería del proceso. “Me metí en la junta y convocamos a los líderes sociales de la zona para socializar la problemática. Alcanzamos a reunir a más de 80 personas del barrio”.
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La presión comunitaria fue efectiva. El Distrito intervino el terreno y llevó decenas de buldóceres, retroexcavadoras y aplanadoras para limpiar la zona, la cual se entendía hasta el contaminado y carmelito río Tunjuelo. “El suelo del predio fue aplanado y emparejado sobre las toneladas de escombros”.
“Mientras se hacían las obras, las entidades nos informaron que darían marcha a un proyecto de agricultura urbana y soberanía alimentaria, el cual inició con varias capacitaciones a la comunidad por parte del Jardín Botánico de Bogotá (JBB) que duraron un poco más de tres meses”.
Huerta comunitaria
El botadero de escombros y basuras llegó a su fin en 2006 y las entidades del Distrito comenzaron a hablar de sembrar hortalizas, frutales, plantas aromáticas y medicinales en el predio, una idea que a Saulo no le sonó mucho al comienzo.
“Por mi experiencia como campesino sabía que era imposible sembrar en una zona que fue rellenada con escombros, ladrillos y cemento. Pero los expertos del Distrito nos explicaron que iban a hacer una capa vegetal con muchas toneladas de residuos orgánicos procedentes de Corabastos”.
Con la participación activa de la comunidad, el antiguo botadero comenzó a tomar forma de huerta con actividades como la disposición de tierra fértil, elaboración de surcos, compostaje, siembra de semillas e incorporación de plántulas como lechugas, acelgas, zanahorias y remolachas.
“Pero como el predio no estaba encerrado, las vacas ingresaban a comerse todas las hortalizas y se presentaron algunos problemas de inseguridad. Las autoridades nos dieron alambre y otros insumos para hacer el encerramiento y la Empresa de Energía nos ayudó mucho”.
Cerca de 20 vecinos del barrio Guatiquía comenzaron a sembrar en el terreno y a hacer abonos orgánicos con el compostaje de los residuos orgánicos de sus casas. “También hicimos un lombricultivo con lombrices rojas californianas, las cuales convierten los desechos orgánicos de las cocinas en abonos”.
En esa época, Saulo dividía su tiempo entre la huerta y la empresa de aluminios donde trabajaba. “La fábrica estaba en crisis porque Venezuela prohibió la exportación de aluminio, país de donde provenía la materia prima. Ya estaba próximo a cumplir los 50 años y como sabía que me iba a quedar sin trabajo, comencé a pensar en estudiar algo”.
El boyacense decidió validar el bachillerato en horas de la noche y luego se inscribió en el SENA para estudiar una tecnología en logística, donde aprendió sobre administración de empresas, embalajes y cadenas productivas y de abastecimiento.
Los profesores del SENA le pusieron una tarea que le cambió la vida: crear una empresa. “Primero pensé en revivir la empresa de veladoras que monté cuando hacía el bachillerato, pero la descarté de tajo porque quería hacer algo que le aportara a la sociedad”.
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El estudiante puso sus ojos en la huerta comunitaria liderada por 20 vecinos del barrio. “Se me ocurrió crear una empresa de producción de abonos orgánicos, una actividad que ya realizábamos en la huerta. Presenté el proyecto y para sorpresa mía quedé en el primer puesto; los profesores me dijeron que la iniciativa tenía mucho futuro”.
Saulo no pudo graduarse porque la empresa de aluminios cerró sus puertas y quedó desempleado. Pero en lugar de desmotivarse, tomó su proyecto estudiantil y comenzó a pensar en consolidar una asociación sin ánimo de lucro con los vecinos que participaban en la huerta.
“El aprovechamiento de los residuos orgánicos, como las cáscaras de frutas, verduras y huevos, serían el espíritu de la asociación. Lo primero que hice fue buscar un instructor en el SENA para que nos diera capacitaciones sobre emprendimientos empresariales, las cuales duraron tres semanas y motivaron mucho a los huerteros”.
El nuevo proyecto fue llamado ASOGRANG (Asociación de Granjeros de Guatiquía) y con los conocimientos adquiridos en el curso de emprendimientos, los miembros de la huerta empezaron a crear los objetivos, misión, visión, logo y estatutos de la nueva empresa.
“Pero me di cuenta que íbamos a tener inconvenientes porque necesitábamos muchos residuos orgánicos para hacer los abonos y no contábamos con el transporte para traerlos desde Abastos. Nosotros hacíamos los abonos con lo que salía de nuestras casas”.
Un amigo le informó que el Concejo de Bogotá había sacado el Acuerdo 344 de 2008 sobre manejo de residuos orgánicos. “Me dijo que acelerara la consolidación de la asociación y que, para adquirir la materia prima, debíamos capacitar a la comunidad sobre la disposición adecuada de estos residuos”.
En esa época, la Unidad Administrativa Especial de Servicios Públicos (UAESP) invitó a los huerteros a un foro internacional sobre manejo de residuos orgánicos para que presentaran su iniciativa. “Mostramos los cajones que hicimos para los residuos, el lombricultivo, los abonos y las hortalizas. Los extranjeros quedaron maravillados con lo que hacíamos”.
En 2009, ASOGRANG se postuló al premio cívico por una Bogotá Mejor y ganó en el tercer puesto. “Nos dieron nueve millones de pesos y con ese dinero pusimos un punto de agua en la huerta y compramos varios materiales. También dimos marcha a las capacitaciones a la comunidad del barrio sobre el manejo de los residuos”.
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Los granjeros de Guatiquía solucionaron el problema de conseguir la cantidad de residuos orgánicos necesaria para hacer los abonos, ya que los habitantes del barrio, luego de recibir las capacitaciones, empezaron a llevarles todas las cáscaras de frutas, verduras y huevos a la compostera de la huerta.
“Fue un gana-gana para todos: nosotros pudimos hacer nuestros abonos para comercializarlos y el barrio le dijo adiós a la problemática ambiental que causaba la mala disposición de los residuos orgánicos en las calles”.
Rescate ancestral
El 29 de julio de 2009 quedó formalmente constituida ASOGRANG, la Asociación de Granjeros de Guatiquía conformada por 10 vecinos del barrio, como Saulo, Aura, Yolanda, Raúl, Nubia, Fernando y Ramón. La empresa se dedicó a aprovechar los residuos orgánicos para elaborar y vender abonos y humus.
“Los abonos y humus los utilizamos en la tierra de los cultivos y también se los vendemos a la ciudadanía, al igual que las hortalizas, frutales, y plantas aromáticas y medicinales. Poco a poco, nuestra asociación empezó a ser reconocida en la localidad y varias zonas de Bogotá”.
En 2011, Saulo y varios de los granjeros de ASOGRANG fueron invitados a AGROEXPO, la principal feria del campo en el país realizada en Corferias. “Nos llevaron los policías de Carabineros, quienes estaban haciendo unas prácticas agrícolas en nuestra huerta y nos dieron mucho estiércol de caballo para el compostaje y el lombricultivo”.
En la feria, el boyacense recorrió todos los pabellones para conocer los emprendimientos agrícolas del país. En uno de ellos, una mujer se le acercó para que probara unos dulces elaborados con amaranto y quinua, semillas que había conocido en Paipa pero que ignoraba sus propiedades.
“En la huerta de ASOGRANG teníamos algunas plantas de amaranto, pero no hacíamos nada con las semillas por pura ignorancia. Los pájaros eran los únicos que se alimentaban de esos cultivos de color púrpura que alcanzan una altura de hasta tres metros”.
Saulo probó los turrones que le ofreció la señora y quedó maravillado con el sabor. “Intercambiamos tarjetas y me fui para la huerta con el objetivo de destinar un amplio pedazo de tierra para llenarlo con el amaranto, una idea que no les gustó a mis compañeros”.
El líder comunitario no tomó en cuenta las oposiciones de sus amigos y empezó a preparar la tierra abonada para trasplantar las plantas de amaranto en varios hoyos. “Organicé los surcos y al poco tiempo quedó constituido un cultivo de amaranto bastante alto y con panojas púrpuras y muy hermosas”.
Luego se comunicó con la señora que conoció en AGROEXPO, se hizo pasar por un cliente y le preguntó a cómo vendía la libra y el kilo de las semillas de amaranto. También investigó en libros e internet sobre esta semilla ancestral de los muiscas.
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“El cultivo tenía un color café, es decir que las semillas ya estaban maduras y listas para cosechar. Le pregunté a la señora si compraba amaranto y ella respondió que sí; le mandé unas fotos del cultivo y cuadramos para que visitara esta huerta de Ciudad Bolívar”.
Saulo pensó que había encontrado su primera clienta, pero cuando la señora visitó la huerta lo sentenció diciéndole que nadie le iba a comprar las matas de amaranto. “Me abrió los ojos: para vender el amaranto tenía que hacerle producción, es decir sacarle las semillas que son diminutas”.
Luego de asesorarse con algunos expertos y convencer a los otros miembros de ASOGRANG, el boyacense lideró varias obras en la huerta para la producción de las semillas de amaranto, como la construcción de una zona exclusiva para hacer el secado, trillado y cernido.
“El amaranto se siembra en época de lluvias y sus semillas se cosechan en los meses más calurosos, como enero. Las panojas son llevadas a la zona de secado, donde las metemos en unas sábanas y las colgamos casi que pegadas al techo. Luego retiramos las semillas y las extendemos en un plástico”.
En 2012, Saulo vendió su primera bolsa con las semillas de amaranto y dejó con la boca cerrada a los otros miembros de la asociación que no creyeron en su idea. “La señora que conocí en AGROEXPO fue una de las primeras clientas y ahora tengo muchos por todo Bogotá”.
Desde esa época, el amaranto se convirtió en el producto insignia y estrella de ASOGRANG, una semilla que el boyacense define como bendita. “El amaranto es el cereal más completo sobre la faz de la tierra porque tiene muchos nutrientes, como hierro, fósforo, calcio, aminoácidos y lisina; tanto así que puede reemplazar el consumo de la carne y leche”.
En sus investigaciones, el campesino encontró que el amaranto fue una semilla emblemática para los muiscas, incas y mayas. “Los indígenas conocían sus propiedades y la llamaban la semilla de los dioses. Los españoles la prohibieron por esa estampa sagrada y pero logró resistir y ahora se cultiva en Colombia, México, Ecuador y Perú”.
Según Saulo, en el mundo existen más de 200 variedades de amaranto. En ASOGRANG se cultiva y cosecha solo el amaranto negro, una especie que asegura es única de su huerta comunitaria. “Que yo sepa nadie en el país procesa las semillas del amaranto negro como nosotros. Las siembran, pero no hacen nada con ellas”.
En una época sembró semillas de amaranto dorado en una huerta ubicada en la vereda Quiba (Ciudad Bolívar), pero la experiencia no arrojó buenos resultados. “Un conocido me llevó a su finca en Quiba para sembrar estas semillas, pero no siguió mis instrucciones y decidió meterle tractor a la tierra. La cosecha no fue próspera”.
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Desde 2014, Saulo y los demás granjeros de Guatiquía también siembran la quinua, otra de las semillas ancestrales de los muiscas. “Unos estudiantes de agronomía de la Universidad Nacional nos regalaron las semillas y decidimos sembrarlas para hacerles el mismo proceso del amaranto; también las comercializamos por todo Bogotá”.
Los cultivos de amaranto y quinua en ASOGRANG cambian constantemente de sitios. “Aprendimos que es necesario hacer una rotación de cultivos para dejar descansar el suelo. Cuando no se hace, las semillas se empiezan a degenerar y no son productivas”.
En esta huerta de Ciudad Bolívar se realiza una cosecha de amaranto al año, pero la producción es constante. “Sembramos cuando hay lluvia, es decir en abril y septiembre, y cosechamos en diciembre, enero y febrero. Todas las semillas quedan en la zona de secado y de ahí las vamos sacando para comercializar durante todo el año”.
En los 11 años que lleva como custodio del amaranto, Saulo ha aprendido varios de sus secretos. Por ejemplo, la semilla puede durar hasta un año metida entre la tierra sin germinar. “Así lo vimos en una zona donde primero sembramos amaranto y luego hortalizas».
El futuro de la asociación
Los 4.000 metros cuadrados de ASOGRANG están ubicados en el espacio público de Ciudad Bolívar, por lo cual Saulo y los miembros de la asociación deben cumplir con lo establecido en el protocolo de huertas urbanas y periurbanas ubicadas en estas zonas.
“Con la asesoría del Jardín Botánico de Bogotá estamos alistando toda la documentación y requerimientos del protocolo para así continuar con nuestra empresa ambiental comunitaria, la cual fomenta la separación en la fuente de los residuos orgánicos y conserva las semillas nativas, criollas y ancestrales de nuestros antepasados”.
Actualmente, los granjeros de Guatiquía están adecuando un sitio en la huerta para ampliar su banco de semillas, que contiene pequeñas pepas de amaranto, quinua, hortalizas, frutales y plantas medicinales.
“Este banco lo tenemos desde que empezamos a sembrar en la huerta. Sin embargo, queremos mejorarlo para fortalecernos como los custodios de semillas de Ciudad Bolívar y así poder comercializarlas con otros huerteros de la ciudad”.
Más de 30 ‘Mujeres que reverdecen’ vinculadas voluntariamente al Jardín Botánico desde octubre del año pasado, les han ayudado a fortalecer la huerta. Algunas incluso han creado emprendimientos ambientales con las semillas ancestrales.
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“Dos de ellas hacen arepas de maíz pelado y pasteles de yuca con semillas de amaranto y quinua y otra creó vinagretas con las plantas de la huerta. Me hace muy feliz poderlas ayudar con sus emprendimientos, ya que ellas nos han ayudado mucho con su trabajo diario”.
ASOGRANG también se ha convertido en un centro de aprendizaje para los estudiantes de colegio y universidades y varios investigadores del país. “Muchos estudiantes vienen acá a hacer sus tesis de grado y con ellos hemos hecho fórmulas para hacer turrones y arroces con el amaranto”.
Los 10 miembros activos de esta asociación están construyendo una maloca para exhibir las semillas y plantas ancestrales, hortalizas y frutales de la huerta. “Ya tenemos una maloca elaborada con materiales reciclados, como madera y botellas, que nos sirve como sitio para nuestras reuniones”.
Por último, Saulo asegura que busca consolidar a ASOGRANG como una organización que promueva la soberanía alimentaria e incentive procesos comunitarios en torno a la agricultura agroecológica.
“También seguiremos trabajando para convertirnos en unos de los mejores custodios de semillas criollas y ancestrales del país, un homenaje a nuestros antepasados indígenas y campesinos”.
Me encanta,lo felicito.
La pandemia me devolvió Ubate después de 30 años tengo una huerta grande y me encantaría cultivar el amaranto y hacer una huerta orgánica .me gustaría si puedo contactar a alguien que me pueda ayudar.
Acá no hay ese tipo de soportes.