- Hace 11 años, el lingüista Francisco Suárez se propuso recuperar una zona del parque La Esmeralda, ubicado en la localidad de Teusaquillo, que estaba afectada por basuras y escombros.
- Con la ayuda de varios vecinos del sector le dio vida al Jardín Utópico, un espacio repleto de verde con un tupido bosque, una huerta comunitaria, flores de todos los colores y sillas y mesas elaboradas con materiales reciclados.
- “Este jardín es un centro de reunión y educación ambiental, donde además de conectarnos con la tierra, realizamos talleres de yoga, gimnasia, danzas, música, teatro y lectura”, dice Suárez.
Todos los días, cuando el sol aparece por los Cerros Orientales, decenas de habitantes de los barrios La Esmeralda, Pablo VI, Quirinal, Rafael Núñez y Nicolás de Federmán se dan cita en un sitio que de la localidad de Teusaquillo que parece un bosque encantado.
Se trata del parque La Esmeralda, un polígono de 4.500 metros cuadrados comprendido entre las calles 45 y 44 C con carreras 54 y 54 y decorado por más de 850 árboles de especies como cedro, cajeto, cerezo, urapán, sangregado, acacia, guayacán de Manizales, roble, chicalá y varias palmas.
Luego de recorrer los recovecos arbóreos del parque, donde se respira un aire libre de polución, los ciudadanos se detienen en una zona ubicada detrás del colegio Calasanz y cerca del CAI de La Esmeralda para escuchar la sinfonía que las aves hacen con su canto.
Los árboles de gran porte, jardines con flores de todos los colores, hortalizas, verduras, frutales y plantas medicinales del lugar, hechizan a los transeúntes. Pareciera que hilos invisibles los llamaran a contemplar la magia de la biodiversidad.
Este ‘Encanto’ del barrio La Esmeralda fue bautizado como el Jardín Utópico, un proyecto comunitario que nació hace aproximadamente 11 años por un curioso accidente que le ocurrió a Francisco Suárez, un lingüista y habitante del barrio.
“En esa época me dio por sembrar semillas de chachafruto en el patio de mi casa, un árbol que alcanza los 25 metros de alto. Cuando los árboles empezaron a crecer, me di cuenta que no contaba con el espacio adecuado para tenerlos, por lo cual los llevé al parque”.
Mientras Francisco sembraba los chachafrutos, los vecinos lo observaban con curiosidad. “Ninguno me dijo una sola palabra negativa. Al poco tiempo vi que los árboles dieron unos frutos muy hermosos similares a los del frijol y se me vino a la mente la idea de montar una huerta en el lugar”.
El lingüista recuerda que, en esos años, el terreno albergaba muchas basuras y escombros, un aspecto que no lo desmotivó. “Con pica, pala y azadón fui retirando ese material. Unos niños de un proyecto del Distrito me ayudaron a abrir las primeras eras o camas de la huerta para cultivar”.
El nuevo frente de trabajo en el parque llamó la atención de algunos vecinos del sector. “Logramos consolidar un grupo de siete personas de La Esmeralda y otros barrios cercanos, como Isaura y Moche. Decidimos que las eras de la huerta iban a tener forma de estrella”.
El grupo comunitario sacó de su bolsillo los recursos económicos para comprar las semillas y plántulas que reverdecerían la huerta, de especies como lechuga, acelga, remolacha, perejil, lulo, granadilla, uchuva, cebolla, fresa, cilantro, entre otras.
Sin embargo, a algunos habitantes de La Esmeralda no les gustaba la idea de que sembraran hortalizas y frutales en el concurrido y verde parque. “Hay personas que sienten vergüenza del trabajo que hacen los campesinos con la tierra”, asegura Francisco.
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Poco a poco, los detractores se dieron cuenta que la huerta del parque iba a generar bondades que iban mucho más allá de sembrar y cosechar alimentos de una manera agroecológica, es decir sin utilizar químicos.
“En ese momento nos dimos cuenta que nuestro proyecto debía convertirse en un centro de educación ambiental para la agricultura urbana y en un espacio de esparcimiento donde forjáramos y consolidáramos lazos de amistad con la comunidad”.
Más allá de la huerta
Más de 10 personas del sector, la mayoría mujeres, decidieron participar en la huerta comunitaria. Según Francisco, se trazaron varias tareas y responsabilidades, como encargarse de alguna de las siete eras y garantizar que todas estuvieran en un buen estado.
“Acordamos que, si alguien quería ayudar a mejorar la era de otro vecino, lo podía hacer pidiéndole permiso. La idea siempre ha sido respetar en cierta manera la autonomía, pero aprendiendo de los conocimientos de los demás”.
Cuando las eras de la huerta cogieron forma de estrella, unas señoras que participan con sus esposos propusieron construir mesas y sillas con los troncos de los árboles caídos que había en el parque; el objetivo era formar salas de estar para que la zona fuera más amena.
“Lamentablemente, las señoras tuvieron peleas con otros miembros del grupo y decidieron no volver. Eso no me gustó porque cuando hay disgustos, lo que toca hacer es calmarse y conversar para dar soluciones. Sin embargo, su trabajo dejó semillas en el proceso”.
En ese entonces fue cuando Francisco decidió nombrar la zona como el Jardín Utópico, ya que según él una utopía es un centro de sueños y oportunidades. “Debido al machismo, las mujeres tienen pocas posibilidades de esparcimiento y solo se dedican a las labores de las casas. En este jardín han encontrado un nuevo espacio que les sirve como terapia y donde se conectan con la tierra”.
El lingüista y huertero decidió que el Jardín Utópico contaría con actividades y talleres culturales para la comunidad, como yoga, gimnasia, danza, música, teatro y lectura, los cuales se realizan los días sábados y domingos en horas de la mañana.
“Por ejemplo, el baile hace que las tristezas salgan de una manera directa o indirecta. Siempre he pensado que, para sanar las heridas, lo primero es contar las historias que nos afectan; el jardín es un sitio donde las mujeres pueden hablar de sus problemáticas a través del arte”.
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Francisco define este proyecto de Teusaquillo como una escultura comunitaria. “Acá aprendemos a través de los intercambios de saberes. Compartimos nuestros talentos y conocimientos y hemos recibimos capacitaciones por parte del Jardín Botánico y la Universidad Nacional”.
Los domingos por la mañana, el Jardín Utópico se convierte en una fiesta. Los participantes llevan tinto con romero, galletas, achiras y tortas para compartir mientras charlan sobre el futuro del proyecto o las anécdotas y vivencias de la semana.
“A algunos socios que no les gusta cultivar en la huerta, pero vienen todos los domingos a charlar, compartir y contar sus historias. Por ejemplo, celebramos cuando alguno se convierte en abuelo, los hijos se gradúan o fechas especiales como los cumpleaños”.
Esta unión comunitaria también está comprometida con el reciclaje. “Hicimos una compostera para hacer los abonos orgánicos que necesita la huerta y cajones con madera reutilizada donde sembramos plantas aromáticas, medicinales y ornamentales. Los productos son para el consumo de las familias que hacen parte del proyecto”.
Remanso de paz
El líder del Jardín Utópico asegura que este emprendimiento comunitario es un oasis de paz donde todos los miembros tienen voz y voto en las actividades, lo que les ha permitido resolver los conflictos internos.
“Pelear hace parte de la vida, pero toca saber hacerlo sin sacarnos los ojos. Acá hemos aprendido a manejar los conflictos de una forma serena y más tranquila a través del diálogo; todos nos escuchamos y debatimos para elegir lo que hay que hacer”.
Hace poco, una situación no le gustó mucho a Francisco. Una indígena, posiblemente de la etnia embera, empezó a retirar varias hortalizas y frutos de la huerta, una actividad que disgustó a varios de los socios del Jardín Utópico.
“Cuando la descubrieron infraganti, algunas personas la regañaron muy fuerte. Hablé con los compañeros y les dije que lo más probable es que la señora no tenía con qué comer, por lo cual nos calmamos y la dejamos ir con su talego lleno de hortalizas”.
La paz es el hilo conductor de este proyecto comunitario, algo que para Francisco debería prevalecer en todos los barrios. “Hay que buscar formas de convivencia para manejar el conflicto. En este jardín cada uno tiene su opinión y aplica sus conocimientos: así es la agricultura”.
Como la huerta es de puertas abiertas y no está encerrada, muchas personas ajenas al proyecto ingresan a llevarse las hortalizas y frutas. “Lo peor que nos puede pasar es que alguien nos dañe una planta. Pero si se la llevan y la adoptan en sus casas, estamos sembrando semillas”.
Este proyecto de La Esmeralda, con más de una década de vida, ya sobrepasó las fronteras del barrio. Por ejemplo, Francisco y sus vecinos han sido contactados por otras personas para montar huertas en varios sitios de la ciudad.
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“Estamos consolidando una red de agricultores urbanos para realizar intercambios de plantas, semillas y conocimientos. El Jardín Utópico ya es conocido por muchos habitantes de la capital, quienes han replicado nuestro mensaje de unión comunitaria”.
El grupo también ha consolidado lazos con las entidades del Distrito, un proceso que no ha sido fácil. “Al pueblo lo han engañado desde hace más de 200 años y por eso la comunidad no confía en el Estado. Sin embargo, las entidades son vitales y por eso siempre estamos abiertos a dialogar”.
Valorar al campesino
En el Jardín Utópico, Francisco ha valorado más el trabajo de los campesinos. “A la gente le da pena que la vean untándose de tierra. Algunos nos dicen que les gusta sembrar, pero cuando les damos en azadón y ven a alguno de sus conocidos, se esconden”.
Asegura que los habitantes de Bogotá son campesinos sin tierra, pero a la mayoría le da pena aceptarlo. “Mis papás nacieron en los campos de Boyacá y el Eje Cafetero y nos criaron en una finca en Anapoima, por lo cual les rindo un homenaje con mi trabajo en el Jardín Utópico”.
Este líder comunitario se define como un hombre ansioso que no le gusta quedarse quieto. Por eso, también trabaja la tierra en un predio donde vive su esposa en Bojacá (Cundinamarca) y ya está adelantando la construcción de jardines utópicos en los países donde viven dos de sus hijos.
“Divido mi tiempo entre el Jardín Utópico y el lote en Bojacá de mi esposa. Además, cuando fui a Quito (Ecuador) a visitar a mi hija, construí un jardín con una huerta, un trabajo que tengo pensado hacer en Alemania, donde está otro hijo”.
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Este bogotano no ha abandonado su profesión como lingüista. Ahora está escribiendo unos textos para un trabajo con la Universidad Nacional sobre su experiencia con el Jardín Utópico, y hace unos años lideró el periódico Utopía, que alcanzó cinco ediciones.
“Mi corazón y alma están en el Jardín Utópico y en la comunidad que ha participado. Soy un joven de 61 años que seguirá trabajando por este terruño de la localidad de Teusaquillo, un sitio que ha reverdecido a través del trabajo comunitario y el amor por la naturaleza”.
Mujer pionera
El número de participantes del Jardín Utópico es variable. Algunos llegan y se enamoran del proyecto, pero luego lo abandonan por otras ocupaciones o circunstancias. Según Francisco, cerca de 11 personas son las que han estado activas en la última década.
Isaura Forero, una mujer nacida en el municipio de Subachoque y quien lleva 55 años viviendo en La Esmeralda, fue una de las primeras que se dejó contagiar con las actividades de agricultura urbana lideradas por el lingüista con espíritu ambientalista.
“Recuerdo que esa zona del parque estaba llena de escombros. Un día, cuando salí a respirar aire puro, vi a un señor agachado recogiendo unos ladrillos, algo que me llamó la atención. Pasaron los días y él seguía ahí, por lo cual me le acerqué para saber qué era lo que hacía”.
Según Isaura, Francisco estaba salvando a unos curubos que estaban entre la maleza. “Me dijo que si me gustaban las actividades con la tierra y yo le respondí que me fascinaban; desde ahí lo estoy acompañando”.
Esta mujer con sangre campesina participó en la conformación de la huerta, donde el primer paso fue sacar la maleza y las basuras. “Luego de limpiar empezamos a sembrar cilantro, cebolla y acelga. Poco a poco le dimos forma de estrella a la huerta y consolidamos un grupo muy bonito”.
Los chachafrutos que plantó Francisco hoy están erguidos y popochos. “Cuando el viento sopla duro, los frutos caen y cubren todo. En algunas épocas recogemos hasta una arroba y hacemos tortas, guisos, arepas y galletas; sirven hasta para darle más sabor al ajiaco y el arroz”.
Lo que más le gusta de la huerta son los trueques comunitarios que hacen con los productos de las eras. Isaura intercambia hortalizas, frutos y conocimientos con los de los demás vecinos, una retroalimentación que los ha convertido en una familia.
“A veces la gente ingresa y se lleva lo que está listo para cosechar. Aunque no me molesta mucho eso, la verdad no debería ser así: lo ideal sería que retribuyeran con algo porque es el trabajo de una comunidad muy comprometida con el barrio”.
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Al igual que Francisco, Isaura asegura que la huerta es tan solo una pequeña parte del Jardín Utópico. “Con las actividades culturales y reuniones, hemos construido lazos de amistad. Algunas personas vinieron a conocer a sus vecinos en este mágico lugar”.
No hay un solo día en que esta diseñadora de modas no pase por el bosque del Jardín Utópico. “En este espacio me recargó de energía con el trinar de las aves y las hojas de los árboles. Hay una mirla que grita muy fuerte, un llamado que le contestan otras 100 aves”.
Poder femenino
Ruth Mirian Zacipa, otra habitante de Pablo VI, había escuchado del grupo comunitario del Jardín Utópico desde hace varios años. Sin embargo, como hacía yoga todas las mañanas en el parque Simón Bolívar, no quiso interrumpir su rutina.
“Todo cambió hace un poco más de un año cuando Cristóbal Fernández, quien hacía parte del grupo, me convenció de conocer el sitio. Fui un domingo y me recibieron con una tertulia literaria, algo que me maravilló”.
Los árboles, la huerta, las aves y toda esa naturaleza extrema, la deleitaron. “Es un lugar mágico que me enamoró. En cada una de las parcelas la comunidad plasma su alma. Como yo soy muy sociable, poco a poco he ido haciendo amistades”.
La biodiversidad y las personas del parque la transportaron a sus épocas de la niñez en Suba, cuando la localidad era muy rural. “Había muchos bosques y cultivos y mis padres me inculcaron el amor por el campo y la vida. Cuando llegué al Jardín Utópico reviví esa bonita etapa de mi vida”.
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Esta fonoaudióloga de la Universidad Nacional asegura que este espacio verde le ha permitido ser más humana y conectarse con la naturaleza. “Este jardín tiene una magia que permite crear lazos con todos los vecinos. Es un espacio terapéutico donde todos podemos expresarnos”.
Marina, que prefiere no revelar su apellido, es la mayor del grupo. Tiene 78 años y vive con su esposo e hijo en La Esmeralda. “No recuerdo cuando conocí por primera vez el Jardín Utópico, pero sí sé que fue hace mucho. Me gustó ver esos cultivos que formaban una estrella”.
La acogida del grupo comunitario fue bastante amorosa, en especial la de Francisco, un hombre que define como el alma del Jardín Utópico. “Él es un ser muy noble al que admiro mucho. Hace de todo por mejorar este sitio y no se cansa de compartir sus conocimientos”.
Los sábados, Marina es una de las mujeres que siempre va al jardín a las clases de baile, una actividad que ha puesto fin a la rutina. Los domingos ayuda en la huerta y participa en las reuniones comunales, donde lleva algún alimento para compartir.
“Uno de los regalos más grandes de este proceso fue que Francisco me ayudó a montar mi propia huerta casera. Lo hice en honor a un hijo que falleció y tengo chachafruto, rúgula, cebolla, lechuga y arracacha”.
Esta mujer no se cansa de hablar de Francisco, a quien llama el ángel guardián. “Sin él nada de esto sería posible. Está muy pendiente de todos y también lidera paseos ecológicos a varias zonas de la ciudad con los miembros del grupo, una familia que se basa en el respeto y el amor”.
Linda labor, gracias Francisco y toda la comunidad de vecinos que amamos este lugar y damos lo mejor para hacerlo cada vez mas lindo y acogedor.
Super lindo, que bueno que este grupo exista y esperemos siga creciendo.
Hermoso proyecto felicitacione…..una pregunta mi hija tiene el proyecto de grado 11..sobre la huerta.sobre la siembra de de producto alimenticios ..que nos sirva para el Alimento diario.me gustaria saber si nos pueden orientar..y si podemos ir..gracias
Ejemplo para toda la ciudad y el mundo. Eso deben ser los parques que el ciudadano se empoderé del espacio público.. Que sea una extensión de su casa que comparte con sus vecinos.
Totalmente de acuerdo, nos falta mucho como sociedad en cuanto a conciencia ambiental y sentido de pertenencia.