• Esta huerta comunitaria del barrio Nuevo Muzú nació hace 15 años por iniciativa de Wilson Quiroga, un bogotano que puso fin a una vida laboral llena de impactos contra la naturaleza para dedicarse de lleno a sembrar y recuperar la ancestralidad.
  • Chihiza-le, vocablo muisca que significa camino del sembrado de vida, alberga una amplia variedad de plantas alimenticias y medicinales. También cuenta con su propio banco de semillas nativas y lombricultivo.
  • En este sitio de Tunjuelito participan seis habitantes del barrio y es un punto de encuentro de varias culturas indígenas de Colombia, etnias que realizan sus rituales sagrados en una maloca.
Huertas de Tunjuelito

Wilson Quiroga es el líder de Chihiza-le, una de las huertas comunitarias más emblemáticas del sur de la ciudad.

Aunque no viste las túnicas blancas de los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta y tampoco tiene el rostro pintado con las figuras coloridas que plasman las etnias amazónicas, varias partes de su cuerpo de estatura mediana le rinden un homenaje a la ancestralidad colombiana.

Un largo collar con cuarzos, semillas y artesanías que parecen colmillos de felinos cuelga de su cuello; una mochila indígena carmelita entrecruza su tronco; y tres manillas con pequeñas pepas de color amarillo, naranja, azul, verde y rojo cubren sus muñecas.

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Wilson Andrés Quiroga Cañón, un bogotano de 43 años, utiliza un sombrero de paja para protegerse de los rayos de sol y su mano derecha sostiene un largo palo de madera. A simple vista parece un chamán o sabedor, pero asegura que su rol es ser un protector del espacio.

Desde muy pequeño tuvo un contacto directo con la Pacha Mama en el municipio de Pacho (Cundinamarca) y la región del río Negro. “Mis padres son de origen campesino, por lo cual aprendí a valorar mucho su trabajo y respetar los recursos naturales. Sin embargo, la naturaleza no me hizo su llamado en mi niñez y adolescencia, por lo cual me fui por otras ramas”.

Huertas de Tunjuelito

Wilson está dedicado a la agricultura urbana y conservar la ancestralidad.

Aunque estudió tecnología en electricidad, asegura que tuvo mucha suerte porque nunca le tocó hacer una instalación eléctrica. “Me dediqué a administrar proyectos en varias empresas, donde me encargaba de manejar la caja menor, nómina, compras, logística y contratación de personal”.

Durante más de 12 años, Wilson lideró cerca de 30 proyectos de ingeniería en varias zonas del país y en el extranjero, trabajos donde tuvo que presenciar múltiples crímenes ambientales.

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“Por ejemplo, cuando lideraba un proyecto en Montería, tocó contratar una motosierra para talar un árbol enorme y ancho, tanto que no podía abrazarlo. En Cartagena nos llevamos 200 mangles con retroexcavadora de oruga y en Florencia, capital del Caquetá, la construcción de una vía de 50 kilómetros tumbó 15 kilómetros lineales de árboles”.

Esas hecatombes ambientales empezaron a apachurrar su corazón y alma. “No era feliz y de repente sentí un fuerte llamado de la Madre Tierra, un mensaje poderoso que me dio la fuerza para renunciar a ese trabajo depredador y empezar a convertirme en una nueva persona”.

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En la huerta Chihiza-le, Wilson fusiona dos de sus pasiones: la ancestralidad y sembrar.

A reverdecer Tunjuelito

En esa época, Wilson vivía solo con su esposa en una casa del barrio Nuevo Muzú, ubicado en la localidad de Tunjuelito, hogar que luego se fue ampliando con la llegada de sus dos hijos: Gabriela y Felipe.

Su transformación en un nuevo hombre inició con el descubrimiento de las plantas medicinales con las que los indígenas elaboran las bebidas y alimentos para sus rituales ancestrales, a las que llama plantas de poder.

“Por recomendaciones de varios sabedores indígenas empecé a fumar las hojas del tabaco, mambear coca y tomar yagé, una medicina espiritual que sana el cuerpo y el alma. Hice mi propia medicina con tabaco, llamada rapé, que tiene propiedades analgésicas y sirve para la sinusitis y el aparato digestivo”.

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Uno de los principales atractivos de la huerta Chihiza-le es una maloca.

En 2007, un predio ubicado en la carrera 61A con calle 52 sur, a las espaldas del salón comunal del barrio y pegado al canal Nuevo Muzú, le causaba una gran preocupación. “Era un botadero de basura y un sitio de consumo de sustancias alucinógenas. También había una alta presencia de habitantes de calle y las barras bravas de Millonarios”.

Wilson recibió otro llamado de la naturaleza: debía recuperar el espacio a través de la siembra de las plantas medicinales que lo habían ayudado con su transformación. “No sería fácil, ya que además de las problemáticas sociales el predio parecía una escombrera con toneladas de plásticos, botellas, escombros y pilas”.

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A punta de pica, pala y azadón, el nuevo líder social y ambiental dio marcha a la recuperación de la zona, la cual abarca un área de aproximadamente 30 por 50 metros. Wilson cataloga este trabajo como apoteósico.

“Destiné varios meses en la limpieza de la zona. Fue muy difícil porque los habitantes de calle entraban a defecar y orinar y las barras bravas estaban apropiadas del sitio, tanto así que tenían pintado el escudo de Millonarios en una de las paredes del salón comunal”.

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La huerta Chihiza-le está ubicada al lado del salón comunal del barrio Nuevo Muzú.

Las duras circunstancias no lo desmotivaron. Wilson decidió que, además de plantas medicinales, también sembraría hortalizas y frutales de una forma agroecológica, es decir sin utilizar ningún químico que perjudicara los recursos naturales.

“Primero iba a los supermercados y me traía al predio los desechos orgánicos para sacarles las semillas, las cuales sembraba en la tierra recuperada sin ningún tipo de orden. Al poco tiempo salieron las primeras cosechas”.

Luego, con asesoría de entidades como el Jardín Botánico de Bogotá (JBB), el líder le dio una mejor forma al terreno al hacer secciones para los frutales, las leguminosas y alimentos de pancoger, un cambio que contó con la ayuda de algunos vecinos del barrio.

“También quería constituir un espacio que permitiera recuperar la ancestralidad de nuestras culturas indígenas y de las semillas nativas. Por eso, decidí nombrar la huerta Chihiza-le, que en la lengua tradicional de los muiscas significa camino del sembrado de vida o enraizamiento a la tierra”.

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El maíz, uno de los cultivos insignias de los muiscas, es protagonista en esta huerta comunitaria.

Punto ancestral

Con el paso de los años, la huerta Chihiza-le se convirtió en un espacio de reunión comunitaria en torno a los alimentos y la recuperación de las semillas nativas, como maíz, frijol, papa y cubio.

“Logramos tener una amplia variedad de semillas nativas, como nueve tipos de frijol, cuatro de papas y algunas de maíz. También sembramos hortalizas, plantas medicinales y aromáticas y frutales, alimentos que pueden cosechar las personas que trabajan en la huerta”.

Wilson construyó un banco de semillas nativas, el cual tiene en su casa para evitar que alguien se las robe en la huerta. “Me dieron varias semillas nativas de papas de Tibacuy. Con una compañera bióloga y su hermana, que es profesora de la Universidad Distrital, hacemos trueques”.

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Varios habitantes del barrio Nuevo Muzú le ayudan a Wilson en la huerta.

En 2015, el cerramiento perimetral de Chihiza-le restringió el ingreso de habitantes de calle y las barras bravas, un mecanismo que disminuyó el robo de las hortalizas y plantas medicinales y dio paso a la consolidación del lugar como un espacio para la ancestralidad.

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Con la ayuda de varias manos amigas, Wilson lideró la construcción de una maloca para hacer los rituales de las comunidades indígenas, como la toma del yagé. La guadua se la donaron los Guakes del Zuque, un grupo comunitario en la localidad de San Cristóbal, y unos jóvenes bioconstructores le ayudaron a hacer el techo con madera y plástico.

“Chihiza-le no es solo una huerta. Es un sitio con responsabilidad espiritual donde hacemos reuniones en torno al fuego en la maloca para hacer la limpieza espiritual del territorio. El collar que tengo en el cuello no lo compré: me lo entregó un indígena amazónico para resguardar el territorio”.

Huertas de Tunjuelito

En la maloca, varias comunidades indígenas realizan rituales alrededor del fuego.

Este lugar de la localidad de Tunjuelito se ha convertido en un punto de encuentro de varias culturas indígenas del país, como los taitas o sabedores de la Sierra Nevada de Santa Marta y el valle de Sibundoy (Putumayo), y los muiscas que aún habitan en varias zonas de Bogotá.

“El taita es el sabedor y el encargado de hacer los rituales, mientras que mi rol es cuidar, proteger y mantener limpio el espacio donde nos reunimos. También vienen seguido los jóvenes del centro experimental del Tunjuelo, los muiscas de Usme y los Guakes del Zuque”.

Las plantas medicinales de la huerta son utilizadas para los rituales ancestrales de la maloca. “Los indígenas que vienen traen la coca para mambear y me regalan manillas y esencias que mantengo en mi mochila y no se las muestro a todo el mundo”.

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Las cosechas de la huerta son repartidas entre las personas que participan en este proceso agroecológico.

Lugar comunitario

Actualmente, en la huerta Chihiza-le trabajan directamente seis habitantes del barrio Nuevo Muzú, su mayoría de la tercera edad: Salvador (82 años), José y Cleotilde (70); Sonia Jazmín y Beatriz (55) y Wilson, el más joven con 43 años.

“Antes también estaban las señoras Quini Dávila y Leonarda Ñámpira, quienes me ayudaron en los inicios de la huerta. El integrante más reciente es don Salvador, quien viene casi todos los días a regar, sembrar y cosechar”.

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Wilson ya perdió la cuenta del número de personas que han participado indirectamente en el proceso comunitario y ancestral de la huerta, ya que el sitio es visitado por muchas personas.

Vienen estudiantes de universidades como la Nacional, Pedagógica, Distrital, Javeriana y la Uniminuto, además de niños de los colegios de la localidad, como la institución educativa distrital Venecia sede B, que colinda con la huerta.

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Salvador es uno de los habitantes del barrio que más trabaja en la huerta.

“Hacemos parte de la Red Agroecológica del sur, huerteros con quienes hacemos trueques y mingas. Hace poco nos visitaron dos mujeres, una italiana y la otra inglesa, y van a hacer su tesis sobre agroecología en nuestra huerta. Como no anoto la cantidad de personas que nos han visitado, esa cifra es un misterio”.

Las paredes del salón comunal que limitan con la huerta también exhiben muestras de la ancestralidad y la naturaleza, como el misterioso jaguar, colibríes, princesas guerreras y figuras indígenas.

“Estos murales fueron pintados por jóvenes artistas de la localidad. La fachada del salón comunal, que antes tenía el escudo de Millonarios, tiene un hermoso mural con las palabras Nuevo Muzú, territorio que preserva la naturaleza”.

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El jaguar, un felino sagrado para los indígenas amazónicos, está presente en los muros de la huerta.

El canal Nuevo Muzú, uno de los vecinos de la huerta, es otro de los sitios que la comunidad ha recuperado. “Tiene 400 metros lineales y desemboca en el canal San Vicente 2, que luego ingresa al río Tunjuelo. Es nuestro corredor ecológico que llevamos más de 20 años recuperando con la siembra de árboles nativos”.

Como Chihiza-le está ubicada en espacio público, los miembros de la comunidad que participan tuvieron que cumplir con lo dispuesto en el protocolo de huertas urbanas y periurbanas ubicadas en estos lugares.

Luego de presentar todos los documentos y requisitos del protocolo, el grupo comunitario liderado por Wilson recibió el aval para continuar con la actividad de agricultura urbana y ancestral en la huerta, un trabajo que suma 15 años y el cual se fortalece a diario.

Huertas de Tunjuelito

Chihiza-le fue aprobada por el protocolo de huertas en espacio público.

Presente y futuro

El espíritu de la huerta Chihiza-Ie es la construcción de tejido social a partir de las prácticas agroecológicas y ancestrales. Según Wilson, el objetivo es transformar escenarios negativos a partir de las intervenciones artísticas y ambientales.

“Queremos generar un espacio de encuentro y de aprendizaje constante de las labores agrícolas, así como de las actividades que consideramos tradicionales del territorio y que fortalecen nuestra esencia; desarrollamos el círculo de palabra por medio de talleres de tejido y meditación”.

Chihiza-Ie es un espacio de puertas abiertas para las familias del barrio, indígenas de diversas comunidades, docentes, niños, jóvenes y estudiantes. “Es un lugar de encuentro alrededor de la siembra, el círculo de la palabra y la soberanía alimentaria, donde se logra el reconocimiento de la tierra y de los valores culturales propios por medio de las mingas”.

Huertas de Tunjuelito

La ancestralidad es uno de los espíritus de esta huerta de Tunjuelito.

Además de la siembra agroecológica y el rescate de la ancestralidad y las semillas nativas, esta huerta fomenta el acopio y transformación de la materia orgánica e inorgánica por medio del reciclaje.

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Tiene su propio lombricultivo, una crianza y manejo de lombrices de la que se obtienen productos como el humus para fertilizar los cultivos. Los miembros de la huerta también hacen compostaje con los residuos orgánicos que salen de las cocinas.

Este proceso comunitario recoge botellas plásticas, envases que son llenados con material plástico como las envolturas de las golosinas. La Asociación de Recicladores de Bogotá las recoge para luego transformarlas en madera plástica.

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La agricultura urbana es tan solo una de las aristas de este proceso comunitario.

“Para regar los cultivos, esta huerta cuenta con un mecanismo de recolección de aguas lluvias que fue proporcionado por la empresa PAVCO: un tanque de 1.100 litros de capacidad”.

Entre los alimentos que da la huerta están curuba, uchuva, lulo, tomate de árbol, granadilla, papayuela, gulupa, ají, tomate, haba, frijol, maíz, lechuga, acelga, cubio, papa, romero, cilantro, caléndula, hierbabuena, ruda, tabaco y cannabis.

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Como las culturas indígenas son las principales protagonistas de Chihiza-Ie, uno de los objetivos es recuperar y cuidar las semillas ancestrales de especies como papa, maíz, frijol y cubio. Esta huerta también cuenta con algunos de los árboles nativos de Bogotá, como carbonero, chicalá, sauco, cerezo, borrachero y caucho sabanero.

“Queremos constituir nuestra huerta como un referente comunal, regional y nacional de la agricultura urbana familiar basado en las prácticas ancestrales, además de ser un modelo a replicar en cultivos orgánicos de hortalizas, hierbas aromáticas, medicinales y flores”.

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Esta huerta ha contado con el apoyo y asesoría técnica del Jardín Botánico.

Jhon Barros
Author: Jhon Barros

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Jardín Botánico de Bogotá