- Varias personas que sufrieron los estragos del conflicto armado han sanado un poco las heridas del pasado en la huerta de La Esperanza, ubicada en el centro de encuentro para la paz y la integración local del barrio Metrovivienda.
- Katiana del Mar Vásquez, nacida en los Montes de María, es una de las ciudadanas que siembran y cosechan hortalizas y plantas medicinales en esta huerta, donde recuerda las enseñanzas que le daba su padre antes que los grupos armados le quitaran la vida.
- Este terreno de la localidad de Bosa ha contado con la ayuda de las ‘Mujeres que reverdecen’ vinculadas voluntariamente al Jardín Botánico de Bogotá (JBB), quienes lideraron un proceso de compostaje.
Hace 32 años, en una casa humilde pero acogedora de San Jacinto, municipio del departamento de Bolívar que hace parte de los Montes de María, Katiana del Mar Vásquez abrió por primera vez sus ojos negros, rasgados y soñadores.
“Mis padres tenían una finca repleta de ganado y muchos cultivos de yuca, plátano, ciruela y frijol, los cuales aprendí a sembrar. San Jacinto, la tierra de la hamaca grande, era un pueblo con ríos cristalinos, bosques secos tropicales y miles de aves que nos deleitaban con su canto caribeño”.
Cuando cumplió los siete años, la pequeña morena de nariz chata, cachetes pecosos y rostro redondo vivió en carne viva las atrocidades de la violencia. Los grupos armados al margen de la ley le quitaron la vida a su papá, un hombre cariñoso, trabajador y alegre que ella idolatraba.
“Mis ojos presenciaron el asesinato de mi papá, una imagen que nunca podré olvidar. Es una herida abierta que jamás sanará porque me quitaron lo más importante que tenía en la vida. 1997 fue uno de los años más violentos en los Montes de María”, dice Katiana del Mar con la voz entrecortada y la cara llena de lágrimas.
La familia quedó a la deriva al perder la finca, el ganado y los cultivos. Los 15 niños, la madre y la abuela fueron acogidos por algunos amigos que tenían en el casco urbano de San Jacinto, pero el camino se tornó culebrero y lleno de necesidades al afrontar una nueva vida donde no tenían cabida la agricultura y la ganadería.
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“Tuve que soportar el maltrato físico y verbal de mi mamá y abuela durante varios años. Nunca conté con el amor que le debe dar una madre a su hija y estuve siempre sola. La perdoné porque fue la mujer que me parió y me dio la vida; sean lo que sean a los papás hay que respetarlos y valorarlos”.
Cuando su paciencia llegó al tope, la pequeña costeña salió corriendo de la casa familiar y encontró moradas temporales en hogares de algunos conocidos del pueblo. “Empecé a trabajar haciendo aseo en casas de familia y me convertí en una niña independiente; solo tenía nueve años y la vida era la que me daba lecciones”.
Katiana del Mar soñaba con estudiar, algo que veía imposible si se quedaba en San Jacinto. Por eso decidió coger rumbo hacia Barranquilla, capital del departamento del Atlántico, donde siguió trabajando como empleada del servicio y cuidando casas.
“En la Arenosa encontré trabajo en la casa de los Merlano Paternina, quienes me motivaron a hacer el bachillerato nocturno en el colegio Julián Pinto Bueno. Cuando terminé hice un curso de cocina, pero no lo pude terminar porque me faltaron las prácticas”.
Vida en la nevera
En sus años como estudiante en Barranquilla, Katiana del Mar se enamoró perdidamente de un militar. Soñaba con tener un hogar amoroso como el que tuvo antes que la violencia y el maltrato llegaran a su vida en los Montes de María.
“Pero no se pudo. Me enteré que el militar tenía otra mujer y cuando lo enfrenté me propuso que viviéramos los tres, algo aberrante para mí. Una amiga que vivía en Bogotá, en la localidad de Kennedy, me propuso que me fuera para allá a comenzar de cero”.
A los 19 años llegó al barrio Marsella, donde cuidó una casa durante cinco meses. “En esa época no sabía que podía reclamar mis derechos como víctima de la violencia. Me tocó comer mucha de la que sabemos, luego hice un curso de seguridad y me convertí en vigilante”.
La sanjacintera se dio otra oportunidad en el amor y tuvo a sus dos hijas, Mary Ángel y Luciana, quienes asegura fueron enviadas desde el cielo por su papá, los ángeles y la Virgen María.
“Son regalos de la vida porque pensaba que no podía tener hijos. Había quedado embarazada 15 veces y todos los perdí; mi matriz estaba destruida por tantos legrados. Luciana es la coladita, un angelito que no estaba en mis planes”.
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Su hija menor presentó varios problemas en la piel y los primeros médicos que la vieron dijeron que era dermatitis. “Pero los tratamientos no le hacían efecto y Luciana no mejoraba. Sin embargo, en esos años de diagnósticos fallidos la vida empezó a sonreírme”.
Sanando el pasado
Una amiga la convenció de irse a El Recreo, un barrio de la localidad de Bosa donde encontró una casa en arriendo que podía pagar con el sueldo como vigilante. “El arriendo era de 300.000 pesos y ahí construí un hogar con mi esposo y dos hijas. Allí vivimos desde el año 2014”.
Katiana del Mar se enteró que cerca de su casa había un lugar de la Alcaldía de Bogotá donde ayudaban a las personas que han padecido por los estragos de la violencia. Se trataba de uno de los ocho centros de encuentros para la paz y la integración local de víctimas del conflicto armado que hay en la ciudad, ubicado en el barrio Metrovivienda.
“Desde que ingresé me enamoré del lugar, en especial del centro de medicina ancestral afrocolombiana Kilombo, a cargo de la señora Martha Rentería. Allí realizan talleres y cursos basados en la ancestralidad y con las plantas medicinales”.
En este lugar hacen presencia las diferentes entidades del Sistema Nacional de Atención y Reparación a Víctimas (SNARIV), como la Unidad de Víctimas, la Secretaría de Integración Social y la Personería, donde realizan procesos de orientación, atención y asesoría para las víctimas del conflicto armado interno.
“Me abrieron las puertas y pude contar todo lo que me pasó desde que perdí a mi padre, algo en lo que sigo luchando porque no se han esclarecido los hechos, es decir que todavía es un caso impune. También empecé con el proceso de restitución de tierras por la finca que nos quitaron”.
En el centro de encuentro para la paz de Bosa, la costeña conoció a Miguel Herrera, uno de los psicosociales que le ha ayudado a sanar un poco las heridas causadas por los años de violencia y desplazamiento.
“El profe Miguel y la señora Martha Rentería fueron los que me mostraron la huerta de La Esperanza, un espacio creado por varias de las víctimas del conflicto y donde tenemos la oportunidad de regresar a nuestras raíces campesinas. Sin pensarlo dos veces, decidí participar en el proceso para volver a sembrar”.
Huerta de La Esperanza
Según Miguel Herrera, la huerta de La Esperanza, un amplio terreno hoy lleno de hortalizas y plantas medicinales, nació hace cuatro años cuando fue liderada por un grupo de víctimas del conflicto que participaba en el centro de encuentro de Bosa.
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“Luego, en octubre de 2019, nos articulamos mejor para hacer procesos en la huerta. Por ejemplo, a todas las personas víctimas que están recién llegadas a Bosa, les hacemos un acompañamiento psicosocial a través de la siembra y el trabajo con la tierra en la huerta”.
Todos los jueves, entre las nueve de la mañana y la una de la tarde, Herrera lidera las actividades agroecológicas de la huerta con las víctimas del conflicto. “Son personas que vienen al centro para ser parte de la ruta de asistencia de atención y deciden involucrarse en el proceso de la huerta”.
La Esperanza comenzó con ocho personas, cifra que con el paso de los años ha crecido. “Actualmente tenemos 12 víctimas del conflicto fijas en la huerta”, dijo Herrera. “Pero a veces llegan más de 30, personas que están haciendo su estabilización socioeconómica en el centro y como principio de corresponsabilidad vienen a la huerta”.
En este terreno, que tiene un espantapájaros en todo el centro, las víctimas hacen los surcos, se untan de tierra, siembran semillas y plantan hortalizas y especies medicinales y aromáticas, actividades que les sirven como terapia.
“Todo lo que se cultiva es para las víctimas que participan en el proceso. A finales de noviembre hacemos una feria de trueques, donde las personas que se llevan las hortalizas nos dan a cambio comida para los perritos que tenemos”, informó el psicólogo del centro de Bosa.
Las puertas de la huerta ahora están abiertas para los vecinos que quieren sembrar, cosechar o ayudar en los trabajos que se necesitan. “También vienen líderes y estudiantes de colegio, quienes aprenden a sembrar y conocen el proceso que hacemos con las víctimas”.
Los cultivos más representativos de la huerta son la arveja, frijol, lechuga, zanahoria, maíz, tomate, caléndula, hierbabuena y ruda. La mitad del predio es para las hortalizas y la otra para las plantas medicinales.
“El proceso que hacemos en la huerta les ha ayudado mucho a las personas víctimas del conflicto armado, ya que todas, como Katiana, provienen del campo y se dedicaban a las actividades agrícolas. Acá reviven esos años antes de que la violencia los sacara de sus hogares”, apuntó Herrera.
Aunque las heridas causadas por la pérdida de su padre y el maltrato vivido en su niñez siguen abiertas, Katiana del Mar asegura que las labores en la huerta le han inyectado mucha paz y le sirven como un bálsamo para que el pasado no sea tan insoportable.
“Las personas del campo amamos la naturaleza, las plantas y la tierra, por lo cual la huerta es el espacio ideal para poder conectarnos con nuestras raíces. Sabemos cuándo se debe sembrar y conocemos lo que necesitan las plantas; por ejemplo, si se siembra con tristeza, las matas no crecen y se mueren”.
En la huerta de la Esperanza, esta costeña experta en cocinar manjares costeños como arepas de huevo y carimañolas, complementó sus conocimientos agrícolas con las nuevas técnicas que le han enseñado los expertos del centro de encuentro.
“Por ejemplo, no sabía que una huerta necesita de un diseño especial, donde las hortalizas y plantas medicinales deben ir en distintos surcos y algunas se deben mezclar para evitar la llegada de las plagas”.
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Miguel Herrera y Martha Rentería, la encargada del centro de medicina ancestral Kilombo, le dieron un espacio para que montara su propia huerta, donde siembra sábila, ruda, ajo de hoja, espinaca, apio, perejil, cidrón, caléndula y menta sin ningún tipo de químico.
“Me la paso metida en mi pequeña huerta, a la que le doy amor y dedicación diaria. La señora Martha Rentería me ha enseñado a hacer tratamientos curativos para los dolores y problemas musculares con algunas de las plantas, como cremas y purgantes con sábila, romero y caléndula”.
Reverdeció como mujer
A comienzos de este año, Katiana del Mar fue seleccionada como una de las ‘Mujeres que reverdecen’ que le ayudarían de forma voluntaria al Jardín Botánico de Bogotá (JBB) a fortalecer huertas, jardines y arbolado, un programa que define como otro regalo enviado por sus ángeles, padre y la Virgen María desde el cielo.
“A mi celular llegan muchos links e invitaciones por WhatsApp. Uno de ellos decía que estaban buscando mujeres para reverdecer la ciudad y decidí llenar el formulario de una porque todo lo que tenga que ver con la naturaleza me apasiona”.
La mujer caribeña y risueña ingresó al grupo de 30 mujeres de los barrios El Recreo y Metrovivienda, a cargo de Nubia Cifuentes, experta del JBB. «La profe primero nos capacitó sobre agricultura urbana y arbolado. Recuerdo que yo la interrumpía a cada rato porque siempre me vuelvo loca con los temas de la naturaleza”.
En una de las capacitaciones, Nubia les dijo a las mujeres que la ayudaran a encontrar un lugar para hacer las prácticas ambientales, específicamente una huerta. Katiana del Mar levantó inmediatamente la mano y le contó sobre la huerta de La Esperanza en el centro de encuentro de Bosa.
“La profe Nubia quedó encantada con lo que hacemos en el centro. Salí corriendo a donde el profe Miguel y la señora Martha para comentarles que las ‘Mujeres que reverdecen’ queríamos apoyarlos con el trabajo de la huerta”.
Herrera le informó que primero debían escribir un documento con los objetivos del programa. “Luego nos reunimos y acordamos que las mujeres ayudarían en las labores de la huerta, realizarían el proceso de compostaje y un sistema de goteo e instalarían señales con los nombres de las plantas”, dijo el psicólogo.
Además de ayudar a reverdecer la huerta, estas mujeres han asistido a varias de las sesiones sobre expresión de emociones y ancestralidad que brindan los expertos del centro de encuentro
“Hemos participado en las terapias espirituales y ancestrales de la señora Martha y las charlas de equidad y respeto de la mujer del profe Miguel. Además de sembrar en esta huerta, en el programa ‘Mujeres que reverdecen’ aprendí sobre el plateo de los árboles y sus nombres científicos”.
Regreso al pasado
Según Katiana del Mar, la huerta de La Esperanza le ha permitido regresar simbólicamente a su casa en el territorio caribeño y conectarse con sus raíces campesinas. “Cada vez que siembro vuelvo a los Montes de María y recuerdo cuando mi papá me enseñaba a sembrar yuca, plátano y ciruela”.
Afirma que las heridas de su alma y corazón no están tan abiertas desde que volvió a sembrar. “Las heridas no cicatrizan de la noche a la mañana, pero el contacto con la naturaleza si sana muchas cosas del pasado. Esto es vida y siento que mi papá siempre está presente”.
Esta mujer caribeña manifiesta que su paso en el programa del JBB le ha permitido reverdecer como mujer. “Todas las mujeres tenemos historias de vida llenas de tristezas, las cuales se desvanecen un poco a través del contacto con la tierra. Acá reverdecemos todos los días porque somos semillas y plantas”.
En enero de este año, Katiana del Mar volvió a San Jacinto para ver el terruño que le otorgaron luego de un largo proceso de restitución de tierras. “Fui sola porque si llevaba a mis hijas sabía que no regresaría. Aunque me encantaría vivir en mi pueblo, el futuro de ellas está en Bogotá, una ciudad donde tienen más oportunidades para salir adelante”.
Una de las primeras escenas que vio al regresar al pueblo fue a unos campesinos quemando la vegetación para sembrar. “Raspar y quemar es una de las prácticas más antiguas en el Caribe colombiano, algo que jamás haría porque ya sé que no sirve para nada. Tampoco aplicar químicos a los cultivos, venenos que matan todos los recursos y afectan la salud”.
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Katiana del Mar quiere dejar huella en la localidad de Bosa y por eso ya trabaja en la creación de un grupo de niños ambientalistas. «Quiero enseñarles a reciclar y sobre los frailejones de los páramos. Mi sueño es que todos elaboremos botellitas de amor, las cuales se rellenan con los plásticos y así evitamos que lleguen a los ríos”.
La Chacra Orgánica
Bosa fue una de las localidades con mayor participación femenina en el programa ‘Mujeres que reverdecen’ con el Jardín Botánico (más de 200), ya que casi todas se dedicaron en el pasado a las actividades agrícolas.
Hilda Cano y Bertilda González, habitantes de Bosa San Bernardino, ingresaron al grupo de 50 mujeres a cargo de Nubia Cifuentes, quienes han fortalecido huertas, parques y jardines de los barrios El Recreo y Metrovivienda.
Estas dos madres solteras escogieron el turno de las tardes, cuatro horas diarias donde reverdecieron sitios como la huerta de La Esperanza del centro de encuentro para la paz y la integración local de víctimas del conflicto armado.
“Desde que ingresamos al programa, la profe Nubia nos dijo que teníamos que pensar en crear un proyecto propio relacionado con las temáticas ambientales. Con otras tres compañeras, Luz María, Aracely y Marcela, decidimos irnos por el lado de una huerta comunitaria”, aseguraron Hilda y Bertilda.
Un conocido del barrio tenía en su casa un terreno ideal para montar la huerta. El sitio estaba abandonado y repleto de maleza y pasto kikuyo, por lo cual las cinco mujeres le propusieron reverdecerlo con la siembra de hortalizas y plantas medicinales.
“El señor nos dio permiso e inmediatamente comenzamos a trabajar en el terreno de 25 metros cuadrados. Decidimos ir todos los jueves en la tarde y cada una se encargó de llevar algo, como herramientas, abonos, semillas y plántulas”.
Las cinco mujeres bautizaron la huerta como la ‘Chacra Orgánica’, una palabra ancestral utilizada por varias de las comunidades indígenas de Colombia. “Tenemos brócoli, lechuga, perejil, apio, hinojo, rábano, zanahoria, mostaza, caléndula, acelga china y cebollín, productos que destinamos para el autoconsumo de las familias y el dueño del predio».
Estas mujeres aseguran que no hay nada mejor que comer lo que uno siembra, más aún si son productos sanos. «Ver cómo de una semilla va naciendo una planta y luego la llevamos al plato, es algo indescriptible. Además, nos ahorramos varios pesos porque no tenemos que ir a la tienda a comprar las hortalizas”.
En el programa ‘Mujeres que reverdecen’, Hilda y Bertilda aprendieron que no se necesitan grandes extensiones de tierra para sembrar. “Aunque ambas venimos del campo, acá nos enseñaron a sembrar en sitios pequeños como terrazas, materas y botellas plásticas, además de hacer abonos y biopreparados para combatir las plagas”.
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Estas vecinas aseguran que el trabajo en la huerta del centro de encuentro ha sido una experiencia bonita y gratificante. “Esta huerta es muy especial porque es un espacio para que las víctimas del conflicto puedan sanar sus heridas. Acá conocimos a Katiana del Mar, una mujer hermosa que nos ha enseñado mucho”.
En las huertas urbanas de Bosa, Bertilda González pudo volver a sembrar hortalizas, una actividad que aprendió de sus padres y abuelos y la cual se vio interrumpida cuando la localidad comenzó a llenarse de cemento y viviendas.
“Toda mi niñez me la pasé sembrando papas, maíz, trigo y cebada, los alimentos sagrados de los muiscas. Pero con la llegada del cemento nos quedamos sin tierra para sembrar y me tocó trabajar en casas de familia: así saqué adelante a mis seis hijos”.
Bertilda asegura que en las huertas urbanas se ha reencontrado con sus raíces ancestrales. “Llevaba décadas sin poder sembrar una papa. En ‘Mujeres que reverdecen’ conformamos un grupo muy bonito basado en la solidaridad y el respeto, y ahora estoy dedicada a la huerta ‘Chacra Orgánica’ con mis cuatro compañeras”.
Hilda Cano nació en Manizales, capital del departamento de Caldas donde quedó huérfana a los cinco años. “Mis papás perdieron la vida en un accidente de carro y yo me salvé de milagro. Mis hermanos se encargaron de mí y luego estuve interna en un colegio de monjas”.
Antes de perder a sus padres, esta paisa tuvo el privilegio de conocer varios cultivos en la finca familiar, como café, maíz, caña, naranjas y mandarinas. “Eso se me quedó grabado en la mente, pero no pude dedicarme a la agricultura. A los 15 años llegué a Bogotá donde una hermana y seguí con mis estudios”.
En Bosa hizo hasta noveno de bachillerato y un curso de enfermería en el SENA. Luego trabajó en un hogar geriátrico y tuvo seis hijos, con los que aún vive en su casa del barrio San Bernardino.
“Mi vida cambió mucho desde que ingresé a ‘Mujeres que reverdecen’, ya que además de aprender sobre jardines, arbolado y huertas, me relajo y olvido los problemas cuando trabajo la tierra. En la Chacra Orgánica se nos pasan las horas sembrando y siempre llevamos hortalizas sanas a las casas”.
Mujeres nuevas
En octubre del año pasado, Nubia Cifuentes comenzó a trabajar con las 50 ‘Mujeres que reverdecen’ de la localidad de Bosa, seis meses en los que ha observado profundos cambios en sus comportamientos y formas de ser.
“Han mejorado mucho en su autoconocimiento como mujeres. En este programa se dieron cuenta que tienen muchas habilidades que permanecían ocultas y han aprendido a reconocerse como mujeres cuidadoras”.
Los regaños y calificaciones no hacen parte de su forma de enseñar. “Jamás les digo que algo está mal y tampoco las califico. Además de aprender sobre varias temáticas ambientales, en estos espacios lo que hacemos es reconocernos con mujeres y potenciar las habilidades que tenemos”.
Jenny Benavides, una mujer de 46 años y habitante del barrio Porvenir, aseguró que este programa le permitió darse cuenta que la mayoría de mujeres han estado en algún momento de vulnerabilidad, algo de lo que poco hablan.
“Acá nos expresamos y no nos sentimos solas. Hemos llorado y contado todas esas historias que guardamos en lo más profundo de nuestro ser. Al dejar salir todo eso nos reconocemos más como mujeres y nos apoyamos para poder cumplir nuestros anhelos y sueños”.
Martha Amaya, una de las ‘Mujeres que reverdecen’ del barrio San Jorge, era una de las que menos hablaba o conversaba durante los primeros días del programa. “Yo era una mujer encerrada, sola y casi ni salía de casa. En este programa florecí porque pude expresarme sin sentir pena. Eso se los debo a la profe y mis compañeras”.
También descubrió un amor oculto por las plantas y árboles, recursos naturales que antes poco observaba. “Me enamoré del verde de la naturaleza al ayudar en las huertas y parques. Acá reverdecimos como mujeres y ahora somos mejores personas”.
Soy Diana Perez, de mujeres que reverdecen de la localidad de Bosa. siento que estos programas ayudan mucho a las personas en especial a las mujeres a salir de la zona de confort, ayudando a desarrollar sus habilidades, a su crecimiento personal y laboral.
Este programa cambió mi punto de vista, con respecto a la naturaleza y al Medio ambiente, nos enseña a cuidarla y amarla por que hace parte de nuestra vida y diario vivir. ¡ Excelente programa!
Qué chévere qué resaltar las huertas de nuestro trabajo y me gustaría que el proyecto de mujeres que reverdese siguiera en otra etapa más avanzada
Hermosos ejemplos de resiliencia. Ellas son las verdaderas maestras del arte de vivir más allá de sobrevivir. Gracias a estas mujeres que nos muestran el empoderamiento de manera real y verdadera.