• Varias enfermedades crónicas y problemas físicos no le impidieron a esta boyacense de 59 años darle vida a una pequeña huerta en su apartamento del barrio Bachué, ubicado en la localidad de Engativá.
  • Con la ayuda de su hija Juliana y varios expertos del Jardín Botánico, María Resurrección Sánchez sembró hortalizas y plantas medicinales en más de 55 materas y botellas plásticas.
  • La historia de vida de esta madre soltera, enfermera y una de las ‘Mujeres que reverdecen’ de Bogotá, es un ejemplo de resiliencia, fortaleza y superación.
Mujeres que reverdecen

En su paso por ‘Mujeres que reverdecen’, María Resurrección montó su huerta casera.

No necesita de una alarma para abrir sus ojos negros y expresivos. Todos los días, su reloj biológico la despierta sin falta a las cinco de la mañana, hora en la que su pequeño apartamento del barrio Bachué, ubicado en la localidad de Engativá, está gobernado por la penumbra.

María Resurrección Sánchez no se puede parar sola de la cama. Por eso, extiende su brazo derecho y jala una cuerda que enciende el bombillo de la habitación, una nueva luz que le permite evidenciar que la otra cama del cuarto está perfectamente tendida.

“Buenos días mi amor, hoy amanecí con vida”, dice la boyacense de 59 años con una voz fuerte pero cariñosa. Las palabras son para su única hija, que se encuentra en la cocina preparando el café, las arepas y los huevos del desayuno.

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María Resurrección y su hija Juliana han pasado por muchos obstáculos y dificultades.

Juliana abre la puerta del cuarto, saluda a su progenitora y le da un beso fraternal en la frente. Luego la ayuda a sentarse en la cama, le acerca un caminador y un bastón metálico y revisa que la máquina de oxígeno esté funcionando a la perfección.

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A pasos lentos pero firmes, María Resurrección coge rumbo hacia la sala y comedor del apartamento y se detiene a observar las más de 10 fotografías que hay colgadas en las paredes, donde aparece con su hija y vestida con un traje blanco de enfermera.

“Durante muchos años trabajé como enfermera en varios hospitales de Bogotá, un trabajo que llegó a su fin cuando las enfermedades y problemas respiratorios, de tiroides y de columna, se apoderaron de todo mi cuerpo”, recuerda con tristeza la boyacense.

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María Resurrección extraña profundamente sus años como enfermera.

Luego de desayunar y bañarse, una actividad que también lidera su hija de 28 años, María Resurrección se sienta en una silla plástica que hay en el antejardín del apartamento, ubicado en un primer piso y el cual está protegido por una reja.

Coge un balde grande lleno de tierra negra y fértil y lo pone sobre sus piernas. Mete sus manos, que carecen de unos cuantos dedos, y comienza a amasar el material como si se tratara de una masa para hacer pasteles.

“Con esta tierra le he dado vida a varias hortalizas y plantas medicinales y ornamentales que sembré y planté en más de 55 materas y botellas plásticas y dos guacales. Mi huerta casera se llama Dobi, el nombre de un perrito hermoso que nos acompañó durante muchos años”.

María Resurrección destina toda la mañana para darle amor a su pequeña huerta, un proyecto que nació este año en su paso por el programa ‘Mujeres que reverdecen’, donde estuvo vinculada voluntariamente con el Jardín Botánico de Bogotá (JBB).

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Dobi, el nombre de un perro que amó con fuerza, es el nombre de la huerta casera de esta boyacense.

“Debido a mi discapacidad física no podía ir a las huertas o jardines de la localidad, como lo hicieron mis otras compañeras del programa. Las profesoras y profesionales del JBB vinieron a mi casa y me enseñaron mucho sobre agricultura urbana, lecciones que me sirvieron para reverdecer mi antejardín”.

Desde la silla plástica, la boyacense saluda a los vecinos del barrio y les saca sonrisas a los hombres jóvenes con sus piropos jocosos. “Aunque mi vida ha estado llena de obstáculos, rechazos, discriminaciones y sufrimientos, siempre me ha gustado hacer reír a la gente”.

Rechazos desde niña

Hace 59 años, en el municipio boyacense de Somondoco, María Resurrección abrió por primera vez sus ojos de color negro ébano. Pero a diferencia de la mayoría de familias, donde la llegada de un bebé es símbolo de amor, la suya la rechazó.

“Nací incompleta porque me faltan varios dedos de las manos y los pies, algo que no aceptaron mis abuelos y decidieron guardarme durante cuatro meses para que nadie me viera. Mi mamá no soportó ese rechazo y nos fuimos para Bojacá, municipio de Cundinamarca”.

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En la agricultura urbana, María Resurrección ha encontrado un aliciente para combatir sus dolores físicos.

Su madre la llevaba a los cultivos de papa, maíz, arveja, trigo y cebada donde trabajaba y allí aprendió a sembrar. Sin embargo, la discriminación no llegó a su fin en Bojacá y la comunidad se burlaba constantemente de la condición física de ambas.

“Yo no tenía algunos dedos y mi mamá sufría de neurofibromatosis, una enfermedad que le generó granos muy grandes en la cara y todo su cuerpo. Nos molestaban mucho por nuestro aspecto y además éramos muy pobres”.

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Desde que nació, su papá no quiso responder ni reconocerla como hija. Por miedo a una demanda, el progenitor les abrió las puertas de una finca que tenía en Gachalá, donde María Resurrección alcanzó a pensar que la vida por fin le iba a sonreír.

“Esa finca era muy hermosa y estaba repleta de plátano, café, guayaba y maíz. Con mi madre hicimos una huerta casera donde sembramos cilantro y cebolla y yo me la pasaba trepada en los árboles de pomarrosa y mango; vivía feliz en el campo”

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Las suculentas están entre las plantas favoritas de esta madre cabeza de familia.

A los 10 años, cuando terminó el quinto grado de primaria, María Resurrección tomó la decisión de irse a Bogotá para tener una mejor calidad de vida, algo que no podía tener en las tierras fértiles de Gachalá.

“Fue una época muy dura de mi vida. Por ejemplo, mi mamá quería ponerme a pedir limosna en las calles y algunos hombres me hicieron muchas cosas malas que prefiero no recordar. Me volé de la finca con la ayuda de la profesora de la escuela, que vivía con su familia en el barrio 20 de Julio”.

En el nuevo hogar, la pequeña boyacense aprendió a cocinar, planchar y hacer oficio. Sin embargo, solo estuvo allí un par de meses porque los hijos de los dueños de la casa no se cansaban de sobrepasarse con ella.

“Me puse a trabajar como empleada de servicio interna y estuve en muchas partes de Bogotá. Cuando cumplí los 12 años, mi papá vendió la finca y decidió enviarme a mi mamá porque estaba muy enferma; me tocó hacerme cargo de ella”.

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Claudia Veloza, profesional del JBB, se convirtió en el ángel de la guarda de María Resurrección.

Sobrevivir en la capital

Con 18 años recién cumplidos, María Resurrección encontró trabajo en una empresa de encurtidos, donde se encargaba de pelar piñas y brevas y desgranar arvejas. “Las manos me sangraban mucho por la leche de la piña y la breva, pero estaba contenta por el puesto fijo”.

En esa época trató de seguir con sus estudios de bachillerato durante las noches en el colegio Santa Teresa de Jesús de Fontibón, donde fue becada. “Pero unos muchachos que consumían droga les hicieron pilatunas a las monjas y la nocturna llegó a su fin; alcancé a hacer hasta cuarto de bachillerato”.

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La enfermedad de su madre empeoró y tuvo que llevarla al hospital San Juan de Dios, donde la iban a operar de la cabeza. Sin embargo, en esos días llegaron muchas personas heridas de la avalancha de Armero y la cirugía quedó en el limbo.

“Como pedía muchos permisos en la empresa de encurtidos para visitar a mi madre en el hospital, me echaron. Tuve que mandarla para Bojacá a donde unos conocidos porque ya no tenía recursos para ayudarle”.

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Las paredes de la sala de su apartamento están llenas de recuerdos de su trabajo como enfermera.

La boyacense siguió trabajando como empleada del servicio en varias casas, con lo que escasamente podía sobrevivir. “Duré como dos meses a punta de pan y sorbos de gaseosa y a veces comía sal para embolatar el hambre; por eso, años después comencé a sufrir de la tiroides”.

La situación económica era cada vez más crítica, tanto así que estuvo a punto de trabajar en un prostíbulo o irse fuera del país llevando droga. “El dueño del prostíbulo me dijo que podía utilizar guantes para ocultar la falta de dedos en mis manos; menos mal Dios no permitió que aceptara ese trabajo”.

Al poco tiempo encontró ofertas laborales en los cultivos de flores de algunos municipios de la sabana de Bogotá, actividades que la transportaron a los pocos años de felicidad que tuvo en el campo cundiboyacense.

“Mi calidad de vida mejoró un poco. Saqué una pieza en el barrio Santa Sofía, en la localidad de Barrios Unidos, y empecé a ahorrar para terminar mis estudios de bachillerato y luego convertirme en enfermera, uno de mis grandes sueños”.

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María Resurrección y su hija utilizan las hortalizas de la huerta para preparar ensaladas.

Madre y enfermera

María Resurrección no tenía tiempo libre y poco dormía. Todos los días, una ruta la recogía a las 3:30 de la mañana para llevarla a la empresa de flores, donde permanecía hasta las tres de la tarde.

“En las tardes estudiaba auxiliar de enfermería en un instituto de Chapinero y en las noches, hasta las 10, validaba el bachillerato. En esa época, una conocida me presentó a Julio, un señor de 65 años que era viudo y estaba buscando compañía para pasar sus años de vejez”.

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Julio, que trabajaba como técnico en estructura de aviación en el aeropuerto, le arrendó una pieza de su casa, ubicada en un barrio de Fontibón. “Aunque nunca me enamoré de él, accedí a tener una relación sentimental porque pensaba que mi vida iba a ser menos dura”.

Aunque su pareja le doblaba la edad (ella tenía 31 años), María Resurrección quedó embarazada. “El 6 de octubre de 1994 nació Juliana, un regalo de Dios que me ha ayudado a sobrevivir en estos últimos años llenos de enfermedades y dolencias”.

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Dos perritos adoptados acompañan a María Resurrección en sus labores como huertera.

Luego de tener a su única hija y cuidarla durante dos años, la boyacense empezó a leer muchos libros y presentó un examen para ser bachiller, el cual pasó con méritos. Posteriormente se graduó como auxiliar de enfermería y entró a trabajar en el hospital San Juan de Dios.

“Una compañera me dijo que estaban buscando enfermeras en el hospital San Pedro Claver, hoy Hospital Universitario Mayor Méderi. Cuando les dije que también trabajaba en el San Juan, me contrataron de una”.

La enfermera dividía su tiempo entre las salas de parto, urgencias y medicina interna de ambos hospitales, actividades que no le permitían ver mucho a su pequeña hija. “Me tocaba dejarla en jardines infantiles; ella lloraba por fuera y yo por dentro”.

Así estuvo durante varios años, hasta que encontró trabajo en la clínica Carlos Lleras Restrepo, donde tuvo varios contratos de prestación de servicios. “Con un solo puesto podía ver más a mi Julianita, pero en esa época la situación con mi pareja se tornó violenta”.

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Los profesionales del JBB la ayudaron a montar un lombricultivo.

Agobiada por el maltrato de su cónyuge, María Resurrección se volvió cristiana y metió a su hija en el colegio Manantial de Vida. “Un día vi un letrero que decía se arrienda pieza y me fui para allá. Fue algo muy duro porque me tocaba dejar a la niña con la dueña de la casa”.

Mientras trabajaba en la clínica, su corazón y mente estaban con su hija. «Sentía un desasosiego inmenso porque el hijo de la señora consumía droga y podía causarle daño a mi retoño. Le pedí ayuda a la comunidad cristiana, pero me cobraban hasta por hacer una oración. Me salí de esa religión y encontré otra pieza para seguir sola con mi niña”.

Adiós a los hospitales

La madre soltera matriculó a su hija en un colegio distrital, ya que en el plantel cristiano la sacaron por atrasarse en una cuota de la pensión mensual. Sin embargo, no duró más de una semana por el comportamiento de sus compañeros de clase.

“Las niñas no hacían más que mechonearse y los profesores encontraban drogas y armas escondidas detrás del tablero y en los pupitres. Me tocó pedir plata prestada y convencer a los cristianos para que recibieran de nuevo a mi hija en su colegio”.

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La huerta de María Resurrección está conformada por materas, guacales y botellas plásticas.

Mientras María Resurrección seguía trabajando en el hospital Carlos Lleras, donde estuvo más de 10 años, Juliana se graduó como bachiller con excelentes notas. “Ella es una guerrera porque prácticamente le tocó criarse solita. Yo me doblaba en la clínica para tener más recursos económicos y así sobrevivir”.

En esa época se fueron a vivir en arriendo al pequeño apartamento del barrio Bachué, donde llevan nueve años. “Cuando el contrato en el Carlos Lleras llegó a su fin, me dediqué a trabajar aplicando medicamentos. Luego regresé a la San Pedro Claver y allí estuve cuando se convirtió en Méderi”.

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María Resurrección fue diagnosticada con diabetes severa y su columna comenzó a fallar por tantos años de trabajo. “Me incapacitaron muchas veces y las directivas de la Méderi me dijeron que así no podía continuar”.

Antes de despedirse de una de las clínicas que la forjó como enfermera, la boyacense recorrió todos sus pasillos y los llenó con sus lágrimas. “Esa clínica era mi casa, donde hice muchos diplomados, talleres y cursos. Fue muy duro decirle adiós porque no había hecho nada malo”.

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Todas las mañanas, María Resurrección sale al antejardín de su casa para atender la huerta.

Al poco tiempo encontró trabajo en una clínica de Colsubsidio, donde se encargó de cuidar a los neonatos. “Amaba estar con los chiquitines de 600 gramos y yo era la mamá canguro. Me tragaba el dolor de la columna y sonreía por la nueva oportunidad”.

La vida se tornó más dolorosa cuando Juliana fue diagnosticada con linfedema, una enfermedad que le inflama las piernas. “Casi no puede caminar porque le duelen mucho las piernas. Para rematar, Dobi, un perrito que nos acompañaba desde hace mucho tiempo, murió. Quedé devastada y sin ganas de vivir”

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En la clínica no paraba de llorar por las dos noticias devastadoras y su cuerpo comenzó a desfallecer. “Un día me caí por las escaleras y mis problemas de salud empeoraron: un accidente cerebrovascular le quitó movilidad a mi cuerpo, me salieron hernias en toda la columna y estuve hospitalizada dos meses en la Méderi; salí con oxígeno de por vida”.

Hace cinco años, la boyacense puso fin a su vida como enfermera por su complicado estado de salud. No pudo acceder a la pensión de vejez porque no aparecen los pagos de pensión de dos años de trabajo y ahora está en trámites para la pensión por invalidez.

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Los golpes de la vida no le han arrebatado su cálida sonrisa.

“Durante los meses más críticos de la pandemia del coronavirus tuve que recibir en el apartamento al papá de Juliana, ya que ninguno de sus hijos quería hacerse cargo de él. Lo hice para sobrevivir porque el señor si goza de pensión; vive en un cuarto aparte”.

Mujer que reverdece

Por sus múltiples quebrantos de salud, María Resurrección no tuvo otra opción que quedarse quieta en el apartamento del barrio Bachué y depender totalmente de su hija Juliana, quien también se encarga de cuidar a su papá.

“Mi niña se convirtió en la cuidadora de ambos y no pudo seguir con sus estudios. Eso, sumado al encierro, me afectó mucho la mente y casi me hospitalizan por mi estado psiquiátrico. Incluso comencé a pedirle a Dios que acabara con el sufrimiento y me llevara al cielo”.

El septiembre del año pasado, una amiga que conoció en la Méderi le comentó que la Alcaldía de Bogotá tenía un programa ambiental y social que buscaba ayudar a las mujeres en estado de vulnerabilidad.

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Profesionales del JBB la visitan seguido para ayudarle con la huerta casera.

“Se trataba de ‘Mujeres que reverdecen’, un programa que me inyectó nuevas ganas de vivir. Juliana también se inscribió, pero solo yo fui seleccionada para vincularme voluntariamente con el Jardín Botánico de Bogotá (JBB)”.

Debido a su condición física, las actividades de esta antigua enfermera no podían ser las mismas que las de sus demás compañeras de la localidad de Engativá. “Los expertos del JBB acordaron que mi trabajo como ‘Mujer que reverdece’ sería montar una huerta casera en el apartamento”.

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Las primeras lecciones para su nueva actividad las recibió en las instalaciones del Jardín Botánico, “un paraíso que nunca había visitado. Conocí esa hermosa huerta llena de hortalizas donde estaba Ofelia, una mujer que sabe mucho sobre plantas, abonos y reciclaje”.

Pero su cuerpo volvió a flaquear y se cayó en el apartamento, un accidente que le luxó el coxis. “Para rematar me diagnosticaron hipertensión endocraneana y por eso no pude volver al JBB a recibir los talleres ambientales, algo que me generó una enorme tristeza”.

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María Resurrección aprendió a hacer jabones con las plantas medicinales de la huerta.

Dos profesionales del Jardín Botánico, encargadas de liderar grupos de ‘Mujeres que reverdecen’ en las localidades de Engativá y Chapinero, fueron escogidas como las profesoras de María Resurrección.

“En el programa tenemos varias mujeres que, por alguna discapacidad física, no pueden salir a campo a reverdecer la ciudad. En una reunión acordamos que yo apoyaría a Johana, la formadora de Engativá, en el proceso de María Resurrección”, dijo Claudia Veloza, formadora de la localidad de Chapinero.

Huerta Dobi

Para que María Resurrección pudiera cumplir con las cuatro horas diarias que exige el programa ‘Mujeres que reverdecen’, el JBB primero le brindó talleres y capacitaciones virtuales y presenciales, para que así aprendiera sobre agricultura urbana.

“Johana y Mauricio Mina, profesional de agricultura urbana del Jardín Botánico, se encargaron de hacerle las capacitaciones y dejarle tareas diarias. Yo venía una vez a la semana para ver los avances y enseñarle otras cosas, como hacer compostaje, reciclaje y jabones artesanales”, recuerda Veloza.

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La huerta casera Dobi se convirtió en el nuevo pasatiempo de esta boyacense.

El antejardín del apartamento, ubicado en un primer piso y que está encerrado, fue escogido como el sitio para montar la huerta casera, la cual reverdecería con las manos de la antigua enfermera y el apoyo de su hija Juliana.

“Le arrendaba ese espacio a unos muchachos de la cuadra para que guardaran sus motos. Pero como el sitio llevaba meses desocupado, lo destiné para el montaje de la huerta. La llamé Dobi, en honor al perrito que me hizo feliz durante muchos años”.

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Veloza recuerda que, entre los meses de octubre y enero, su alumna recibió los conocimientos del módulo de agricultura urbana y aprendió cómo se debían sembrar las plantas. “Como el antejardín tiene cemento, escogimos sembrar en materas, botellas plásticas y guacales”.

El Jardín Botánico le entregó semillas y plantas medicinales y ornamentales para que le diera forma a la huerta Dobi. “Nosotras nos encargamos de comprar las materas y reutilizamos los envases plásticos de las gaseosas y otros productos”, aseguró Juliana.

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Como ‘Mujer que reverdece’, María Resurrección volvió a sentir ganas de seguir luchando.

El espacio, antes gobernado por el gris del cemento, quedó pintado con una explosión de los colores verdosos del perejil, tomates cherry y chonto, repollo morado, remolacha, caléndula, cilantro, hierbabuena, mizuna, cebolla larga, brócoli, tomillo, coliflor, manzanilla y sábila.

“Mi huerta Dobi está conformada por 55 materas y botellas plásticas, las cuales tengo encima de mesas de madera, y dos guacales que Juliana pintó. Además de hortalizas y plantas medicinales, tengo matas ornamentales como suculentas, begonias, pensamientos, clavelitos, novios, billetes, millonarias, cartuchos y geranios”.

Según María Resurrección, su trabajo en la huerta ha mejorado un poco su salud y bolsillo. “No hay nada mejor que sembrar hortalizas en la casa, ya que los precios en la plaza y tiendas están por las nubes y los alimentos tienen muchos químicos. En mi huerta no utilizamos esos venenos”.

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Antes de la huerta, esta boyacense no salía de su apartamento.

Emprendedora

El reverdecer de la huerta Dobi fue fruto de un trabajo diario de la madre e hija. Por las mañanas, María Resurrección se sentaba en una silla plástica en el antejardín y comenzaba a echar la tierra en las materas y botellas.

“Luego metía las semillas y Juliana se encargaba de pintar caritas y otros dibujos en los guacales. Esta huerta es producto de nuestro amor y me ha servido mucho como terapia, ya que dejé de estar postrada en la cama y estoy más activa”.

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Rosita, una de las ‘Mujeres que reverdecen’ de Engativá, le llevó varias semillas de brócoli y tomate que tiene en un semillero de su casa del barrio La Ferias. “Ella fue escogida como madrina de María Resurrección y por eso la visitaba seguido para cumplir con sus horas dentro del programa”, indicó Veloza.

La profesional del JBB también le llevó varias plántulas que tenían sus alumnas de la localidad de Chapinero. En sus visitas semanales le ayudó a montar una lombricompostera, donde las lombrices hacen abonos con los residuos orgánicos de la cocina.

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Juliana le ha ayudado mucho a su mamá con el cuidado de la huerta Dobi.

“Otro de los objetivos de este programa es que las mujeres crearan sus propios emprendimientos ambientales. En algunos talleres aprendieron a hacer jabones artesanales con las plantas de la huerta, productos que les venden a las vecinas de los barrios o en ferias locales”.

María Resurrección tiene muy fresco el proceso para elaborar los jabones. “En una olla calentamos agua y le echamos la glicerina. Cuando esta se derrite le aplicamos esencias y colores naturales y luego la ponemos en unos moldes. Al final les metemos pétalos y hojas de las plantas, como caléndula y sígueme”.

Inyección de vida

Con el programa ‘Mujeres que reverdecen’, esta boyacense olvidó un poco su tormentoso pasado, las múltiples enfermedades que la aquejan y la esquiva pensión que aún no logra concretar.

“La huerta me ha servido mucho como terapia para afrontar mi soledad, ansiedad y enfermedades. Sembrar es una actividad que inyecta vida y la cual me transporta a los campos de Boyacá donde los campesinos se parten la espalda cultivando”.

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Actualmente, María Resurrección está dedicada a reverdecer más su huerta con muchas suculentas.

Veloza afirma que aunque el programa ya llegó a su fin, seguirá visitando a su disciplinada alumna. “Ya hace parte de mi vida y cuando la visito, así esté llena de problemas, me llena de alegría con su actitud positiva. Su energía y sonrisa son mágicas y jamás se queja por las circunstancias de la vida”.

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María Resurrección rompió las barreras de la discapacidad y ahora siente que aún puede dar mucho. “En este programa me volví a sentir útil, como lo hacía en mis años como enfermera. Soy una nueva mujer que dejó atrás esos pensamientos negativos, como pedir la eutanasia”.

Kailo y Jack, dos perros adoptados, son sus nietos. “Ambos me recuerdan a Dobi y me llenan de amor. Son la compañía que tenemos con Juliana, una hija que sacrificó su juventud para cuidar a su desbaratada madre. Ella es una guerrera y quiero que siga adelante, estudie, trabaje y construya su propio hogar”.

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Sus dos perros perros adoptados le inyectan amor y ganas de seguir adelante.

Juliana, quien solo deja a su mamá sola cuando saca a los perros al parque o va a hacer mercado, ha visto el cambio positivo de su progenitora desde que ingresó al programa ‘Mujeres que reverdecen’.

“Desde que tiene la huerta está mucho más animada porque ahora tiene una entretención. Todos los días se la pasa sembrando, cosechando o arreglando las plantas y es su momento de esparcimiento. Mi mama volvió a sonreír, algo que había perdido desde que dejó de ser enfermera”.

Jhon Barros
Author: Jhon Barros

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