- Hugo Pedraza lleva casi cuatro décadas trabajando en la Casa Museo Quinta de Bolívar, un terreno de 16.500 metros cuadrados que hace parte de la historia de Colombia.
- La labor de este santandereano consiste en mantener impecables los jardines, arbustos y árboles de este emblemático lugar, además de cuidar la huerta Mestiza, un sitio que surtió de verduras y remedios caseros al libertador Simón Bolívar.
- “Me llaman el jardinero y huertero fiel de la Quinta porque soy el trabajador más antiguo. Mi sueño es permanecer en este paraíso por el resto de mi vida, ya que no concibo estar alejado de la naturaleza”.
Desde 1982, Hugo Hernán Pedraza Barón tiene una rutina inamovible de lunes a viernes: abre sus ojos de color miel a las seis de la mañana, se baña con agua bien fría para dejar salir la pereza y desayuna dos arepas santandereanas, un café cargado y a veces huevos fritos o revoltillos.
Cuando las manecillas del reloj marcan las 7:15 y luego de llenar de besos y abrazos a su esposa, cuatro hijos varones y su único nieto, este campesino experto en labrar la tierra y amante de la naturaleza sale de su casa, ubicada en el barrio Altamira de la localidad de San Cristóbal.
En uno de los paraderos del barrio se sube en un bus que lo lleva hacia el centro histórico de Bogotá, un viaje de 30 minutos en el que sus ojos se tornan más brillantes y soñadores y su rostro bonachón se ilumina con una sonrisa de oreja a oreja.
Luego de caminar por el Eje Ambiental, sitio donde fluye el río San Francisco totalmente canalizado, este santandereano de 59 años se detiene en la calle 21 con carrera 4A, justo al frente de un portal colonial pintado de blanco ubicado a pocos metros del cerro de Monserrate.
Un vigilante le abre las puertas enrejadas del lugar. Luego de conversar un poco con él, Hugo toma rumbo por un camino empedrado que lo conduce hacia una vieja casona de un piso rodeada por muchos árboles de gran porte y con tejas de barro y vigas de color vino tinto.
“Esta rutina la hago desde hace 39 años, cuando ingresé a trabajar en este paraíso natural e histórico llamado la Casa Museo Quinta de Bolívar, donde me encargo de cuidar los jardines, árboles patrimoniales, el bosque andino y la huerta Mestiza”, dice Hugo.
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Su oficina es todo el terreno de la Casa Quinta, 16.501 metros cuadrados de los cuales más de 15.000 son zonas verdes repletas de árboles, arbustos, jardines, hortalizas y plantas medicinales. No tiene escritorio ni computador, solo utiliza una radio para comunicarse con sus jefes y compañeros y un sombrero de paja siempre lo protege de los rayos del sol.
Al observar la densa vegetación y la casa antigua que conoció por primera vez en 1982, sus ojos brillan con mayor intensidad. “Aunque mis funciones son ambientales, desde que entré a trabajar en la Quinta siempre escucho muy atento lo que les dicen los guías a los turistas”.
En esas charlas Hugo conoció que la historia de la Quinta se remonta a 1670, cuando Pedro de Valenzuela le donó a la ermita de Monserrate 100 varas castellanas de tierra. En 1800, el capellán le vendió el predio a José Antonio Portocarrero, que construyó una quinta campestre y la arregló para el cumpleaños de la esposa del virrey Antonio Amar y Borbón.
La familia Portocarrero fue propietaria de la casa hasta el 16 de junio de 1820, cuando el gobierno de la Nueva Granada se la regaló a Simón Bolívar. El Libertador fue propietario de la Quinta por 10 años, pero solo la habitó durante 423 días. En 1821 la ocupó por primera vez antes de partir a la campaña de la independencia de Venezuela en la Batalla de Carabobo y al iniciar la Campaña Libertadora del Sur.
Bolívar habitó de manera esporádica la quinta antes de su muerte. En 1828, Manuelita Sáenz llegó al lugar. “Ella brindó apoyo incondicional al libertador y sus amigos, y su presencia transformó la quinta en un lugar de fiestas y reuniones”, revela uno de los afiches del sitio.
Hugo se define como un hombre privilegiado porque son pocos los que pueden decir con orgullo que trabajan en un sitio histórico de Colombia. “Me siento muy feliz de que me conozcan como el jardinero y huertero fiel de la Quinta de Bolívar. Hoy los quiero invitar a que conozcan parte de mi historia”.
Viaje al pasado
En 1963, Hugo Pedraza abrió sus ojos por primera vez en San Andrés, municipio del departamento de Santander que hace parte del páramo del Almorzadero, un tesoro de agua cristalina donde sobrevuela el imponente cóndor de los Andes.
“Mis papás, Ciro Alfonso y Zenobia Barón, eran campesinos expertos en cultivar maíz, cebada, trigo y papa, actividades que les enseñaron a sus ocho hijos. Con mis hermanos tuvimos una niñez hermosa en el campo y también ayudamos a ordeñar las vacas y cuidar los marranos”.
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Cuando era niño, Hugo se la pasaba al pie de su padre y abuelo, Primitivo Pedraza, para aprender el arte de labrar la tierra. “Mis conocimientos en agricultura se los debo a esos dos pilares de la familia, de quienes aprendí a deshierbar la mata de maíz y cómo se debe sembrar el trigo, cebada, lechuga, cebolla y arracacha”.
Los extensos cultivos de San Andrés no eran su única pasión. Este santandereano asegura que siempre ha sentido un amor desbordado por la naturaleza, en especial por los árboles y las flores que veía en el camino que recorría a diario entre la escuela y la casa familiar.
“Me fascinaba treparme en los árboles, tanto así que mis hermanos decían que era una ardilla. Un día me caí de un árbol enorme y me fracturé el fémur de la pierna izquierda; luego de la operación quedé un poco cojo, pero no perdí las ganas de seguir escalando por los troncos”.
A los 12 años, Hugo salió de su pueblo natal para buscar mejores opciones económicas en Bucaramanga, la ciudad bonita de Colombia donde encontró trabajo como jardinero. “Duré dos meses arreglando los jardines de varios parques. Ahí me convertí en un jardinero amante de la naturaleza”.
La vida en la capital
Luego de reverdecer los parques de la capital de Santander, el joven campesino trabajó unos años como jardinero en municipios como Girón y Piedecuesta. Aunque había mucha tierra para sembrar y cuidar las plantas, los contratos laborales eran cortos y poco estables.
“Eso me llevó a cambiar de rumbo otra vez. En 1981, cuando cumplí los 18 años, mi primo Carlos José Barón me dijo que en Bogotá se conseguía trabajo más fácil y solo se necesitaba saber hacer algo. Llegamos al barrio Marsella a la casa de una tía, ubicada por la avenida Las Américas”.
El joven de acento golpeado pero amoroso se enteró que estaban buscando personal para construir el edificio de la Universidad América en un lugar repleto de biodiversidad ubicado en las faldas de los Cerros Orientales.
“Cuando dejé los papeles en la universidad, bajé por la zona empinada y me detuve al frente de la Casa Museo Quinta de Bolívar, un sitio que no conocía y del cual me enamoré de inmediato por su hermosa y popocha vegetación”.
A los pocos días comenzó a trabajar como obrero en la Universidad América, una actividad que poco le gustaba. Estuvo seis meses cargando ladrillos, cemento y arena para la construcción del edificio, hasta que le llegó la oportunidad de volver a tener contacto con la naturaleza.
“La universidad estaba buscando una persona que conociera sobre plantas para liderar el montaje de los jardines alrededor del edificio. Como yo tenía mucha experiencia sobre esa actividad, me postulé de una”.
Un día, mientras le daba forma a unos semilleros para los jardines de la universidad, Hugo conoció a una mujer que le cambió la vida: María Susana Awad de Ojeda, en ese entonces directora de la Casa Museo Quinta de Bolívar.
“María Susana fue a visitar la universidad con Jaime Posada Díaz, que era gobernador de Cundinamarca. Ella me vio en los semilleros y se me acercó para saber de mí; me dijo que si quería trabajar en los jardines de la Quinta porque unas personas se iban a pensionar”.
Trabajo de ensueño
Hugo recuerda que en esa charla con María Susana Awad de Ojeda ni siquiera le preguntó por el sueldo de la oferta laboral. No le pareció necesario porque iba continuar con su sueño de cuidar las plantas, pero esta vez en un sitio con olor a historia patria.
“Siempre me ha gustado la historia de Simón Bolívar. En mi primera visita a la Quinta me contaron sobre las estadías del libertador en el lugar, y que además en 1922 la Nación adaptó la casa para hacer el museo y en 1975 fue declarada Monumento Nacional”.
A los pocos días de conocer a la entonces directora de la Quinta, un empleado del museo fue hasta el edificio de la Universidad América para informarle que iba a ser parte del grupo de trabajadores del emblemático lugar.
“Llené la hoja de vida de la función pública y me convertí en su jardinero fiel. Desde que entré a trabajar en 1982, cuando el sitio estaba a cargo del Ministerio de Obras Públicas, me enamoré más del lugar porque iba a cuidar las plantas y los árboles que fueron testigos de la historia del país”.
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En su primer día de trabajo, Awad de Ojeda, su nueva jefa, lo recibió con los brazos abiertos. El santandereano recuerda que la directora de la casa museo le dijo: “bienvenido a tu nueva casa, un hogar donde vas a tener otra familia. ¿Qué quieres hacer?”.
Hugo le contestó cariñosamente que todo lo relacionado con la naturaleza. “Le conté que desde pequeño sabía lo que necesitan las plantas y los árboles para sobrevivir, como arrimarles abono, cambiarles la tierra y darles amor a sus hojas, flores y frutos”.
Una de sus primeras actividades que le encargaron fue cuidar un vivero, donde Hugo hizo esquejes con las variedades de plantas de la Quinta. “Una de mis labores ha sido sacar los piecitos de las plantas para plantarlos cerca, los cuales demoran como 15 días en prender”.
En sus primeros años como jardinero, Hugo se acuerda que la Quinta tenía muchos rosales de color blanco, rosado y morado, plantas trepadoras que luego fueron reemplazadas por especies nativas de los bosques andinos.
“Aunque mantengo hermosas todas las plantas y árboles de la Quinta, mi prioridad son las que están en la entrada porque son la primera impresión que se llevan los turistas. En esa zona he sembrado muchos lirios de páramo”.
Enamorado de los ‘abuelos’
Desde que inició su viaje laboral en la Casa Museo Quinta de Bolívar, este campesino santandereano de estatura mediana y cuerpo robusto quedó maravillado con varios árboles de gran porte, de troncos anchos y edades avanzadas.
“El que más me llamó la atención fue uno que llamaban el ahorcado, un árbol que al parecer tenía más de 380 años y fue testigo de un altercado entre Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander; me contaron que en esa época le colgaron un muñeco de una soga”.
También se enamoró de varios cipreses, pinos americanos, sangregados, cedros rojos y negros y eucaliptos por su sobredosis histórica y gran porte. “Los expertos dicen que estos tesoros, llamados árboles patrimoniales, tienen edades que superan los 200 años, es decir que han sido testigos de la historia de Bogotá”.
En los años 80, Hugo y los demás trabajadores de la Quinta tenían una enorme tarea: proteger los árboles centenarios de la comunidad que quería talarlos para preparar la chicha, una bebida ancestral que se remonta a la época de los muiscas.
“Los habitantes de la vereda de Monserrate talaban muchos árboles para hacer fogatas con su madera, donde ponían a cocinar el maíz para preparar la chicha. Blindar los árboles, en especial los eucaliptos que están al frente de la Quinta, fue un trabajo complicado”.
El árbol del ahorcado le sacó miles de lágrimas en 1985, cuando debido a su avanzada edad y un estado de salud desfavorable, los trabajadores de la Quinta tuvieron que talarlo. “El abuelo estaba muerto por dentro, por lo cual sus ramas caían todos los días sobre la casa. Lo tumbamos por pedazos, una actividad que nos llenó de tristeza”.
Los habitantes de los barrios Germania y Las Aguas llegaron iracundos a la Quinta para protestar por la tala del antiguo árbol. “Les explicamos que el ahorcado había acabado su ciclo de vida y que si no se tomaban medidas podría causar una tragedia. Los ciudadanos y trabajadores nos llevamos partes del árbol para recordarlo siempre”.
Nuevo reverdecer
Según Hugo, en 1991 el Gobierno Nacional le solicitó a la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá que restaurara la Quinta de Bolívar, un trabajo que fue realizado entre la Subdirección Nacional de Monumentos y el Ministerio de Cultura y el cual duró más de siete años.
“Además de recuperar el carácter de casa campestre y el aspecto que tuvo cuando el Libertador la habitó, los jardines y zonas verdes de la Quinta reverdecieron aún más con la plantación de nuevas especies, en su mayoría nativas del bosque andino colombiano”.
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A groso modo, Hugo recuerda que la Quinta reverdeció con arbustos de especies como raque, mano de oso, arrayán, alcaparro gigante y pequeño, cordoncillo y fucsia; y árboles como roble, sangregado, nogal y cedros, algunos hijos de los centenarios o patrimoniales.
“También se plantaron lirios de páramo, bromelias y hermosas plantas de jardín como margaritas, novios, agapantos, fucsias rojas y hortensias. Varias palmas de cera llegaron a la Quinta como un homenaje a Belisario Betancur y para acompañar a una palma muy antigua”.
Su extensa oficina al aire libre fue llamada Jardín Bolivariano, área que dividieron en varias zonas como el bosque andino, las bellas del jardín, el oasis y agua del río Vicachá (hoy San Francisco), los laberintos con caminos que conducen hacia un mirador y la huerta Mestiza.
“Amo mi trabajo porque me permite estar todo el día en medio de la naturaleza. Casi no voy a las oficinas de los jefes o al museo del Libertador, ya que vivo entretenido con los jardines, árboles y la huerta de este paraíso. Mi amor son las plantas y llevo toda la vida cuidándolas”.
Hugo el huertero
En 1982, cuando Hugo pisó por primera vez las tierras históricas de la Quinta de Bolívar, inmediatamente se transportó a su época como campesino en Santander al ver una pequeña huerta ubicada en la parte de atrás de la casona que habitaron Simón Bolívar y Manuelita Sáenz.
“Era un terreno chiquito donde se sembraba de todo, en especial cilantro, ajo, toronjil y cebolla. Los expertos de la Quinta me dijeron que esta huerta era muy antigua, tanto así que se remonta a la época del Libertador”.
Entre 1993 y 1998, años en los que se realizó la restauración de la Quinta, arqueólogos de las universidades Nacional y Andes evidenciaron que la huerta era mucho más amplia de lo que se pensaba al descubrir los rastros del pasado que estaban ocultos por una densa maleza.
“Luego de retirar el pasto y la maleza a punta de azadón, pico y pala, la antigua huerta de Simón Bolívar apareció en todo su esplendor: en realidad era un terreno de 500 metros cuadrados, es decir más de la mitad de lo que creíamos”.
Según Hugo, en esos años también fue descubierto un antiguo pozo que almacena el agua cristalina del río Vicachá, la cual nace en lo más alto de los Cerros Orientales y que sin saberlo surtía a la cocina de la Quinta y era utilizada para el riego de las plantas.
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“La maleza mantenía oculto el pozo. Cuando se limpió la zona y lo encontraron, descubrieron platos rotos de la vajilla del Libertador que hoy en día están en algunos de los salones del museo de la Quinta”.
Al revisar las crónicas de antaño, los académicos descubrieron que la huerta surtió al libertador de verduras y condimentos, alimentos con los que sorprendía a sus invitados preparando ensaladas con lechugas, coles, acelgas, remolachas, rábanos, cubios, arracachas, papas y maíz.
“También preparaban pucheros, sancochos y carnes sazonadas con tomillo, laurel, albahaca, salvia, guascas, perejil y cilantro de la huerta. Los expertos encontraron que el mayordomo José Palacios le hacía remedios a Simón Bolívar con hierbabuena, toronjil, cidrón, canelón, limonaria, menta y manzanilla”.
Hugo fue el encargado de reverdecer la huerta oculta de Bolívar, que fue nombrada como Mestiza. “Luego de limpiar el terreno y picar y revolver la tierra, comencé a sembrar las semillas de muchas hortalizas y plantas medicinales que cuidaba en varios semilleros”.
Esta huerta alberga una explosión de plantas medicinales, hortalizas y frutales, como hierbabuena, toronjil, albahaca, cidrón, té, hinojo, descansé, orégano, arveja, zanahoria, repollo, ajo, cebollín, cebolla criolla, tomate de árbol y algunas variedades de maíz, papa nativa, fríjol y lechuga (crespa, lisa y morada).
“Todo lo que se cosecha en la huerta es para la Quinta y sus trabajadores. Por ejemplo, hacemos desayunos y onces con sus productos, y cuando sobran se los repartimos en bolsitas a los empleados. Acá todo es saludable, ya que no aplicamos químicos”.
Cuando asumió la tarea de darle forma a la huerta del Libertador, Hugo se sintió en casa. “Fue muy hermoso volver a sembrar, como lo hice durante toda mi infancia en San Andrés. Recordé mucho a mi mamá y abuela, que cultivaban cebolla y lechuga en ollas de aluminio o los canecos de la leche”.
Untarse de tierra
Desde que salió de su pueblo natal, a Hugo nunca se le pasó por la cabeza volver a sembrar y cosechar hortalizas. Aunque el destino le permitió seguir con su amor y cuidado por las plantas, las labores agrícolas del campo parecían condenadas al olvido.
“Cuando llegué a Bogotá, esa gran ciudad llena de cemento, jamás imaginé que iba a poder sembrar de nuevo. Pero Dios me dio ese gran regalo en la huerta de la Quinta de Bolívar, algo que la mayoría de campesinos que salen de sus tierras nunca vuelven a hacer”.
Este campesino con alma y corazón verdes afirma que el trabajo de la tierra debe realizarse de manera directa, es decir sin guantes. “Cuando veo personas sembrando con guantes me pongo de mal genio, algo que casi nunca me pasa. La tierra se trabaja con las manos desnudas, ya que esos utensilios maltratan las plantas y contaminan los suelos con sus químicos”.
Esa lección la aprendió de sus padres y abuelos en Santander, donde incluso comía tierra porque le sabía muy rico. “Embarrarse y untarse con la tierra es algo maravilloso. En la huerta Mestiza, donde trabajo desde hace casi 40 años, siempre me transportó a mi infancia campesina”.
Los turistas que visitan la Quinta, en especial los extranjeros, quedan maravillados con la huerta del Libertador. “Cuando ven las lechugas, papas y maíz se sorprenden mucho porque en sus ciudades no se cultiva nada de eso y a todos les encanta untarse de tierra. También quedan perplejos con las bromelias, plantas que nunca han visto en su vida”.
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Hugo es un gran conocedor de las propiedades de las plantas de la huerta Mestiza. Por ejemplo, asegura que el hinojo es bendito para las mujeres que acaban de dar a luz porque al beber infusiones les sale más leche de los pechos.
“Tenemos muchos tallos, plantas que pocos conocen y son la base para hacer el cuchuco de maíz, la sopa de trigo, la mazamorra chiquita boyacense e incluso las frijoladas. Con el ruibarbo hago mermeladas deliciosas y saludables y se las unto a las galletas y calados de las onces”.
El único árbol de tomate de árbol que hay en la huerta lo ha dejado perplejo por la cantidad de frutos que da. “Cuando está en cosecha saco hasta 70 frutos y preparo juguitos y dulces. Con la albahaca hago una salsa verdosa que sabe deliciosa en las empanadas”.
Los turistas que visitan la huerta arrojan monedas al pozo antiguo. “Es el pozo de los deseos. Con las monedas que dejan los visitantes compramos cositas para la huerta, como plántulas y semillas. El Jardín Botánico de Bogotá (JBB) y la Universidad Jorge Tadeo Lozano también nos regalan esos insumos”.
Los herederos
Además de las plantas, Miriam Martínez, una santandereana que nació en el municipio de San Andrés, es el otro gran amor de Hugo Pedraza. Fueron amigos desde pequeños, cuando las dos familias intercambiaban las cosechas de cebolla y papa.
“Más que vecinos, todos éramos una misma familia. Con Miriam compartimos mucho en la vereda durante nuestra niñez y nos convertimos en grandes amigos, tanto así que sus papás me trataban como a un hijo más; pero el amor tardó bastante en florecer”.
En 1990, cuando ya estaba radicado en Bogotá y hacía parte de los trabajadores la Quinta de Bolívar, Hugo puso sus ojos en su amiga de infancia. “Todos los diciembres iba al pueblo a pasar las fiestas de fin de año. En uno de esos meses quedé flechado por Miriam, empecé a cortejarla y nos volvimos novios”.
La pareja de enamorados se comunicó por cartas y llamadas telefónicas durante todo 1991. A finales de ese año, cuando Hugo regresó a San Andrés para pasar la Navidad, pidió la mano de Miriam. “Las familias estuvieron de acuerdo y comenzamos a hacer los trámites para casarnos”.
A finales de 1992, en una iglesia del barrio 20 de Julio, Hugo y Miriam materializaron su amor inmortal en un casorio pequeño, pero con mucha comilona. “Primero nos organizamos en una casa que compraron mis padres en el barrio Altamira, donde aún vive mi mamá”.
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Con los ahorros de su trabajo como jardinero y huertero de la Quinta, el recién casado compró casa propia en el mismo barrio, donde poco a poco fueron llegando sus cuatro hijos varones: Wilmar Alonso, Jefferson Darío, Carlos Hernán y Hugo Ferney.
“Mis hijos me han ayudado en los jardines y la huerta, ya que desde chiquitos les inculqué el respeto y amor por la naturaleza y el campo. Gracias a Dios les pude dar estudios universitarios a todos, pero siguen visitando a su papá en el trabajo porque aman lo que hago”.
Carlos Hernán Pedraza, su tercer hijo de 25 años, es su actual mano derecha. “Antes éramos ocho jardineros en la Quinta, pero ahora solo somos mi hijo y yo. Carlos lo hace para tener recursos económicos y porque en verdad le gusta. Creo que él podría ser el heredero de mi legado como jardinero y huertero fiel cuando me pensione”.
Su ayudante, que lleva dos años en la Quinta, asegura que ha aprendido a diario de su padre. “La mayoría de mis recuerdos de infancia están en la Quinta, cuando mi papá me llevaba para aprender a cuidar las plantas. Aunque estoy estudiando ingeniería mecánica, voy a continuar con el legado ambiental y campesino de mi padre”.
Sus cuatro hijos aún viven en la casa familiar y Wilmar Alonso, el mayor, es el único casado. “Hace cinco años me dio un regalo que me tiene bobo: Juan Pablo, mi único nieto que ama estar en la Quinta. Siempre me pide el azadón o machete para quitar la maleza y le encanta sembrar; me recuerda mucho a mí cuando era niño”.
Futuro agridulce
Hugo está cada vez más cerca de obtener su pensión, algo que la mayoría de colombianos anhelan. Aunque agradece por eso, el solo hecho de pensar que debe alejarse de la Quinta de Bolívar le llena los ojos de lágrimas y le rompe el corazón.
“El día que me toque abandonar este paraíso será el más triste de mi vida. La Quinta de Bolívar, con sus jardines, árboles centenarios y huerta, es como un quinto hijo; es mi casa, hogar y familia que me gustaría seguir conservando hasta que Dios me lleve al cielo”.
Las semillas que ha dejado en sus hijos y nieto lo tranquilizan un poco, pero admite que cuando reciba la pensión no tiene ni idea en qué va a destinar su tiempo libre. “Lo más probable es que venga a visitar la Quinta y ayude en lo que me permitan. No concibo mi vida sin este paraíso lleno de colibríes”.
Sus cinco herederos no han sido las únicas personas a las que Hugo ha tratado de inyectarles sus conocimientos ambientales y campesinos. Hace algunos años lo intentó con uno de sus hermanos, Héctor Pedraza, que trabajó como su ayudante en los jardines de la Quinta.
“Pero al que no le gustan las cosas nada le sale bien. Héctor no aprendió a arreglar una sola mata y prefirió quedarse en el montaje de los museos. Trabajar con la naturaleza es una actividad exclusiva para las personas que la amamos, ya que las plantas y los animales se dan cuenta de los sentimientos”.
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Debido a su larga experiencia en la Quinta, Hugo se ha convertido en una de las personas más respetadas y conocidas en la capital por sus conocimientos sobre agricultura urbana, jardinería y el mundo de la botánica.
“A todas las personas que me buscan y visitan les digo que debemos cuidar la naturaleza, como las plantas, humedales y Cerros Orientales, ya que nos mantienen con vida y son nuestros pulmones. Las plantas son un tesoro que estamos en la obligación de proteger”.
También les aconseja que monten huertas en sus casas porque son espacios que le aportan al cuidado del medio ambiente y permiten tener alimentos sanos. “No se necesitan grandes áreas para sembrar: lo podemos hacer en botellas, materas y envases reciclados”.
Nuevos reconocimientos
Este año, la huerta Mestiza de la Quinta de Bolívar fue seleccionada por el Jardín Botánico para ser parte de la segunda ruta agroecológica ‘De huerta en huerta’ de Bogotá, la cual incluye otras cuatro huertas de las localidades de Santa Fe y La Candelaria.
Santa Elena, Fábrica de Loza, Botánico Hostel y Del Cóndor son los otros terruños agroecológicos de esta ruta llamada ‘De regreso a la tierra’, la cual cuenta con el apoyo del Instituto Distrital de Turismo (IDT) y las alcaldías locales.
El objetivo de esta iniciativa es promover nuevas oportunidades de crecimiento económico para los agricultores urbanos por medio de recorridos turísticos en las huertas, la visibilización de los talleres y productos transformados y el enfoque educativo para todo tipo de público.
Los bogotanos y turistas nacionales e internacionales ya pueden conocer las cinco huertas de la ruta del centro de Bogotá. Lo único que deben hacer es enviar un correo al JBB (rutaagrologica@jbb.gov.co) informando el número de personas, las huertas que quieren conocer y el objetivo de la visita.
Hugo, el jardinero y huertero fiel de la Quinta de Bolívar, es el encargado de liderar los recorridos turísticos por este paraíso verde e histórico. “Es un proyecto muy lindo del JBB que busca promover la agricultura urbana y el turismo ecológico. Ya han venido varios grupos de ciudadanos y todos salen maravillados”.
Con esta ruta agroecológica y turística, el santandereano está consolidando nuevas amistades y lazos con los otros huerteros, como María Elena Villamil de la huerta Santa Elena, a quien conoce desde hace varios años, y los líderes de la Fábrica de Loza y el Botánico Hostel.
“Es muy importante conocer a los otros huerteros para así compartir experiencias y mejorar nuestras prácticas sobre agricultura urbana, una actividad que creció mucho durante la pandemia del coronavirus cuando los ciudadanos montaron huertas caseras como una terapia para el encierro o una opción para tener alimentos sanos”.
En agosto de este año, a Hugo se le cumplió uno de sus sueños más anhelados: la declaratoria de los jardines de la Quinta de Bolívar como un sitio patrimonial, “un trabajo que han liderado el Ministerio de Cultura, la Casa Museo, el Jardín Botánico y otras entidades. Siempre he soñado con ver a este paraíso declarado como patrimonial”.
Según un comunicado de prensa del Ministerio de Cultura, el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural dio concepto favorable a la primera declaratoria patrimonial de un jardín histórico en el país, en la categoría de paisaje cultural.
“Este espacio es considerado como una valiosa reserva natural puesto que alberga árboles patrimoniales, la huerta urbana más importante de la ciudad, 36 especies de aves y gran variedad de insectos entre los que se destacan cuatro especies de abejas nativas”.