- Luz Mery Suárez lleva más de 30 años con la comunidad del Mirador, un barrio ubicado en las montañas de la localidad de Usaquén.
- Las luchas y batallas sociales la convirtieron en una líder con una personalidad de acero, pero su corazón solo bombea amor y cariño.
- Conozca la historia de una de las ‘Mujeres que reverdecen’ del Jardín Botánico, una madre soltera que floreció en las huertas del norte de la ciudad.
El rostro de Luz Mery Suárez no tiene un solo rastro de maquillaje. En sus 61 años de vida, esta bogotana jamás ha utilizado pintalabios, sombras o rubor y desde niña decidió no vestir con faldas, medias veladas y tacones.
Mantiene el cabello corto y las uñas sin esmalte. Los aretes, pulseras y collares brillantes no hacen parte de su ser; el único accesorio que usa es una cadena de oro con una cruz que cuelga en su cuello, una figurita que acaricia con sus dedos porque le sirve de amuleto.
“Siempre me ha gustado vestir con ropa cómoda y holgada y tener la cara recién bañada. Por eso, en mis seis décadas de vida, he recibido muchas burlas y rechazos, algo que ahora los jóvenes llaman bullying”.
Aunque se ha sentido abatida, humillada o rechazada por las agresiones verbales que le han dicho por su forma de vestir, Luz Mery asegura que le sirvieron para forjar su carácter. “Creo que ese dolor me convirtió en una mujer con una personalidad muy fuerte y a prueba de balas”.
Trabajó durante muchos años en obras de construcción, una actividad que le permitió sacar adelante a sus dos hijos y comprar un pequeño lote en el barrio Mirador, ubicado en los cerros orientales de la localidad de Usaquén.
“En ese barrio que tanto amo descubrí mi verdadera misión: trabajar por la comunidad. Ya llevo más de tres décadas luchando por mejorar la calidad de vida de las familias del Mirador y espero poder continuar hasta que Dios me llame”.
Esta líder social con voz gruesa y un acento marcado parecido al de los santandereanos, también ha ayudado a fortalecer varias huertas, jardines y parques del norte de Bogotá, una labor ambiental que realizó desde octubre del año pasado.
“Fui una de las ‘Mujeres que reverdecen’ que estuvo vinculada voluntariamente al Jardín Botánico de Bogotá (JBB) durante seis meses, una experiencia maravillosa que permitió dignificar el papel de las mujeres mayores en esta sociedad”.
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Al caminar por la huerta del Centro de Desarrollo Comunitario (CDC) de Servitá, un terruño lleno de hortalizas y plantas medicinales que fue reverdecido por 30 mujeres, Luz Mery eleva su mirada y sus ojos se llenan de nostalgia.
“Mi vida no ha sido un cuento de princesas. Antes de convertirme en líder comunitaria y ser una ‘Mujer que reverdece’ tuve que pasar por muchos sufrimientos y necesidades, un largo viaje que los invito a conocer”.
Una niñez dura
Luz Mery vivió sus primeros 14 años de vida en La Estanzuela, un barrio de la localidad de Suba que a mediados de la década de los 70 era una de las grandes despensas agrícolas de Bogotá.
“Suba era un pueblo hermoso lleno de cultivos de maíz, trigo y papa. Recuerdo que para ir a la escuela me tocaba atravesar por varios campos y caminos reales, donde las vacas, ovejas y marranos también hacían presencia”.
Nunca conoció a su papá. Vivía en una pequeña casa con su mamá, Josefina Suárez, una santandereana de temperamento fuerte, y María Eugenia, su hermana mayor. “En la zona había una finca enorme con muchas hortalizas en donde los dueños me dejaban cosechar”.
Cuando llegaba del colegio, la niña cogía un costal y se iba para esa finca a cosechar a escondidas de su progenitora. “Vendía las hortalizas en el barrio y escondía las ganancias en unos huecos que hacía en el piso de la casa. También me pagaban por cargar baldes llenos de agua”.
Aunque fue feliz cosechando en Suba, la mayoría de las reminiscencias de su niñez están llenas de tristeza. “Mi mamá me discriminó mucho porque no me gustaba utilizar vestidos femeninos y parecía un niño. Mi hermana era su preferida; nunca supe lo que era estrenar un par de zapatos”.
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La pequeña agricultora encontró su refugio en el trabajo, labor que inició en una panadería cuando apenas tenía siete años. “Me escapaba de la casa en las noches para trabajar en la panadería. Una profesora de la escuela se dio cuenta y le contó a mi mamá: la pela que me dio fue terrible”.
Con los centavos que ganaba compraba pedazos de panela y juegos de azar como pirinola, naipes, parqués, trompo y bolas de piquis. “A mi mamá no le gustaban esos juegos porque eran de niños. Cuando me pillaba me daba golpizas duras”.
Cambio de vida
Cuando su mamá encontró trabajo en una fábrica de loza y botones en Usaquén, la familia se mudó al barrio Barrancas. “En la empresa nos contrataron a las tres y aprendí a manejar las máquinas. Tenía casi 15 años, dejé mis estudios y solo hice hasta cuarto de primaria”.
Al año, el negocio llegó a su fin y Luz Mery regresó a Suba, donde estaban sus grandes amigos. Encontró trabajo en los cultivos de flores y vivía en las casas de algunos conocidos; luego sobrevivió como vendedora ambulante de paletas y cigarrillos en las avenidas.
“Me tocó trabajar en las calles porque no me daban trabajo por mi físico. No le agradaba a la gente y me confundían con un hombre, algo que yo no entendía porque siempre me he sentido mujer, así no me gusten los vestidos y el maquillaje”.
La quinceañera encontró oportunidades laborales más estables en las obras de construcción, trabajos liderados por hombres donde no la discriminaban por su aspecto. “Empecé haciendo aseo y poco a poco fui escalando hasta lograr coordinar varios frentes de obra”.
Al cumplir la mayoría de edad, el amor tocó a su puerta y al poco tiempo quedó embarazada. “Primero llegó Germán y a los dos años Jeimy Paola. La relación con mi pareja no duró porque él tenía otra familia; mi mamá me recibió con mis hijos en su casa, ubicada en el barrio El Codito”.
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Con el sueldo que recibía en las obras de construcción, Luz Mery sacó una casa en arriendo en El Codito. “Mi mamá, a quien perdoné de corazón por tantos años de rechazo, me ayudaba con los niños mientras yo trabajaba en las obras”.
En esa época, la joven madre soltera se enteró que la Central Nacional Provivienda estaba vendiendo lotes económicos en varias zonas de los cerros orientales de Usaquén. “Fui a visitar los terrenos, pero como eran de invasión me dio susto irme para allá por mis hijos”.
Casa propia
Luego de pensarlo durante meses, la bogotana comenzó a averiguar qué debía hacer para acceder a uno de esos lotes situados en una antigua cantera. “Un señor que coordinaba las obras me dijo que no era apta porque no estaba casada”.
Luz Mery no se quedó quieta y le dijo a uno de sus mejores amigos que se hiciera pasar por su esposo. En esa época estaban ofreciendo los primeros lotes del barrio Mirador y uno de los requisitos era contar con tejas y ladrillos para construir el rancho.
Corría el año 1989 y la aguerrida mujer le pidió ayuda a su jefe, un ingeniero que lideraba una obra en el norte de la ciudad. “Tocaba apartar el lote con 100.000 pesos. El ingeniero me hizo un adelanto de mi sueldo y lo deposité”.
Pasaron los días y nadie le daba razón de su futuro hogar. “Ya estaban entregando lotes en Mirador y me fui como una fiera a averiguar. Luego de amenazar a los señores de Provivienda con armar un escándalo en la prensa, me dieron una cita en la madrugada”.
Luz Mery llegó al barrio a las seis de la mañana vestida con una ruana enorme que ocultaba una grabadora. “El objetivo era grabar todo por si algo malo me pasaba. Me dijeron que mi lote sería un esquinero, pero como no me gustaba lo intercambié con el de una viejita”.
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La orden era ocupar el lote y construir una casa con ladrillos y tejas. “Me fui a la obra donde trabajaba para pedirle ayuda al ingeniero. Él se comunicó con un colega que lideraba la demolición de un teatro y le dijo que me regalara todo lo que necesitara”.
Los ingenieros de las obras le obsequiaron bloques, puertas, tablas y palos, materiales que Luz Mery llevó en una volqueta a su lote en el barrio Mirador. “Monté el ranchito como pude y me metí a dormir allá con mis dos hijos”.
Nace una líder
Con el apoyo de Los Pisingos, una fundación que ayuda a los niños, niñas y adolescentes de los estratos más vulnerables, Luz Mery le fue dando forma a su casa.
“Mis hijos estaban en el programa de la fundación y por eso me regalaron piedras, varillas y cemento para construir los tres cuartos, el baño y la cocina de mi casa”.
A comienzos de los años 90, los servicios de agua y luz no hacían parte del barrio Mirador, a pesar de que ya había 160 casas construidas; esas carencias la motivaron a meterme de lleno en el trabajo comunitario.
Debido a los conocimientos que adquirió en las obras donde había trabajado, Luz Mery ayudó a llevar la luz al barrio. “Lideré varias colectas para comprar cables y así conectarlos ilegalmente a un transformador de luz”.
La nueva líder se percató que la comunidad debía unirse para conformar una junta de acción comunal. “Fui a la junta de El Codito y Marisol Rozo, una joven muy querida, me presentó a un señor que me dijo que era necesario hacer una reunión con la mitad de los habitantes del barrio”.
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Movilizó a varios de sus vecinos y así comenzaron a darle vida a la junta. “Me convertí en secretaria y una amiga era la presidenta. En 1993 sacamos la personería jurídica y enseguida comenzamos a hacer actividades para mejorar el barrio”.
Una de las primeras acciones fue llevar el servicio de agua, líquido vital que la comunidad compraba en unos carrotanques. “Un señor me dijo que debíamos romper un tubo madre del acueducto para conectarnos; como el barrio era de invasión, nadie nos iba a poner agua legal”.
Luego de varios bazares y rifas, la comunidad del Mirador compró mangueras para conectarse al tubo madre. “Empezamos por cuadras y poco a poco fuimos llevando el agua a todas las casas por medio de mangueras”.
Con el trabajo comunitario, el barrio, un polígono de siete hectáreas ubicado entre las calles 184 y 187A con carreras 3 y 1 este, se fue consolidando. “También me di una pelea grande cuando quisieron dejarnos en estrato 4 y participé en el proceso de la nomenclatura”.
La aguerrida mujer se convirtió en una de las líderes comunitarias más visibles, fuertes e indomables de este territorio de Usaquén, un trabajo que fortaleció a través de amistades con las entidades del Distrito y los ediles y alcaldes de la localidad.
“Con la Secretaría de Integración Social, la junta de acción y la iglesia Juan Bosco, bautizamos a 90 niños y adultos del barrio. También lideré jornadas de arborización, actividades con jóvenes y la construcción del salón comunal; me volví experta en hacer derechos de petición”.
A reverdecer Usaquén
En el año 2000, Luz Mery se retiró de la junta de acción comunal del barrio Mirador debido a varias amenazas que recibió por parte de algunas personas que veían su trabajo social como una piedra en el camino.
“Me tuve que ausentar un año por esas amenazas, pero los vecinos me buscaron para que siguiera con mi labor social. Desde ahí me la paso haciendo derechos de petición y le sirvo a la comunidad como puente con las entidades del Distrito; ahora soy gestora social”.
Los quebrantos de salud aparecieron y no pudo seguir trabajando en las obras de construcción. “Soy asmática y me duelen las rodillas. Por las enfermedades y la edad comencé a padecer de la discriminación laboral, como nos pasa a todos cuando llegamos a los 40 años”.
Antes de la pandemia del coronavirus, Luz Mery intentó poner un puesto de empanadas, pero el negocio no llegó a buen término. “Sobrevivía haciendo mandados o los encargos de mi trabajo como gestora social y de la ayuda de mis dos hijos”.
En septiembre del año pasado recibió un mensaje en su celular que informaba sobre un programa social y ambiental de la Alcaldía de Bogotá, el cual buscaba mujeres con algún grado de vulnerabilidad para reverdecer la ciudad.
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“Se trataba de ‘Mujeres que reverdecen’. Como no manejo bien la tecnología decidí ir a la Secretaría de Ambiente para que los profesionales me ayudaran con mi inscripción y la de mi hija Jeimy Paola”.
Pasaron los días y nada que la llamaban. “Me comuniqué con la Secretaría de Ambiente y me dijeron que esperara porque sí estaba inscrita. Pero como no me llamaban, pasé un derecho de petición, una de mis especialidades”.
El 20 de octubre, en horas de la noche, sonó su celular. Era Marcela Piracún, profesional del Jardín Botánico que le informó que había sido seleccionada como una de las 1.000 mujeres que estaría vinculada voluntariamente con la entidad durante seis meses.
“Esa noche no dormí de la emoción. Marcela me citó en el CDC de Servitá, uno de los lugares donde capacitaba a más de 30 mujeres en temas como agricultura urbana, jardinería y arborización”.
Uno de los primeros retos fue fortalecer la huerta de ese CDC, un espacio liderado por personas de la tercera edad que se vio afectado por la pandemia. “Nos dividimos en dos turnos de cuatro horas y trabajamos muy duro; las 30 mujeres reverdecimos la huerta con muchas hortalizas, plantas medicinales y frutales”.
Mientras reverdecía la huerta, los dolores físicos de Luz Mery desvanecieron. “Con la siembra, el dolor de las rodillas, la nuca y el pulmón se esfumaron. Yo creo que todo eso era por el estrés de no estar ocupada en algo”.
“No nos dejen marchitar”
En los seis meses que estuvo en el programa ‘Mujeres que reverdecen’, Luz Mery ayudó a fortalecer varias huertas comunitarias del barrio Cerro Norte e incluso les dio clases de agricultura urbana a niños y jóvenes de colegio.
“Visitamos varios colegios y jardines de Usaquén que tienen huertas, donde pasamos de estudiantes a maestras. Cada mujer tenía como tarea enseñarles a sembrar a dos o tres niños, uno de los procesos más hermosos que he vivido”.
También aprendió a hacer mermeladas, jabones, pomadas y cremas con las plantas medicinales de las huertas. “Eso fue posible gracias a Hermencia Guacaname, una de las mujeres del grupo que lidera varias huertas en Cerro Norte”.
Luz Mery solo tiene palabras de agradecimiento para Marcela Piracún, su formadora y maestra en este programa. “Es una mujer que nos tuvo mucha paciencia y de quien nunca recibimos un solo regaño o mala palabra. A todas nos decía chicas bellas y para mí fue un ángel”.
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La nueva huertera asegura que este programa demostró que las mujeres mayores aún tienen mucho que darle a la sociedad. “Aunque no tenemos la velocidad de las jóvenes, sí contamos con el conocimiento, constancia, responsabilidad y voluntad. Acá todas florecimos por dentro y por fuera”.
Esta mujer con más de 30 años de experiencia en trabajo comunitario recibió una ovación por parte de sus compañeras el día de la graduación como ‘Mujeres que reverdecen’, donde dio un discurso lleno de sentimientos y con un mensaje poderoso.
“Cuando las mujeres llegamos a cierta edad, la sociedad nos rechaza y poco nos valoran. En este programa demostramos con creces que aún somos muy valiosas y trabajadoras, por lo cual les suplicamos a los habitantes de la ciudad que no nos dejen marchitar”.
Su mente inquieta ya está trabajando en un nuevo proyecto que quiere sacar a flote con algunas de las amigas que hizo en el programa ‘Mujeres que reverdecen’: fortalecer las huertas de los jardines infantiles y colegios de Usaquén.
“Mis cinco nietos me dicen a cada rato que visite sus colegios para montar huertas. Por eso, con algunas de mis compañeras nos vamos a sentar a escribir un proyecto educativo sobre agricultura urbana, el cual esperamos presentar a la Alcaldía Local de Usaquén”.
Muy bueno entre todas y todos podemos convertir la ciudad mas respirable y productiva más linda y llena de flores y abejas un gran paraíso ❤️ con menos pitos y más pajaritos…….
Muchas felicitaciones llenas de admiración por este ejemplo de mujer aguerrida.
Pido a Dios que las futuras generaciones reverdezcan
convirtiendo en huertas y jardines los espacios que habiten y visiten.