- Desde niña, María Elena Villamil supo que su gran pasión sería la cocina, un arte que conoció cuando veía a escondidas a su madre y las vecinas del barrio La Perseverancia preparar sopas, morcillas y chicha.
- Luego de hacer varios cursos culinarios y trabajar en algunos restaurantes, esta cachaca se aventuró a montar su propio emprendimiento, donde atendía más de 100 clientes a diario.
- Hace 15 años, su mente curiosa la llevó a fusionar la gastronomía con la agricultura urbana: en su casa montó la huerta Santa Elena, donde cosecha las hortalizas, frutales y plantas medicinales con las que prepara helados, mermeladas, mayonesas y postres.
- Esta es la historia de una de las huerteras más conocidas y respetadas de Bogotá, un ícono del centro de la ciudad que siembra semillas en la comunidad con sus talleres, conferencias y asesorías.
María Elena Villamil, una bogotana de estatura baja, piel trigueña, voz gruesa pero cálida y cabello platinado, no tiene mucho tiempo libre. Casi no permanece en su casa, una antigua construcción cubierta por la sombra de un imponente pino ubicada en el barrio San Martín, en pleno centro internacional de Bogotá.
Su celular no deja de sonar y vibrar durante todo el día por las constantes llamadas o mensajes de WhatsApp que recibe de personas que quieren montar una huerta, o de entidades, empresas, instituciones u organizaciones interesadas en conocer su experiencia en la agricultura urbana.
Algunos ciudadanos también la contactan para pedirle helados, mermeladas, patés o postres que elabora con las remolachas, acelgas, lechugas, perejiles, quinuas, cebollas, fresas, zanahorias, caléndulas y papas que tiene en la huerta Santa Elena, un terruño de su casa con cuatro camas protegido por el plástico de un invernadero.
“Llevo más de 15 años como huertera, un largo viaje en el que me he formado como agricultora urbana y el cual me ha permitido darme a conocer en distintos sitios de Bogotá y el país. Mi propósito siempre ha sido aprender mucho para luego replicar los conocimientos con la comunidad, en especial con las personas que viven en la localidad de Santa Fe”.
Luego de caminar por los senderos enladrillados de su huerta, acariciar las hojas de algunas hortalizas y retirar una que otra babosa de los cultivos, María Elena levanta su cabeza y fija su mirada en un cielo azul libre de nubes rodeado por los altos edificios que le arrebatan los rayos del sol.
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Sus ojos oscuros comienzan a llenarse de lágrimas al recordar todas las batallas que tuvo que sortear antes de convertirse en una de las agricultoras urbanas más conocidas y respetadas de Bogotá, un camino de 68 años lleno de tropiezos y obstáculos que por momentos oscurecieron su alma.
“Yo debería llamarme Perseverancia, el nombre del barrio donde nací y que me ha marcado todo el tiempo que llevo en este mundo. Toda mi vida no he hecho más que perseverar para sobrevivir y sacar adelante a mis tres hijas: los invito a conocer parte de mi historia de resistencia”.
La niñez en el centro
María Elena nació hace 68 años en La Perseverancia, uno de los barrios más tradicionales de la capital y que colinda con el sector bohemio y cosmopolita de La Macarena. Su mamá, Anatilde Villamil, la parió en la habitación de una casa ubicada en la carrera 1 con calle 32, donde vivía con sus otros dos hijos.
“Soy la menor de la familia. Hernando, mi hermano mayor, me lleva 15 años y Paulina seis. Fui melliza, pero el otro bebé murió al poco tiempo de nacer. No tengo ni idea quién es mi papá, ya que mi madre nunca nos quiso contar esa parte de su historia”.
En esa casa esquinera solo estuvo los primeros dos años de vida, por lo cual no tiene recuerdos vívidos de esa época. Su madre decidió cambiar de hogar cuando encontró un espacio más amplio y adecuado en La Perseverancia para criar a sus tres retoños.
“Nos mudamos a otra casa del barrio mucho más grande, donde se arrendaban piezas y apartamentos pequeños. Allí vivíamos muchas familias y recuerdo que había hasta 57 niños, con quienes jugaba en cuatro patios enormes donde el sol entraba directo”.
En esos primeros años de infancia, María Elena comenzó a enamorarse de la cocina. Muchas de las mujeres que habitaban en la casa sobrevivían de la venta de platos tradicionales en una cancha de tejo que abría sus puertas los fines de semana, ciudadanas que observaba detalladamente mientras cocinaban.
“Recuerdo mucho a la señora Olimpia, que hacía rellena y chicha para venderlas a los hombres que iban a jugar tejo. En los patios de la casa veíamos el maíz tirado en el piso bajo los rayos del sol y también había conejos y muchos cultivos; todas las mujeres tenían sus emprendimientos culinarios”.
Cuando cumplió los siete años, la familia se mudó a otra casa del barrio, donde su pasión por la cocina siguió creciendo. “La nueva casa también tenía solar, donde las mujeres sembraban cilantro, cebolla, tallos, habas, frijoles, plantas aromáticas, brevo, papayuelo y cerezos para cocinar. Nadie le decía huerta, era el solar de las matas”.
Todos los niños tenían prohibido ingresar al solar de las plantas, que estaba encerrado por una malla y un candado. Las vecinas hacían trueques entre ellas con las hortalizas y ninguna intentó enseñarle a la pequeña María Elena a sembrar, algo que tampoco le interesaba.
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“Nunca me gustó estar con los niños de mi edad porque no aprendía nada nuevo. Por eso, lo que hacía era esconderme para escuchar a los mayores, en especial a las mujeres cocineras. Luego de que servían los almuerzos, yo me metía en las cocinas a probar la comida y así compararla con la sazón de mi mamá, quien hacía unas sopas deliciosas”.
La pequeña niña también iba a la casa de la familia Serrucho para ver cómo se hacían platos típicos con la carne de chivo, los cuales vendían en Monserrate. “Me di cuenta que no se perdía nada del chivo: don Antonio colgaba la piel de esos animales y le sacaba la lana, que servía para curar las paperas. Yo les ayudaba a las mujeres a picar la cebolla y el poleo para la rellena”.
Por su sazón, Anatilde se convirtió en una de las cocineras más reconocidas de La Perseverancia. La contrataban para que hiciera la comida de los matrimonios, bautizos, fiestas y primeras comuniones del sector, platos que María Elena analizaba meticulosamente a escondidas de su madre.
“Al ver que me gustaba tanto la cocina, mi mamá decidió enseñarme. Sin embargo, me tocaba hacer las cosas al pie de la letra para no recibir un golpe en la cabeza o un pellizco. A los seis años, por curiosa, me quemé un brazo con una agua de panela y me quedó una cicatriz que aún conservo. Mi mamá se puso muy brava cuando me pasó eso”.
La futura cocinera replicaba las técnicas de su mamá para preparar sopas con muchos ingredientes. “Mi madre tenía cortes especiales de papa para cada una de las sopas, como de pasta, arroz y sancocho. Ella se escondía para observarme cocinar: si fallaba salía de mal genio y me pellizcaba o me daba un cocotazo”.
Mientras aprendía el arte de cocinar, María Elena iba a la escuela del barrio. Primero estuvo en La Miranda, donde su mamá la sacó al poco tiempo porque los niños le pegaban. Luego pasó a El Salvador, un plantel que le hace recordar una anécdota religiosa.
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“En esa época era obligatorio ir a misa los domingos. Un día, unos niños me dijeron que pasara a recibir la hostia y como yo era boba lo hice. Esos chinos le dieron quejas a la profesora acusándome de pecadora porque no había hecho la primera comunión y la señora me pegó. Mi mamá se puso bravísima, le pegó a la profesora y me sacó de la escuela”.
La matricularon en el Instituto de Enseñanza Moderna, donde hizo hasta primero de bachillerato. “Luego estudié hasta cuarto de bachillerato por mis propios medios: trabajaba en el día y en las noches iba a estudiar. En esos tiempos era más que suficiente que las mujeres solo aprendieran a leer y escribir”.
Trabajadora desde niña
Con escasos 10 años, María Elena comenzó su vida como trabajadora. Primero estuvo en varias casas de familia haciendo oficio junto a su hermana Paulina, para así llevar dinero a la casa y ayudarle a su mamá con los gastos.
“Pero cuando cumplí los 14 años, mi mamá decidió que debíamos abandonar La Perseverancia, el barrio que tanto amo. Ella trabajaba en una fábrica de calzado en el barrio Cundinamarca, una zona industrial al frente del Centro de Nariño, y como no quería coger más bus, consiguió una casa allá”.
La adolescente se puso a trabajar con su mamá en la fábrica, donde aprendió el arte de la guarnición: coser y darles forma a los zapatos. “A la casa del Cundinamarca llegamos mi mamá y yo. Hernando, mi hermano mayor, ya tenía su propia familia, y Paulina se organizó con el hijo de la dueña de una empresa de pintura de muebles”.
Luego encontró un mejor trabajo en una fábrica ubicada por la avenida Las Américas, episodio que coincidió con la llegada del amor. “Eran las elecciones de los años 70 y había ley seca. Un día, tres señores que vivían en la casa llegaron con un amigo y se pusieron a tomar cerveza y escuchar música con mi mamá; en la noche, ella me despertó y presentó a Eduardo Vargas”.
Primero fueron amigos, pero al poco tiempo María Elena quedó flechada porque el señor era muy educado, culto, buen conversador y profesional en mecánica industrial. Estuvieron de novios durante dos años, un noviazgo que fue chapado a la antigua e inició con una declaración con serenata y flores para su mamá.
“Me di cuenta que le gustaba mucho tomar, pero en esos tiempos pensaba que el amor lo cambiaba todo. Cuando nos íbamos a casar, un carro lo atropelló por estar borracho y estuvo en cama durante dos años, tiempo en el que lo cuidé y le ayudé económicamente; quedé vestida y alborotada”.
Cuando Eduardo se recuperó de las heridas del accidente, María Elena, ya con 20 años, decidió organizarse con él en la casa de sus suegros y a los pocos meses llegó Luz Ángela, su primera hija. “Me dediqué a su crianza mientras Eduardo se encargaba de trabajar. Mi suegra fue una segunda madre y me ayudó mucho con los cuidados después del parto”.
Copas amargas
La devoción por el alcohol de su pareja no desapareció con la llegada de su segunda hija, Sandra Patricia, que nació a los 14 meses de la primogénita. Según estaba bogotana, todo lo celebraba con licor y en algunas ocasiones se transformaba totalmente.
Su compañero encontró un buen trabajo en una fábrica de la localidad de Puente Aranda que funcionaba las 24 horas, por lo cual le dieron un cuarto para que viviera con su familia. Su cargo era jefe de la planta y María Elena fue contratada como vigilante.
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“Al comienzo fue magnífico porque no tenía que salir de ahí y podía estar con mis niñas pequeñas. Quería aprender a manejar las máquinas, pero Eduardo no me dejó. Una noche se fue a tomar con unos amigos y cuando regresó me despertó apuntándome con un revólver porque en su borrachera se imaginó que le estaba siendo infiel”.
María Elena llamó a su mamá y hermana, quienes fueron en su ayuda. Pagaron un camión para el trasteo y se la llevaron con sus dos hijas a La Perseverancia, a la casa de la suegra de Paulina. “La señora me dejó vivir sin pagar arriendo en un apartamento. También me dio trabajo haciéndole la comida y acompañándola a Abastos para así surtir su tienda”.
Así permaneció durante tres meses, hasta que Eduardo la convenció de que vivieran juntos de nuevo. “No quería que mis hijas crecieran sin esa figura paterna, como me pasó a mí. Estaba muy enamorada, decidí darle una nueva oportunidad y nos organizamos con las niñas en ese apartamento de La Perse”.
Su hermana le cedió la tienda que tenía en el barrio porque se mudó a San Mateo (Soacha). Según María Elena, al comienzo le dio mucho susto asumir el reto del nuevo negocio porque tenía que vender licor y atender borrachos, actividades que jamás le han gustado.
“Eduardo ganaba muy bien, pero casi todo el sueldo se lo tomaba. Vencí los miedos y me dediqué a la tienda que abría todos los días de siete de la noche a las tres de la mañana. Mi hermano Hernando me ayudaba los fines de semana y mi mamá, que había vuelto a La Perseverancia, me visitaba a veces”.
Su pareja llegaba borracho a la tienda y siempre buscaba peleas, situaciones que desataron una nueva separación. “Ya había llegado mi tercera hija, Diana Carolina. Para tener una economía propia, destiné las mañanas para vender mis manualidades y tejidos y en las noches atendía la tienda; pero volví a creer en las palabras de amor de Eduardo”.
Vuelve la cocina
Una pelea de grandes proporciones con su hermana Paulina le dio un giro positivo a su vida. María Elena renunció a la tienda ajena y comenzó a buscar en los periódicos casas en arriendo que tuvieran locales por el centro de Bogotá.
“Encontré una en el barrio San Martín, abajo de La Perseverancia, y durante dos meses me dediqué a arreglarla y adecuar el local. Vendía líchigo, golosinas, chance, mis manualidades y cervezas; tuve una muy buena acogida en el sector y conocí mucha gente bonita”.
En esa época se estaba construyendo un gran edificio donde funcionaría el Tribunal de Orden Público. Los obreros le dijeron que si les preparaba almuerzos y desayunos, palabras que le movieron el corazón porque regresaría a sus años de amor por la cocina.
“Mis tres hijas, que estudiaban en las tardes, me ayudaban con los desayunos. Aunque Eduardo seguía tomando y daba poco para la casa, mi vida mejoró mucho económicamente con esa tienda. Sin embargo, de repente sentí la necesidad de estudiar algo, inspirada en mi hija mayor que estaba a punto de graduarse como bachiller”.
En el Apostolado, ubicado cerca de la iglesia de San Diego, el SENA brindaba cursos de pastelería. María Elena no lo pensó dos veces para inscribirse y estudiar de lunes a viernes en las tardes. “El profesor me vio tan interesada que me propuso hacer un técnico en panadería, pastelería y repostería en el SENA hotelero. Allí conocí varias amigas y las invité a la casa para celebrar y bailar; llevaba muchos años sin sentirme así de plena”.
Lo único que la mortificaba era que Eduardo seguía dándole a la botella. Cansada de la situación, María Elena reunió a sus tres hijas para comenzar a construir un mejor futuro. “Luz Ángela tomó la vocería y anunció que era hora de sacar a Eduardo de nuestras vidas. Le empacamos toda su ropa en cajas de cartón y le dije que este era el final definitivo”.
Sin ese peso sobre sus hombros, la vida siguió sonriéndole. Luis Alfonso, un profesor del SENA, le recomendó que hiciera otro curso sobre complementación en cocina y al poco tiempo la propuso para trabajar en un reconocido restaurante de Bogotá, que iba a abrir una sucursal en la calle 95.
“Ya estaba cansada de la tienda y por primera vez en mi vida me sentía empoderada y hasta con ganas de hacer muchos amigos y salir a bailar, algo que amo. Me contrataron como panadera en el restaurante, trabajo que hacía hasta las tres de la tarde y luego me iba a estudiar el curso en el SENA”.
Casa de ensueño
Con los ojos llenos de lágrimas y una voz entrecortada, María Elena asegura que, desde ese momento, la vida, el planeta y el cosmos se alinearon para abrirle las puertas de un nuevo destino, un cambio que le ha permitido sanar las heridas que le dejó el sufrimiento vivido desde la adolescencia.
“Un día, cuando aún tenía la tienda, llegó Pilar, una señora muy elegante que vivía en el barrio y me propuso que la ayudara con un proyecto de la Alcaldía Local de Santa Fe que pretendía pintar de diferentes colores las fachadas de las casas y poner materas al frente de las viviendas. El papá de ella iba todas las noches y me compraba un cigarrillo Piel Roja”.
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María Elena llevó a su vecina a recorrer el barrio para decirle a la gente que ayudara con la pintada de las fachadas, pero la comunidad no tenía tiempo para eso. “Decidimos pagarle unos pesos a Enrique, quien se dedicaba a robar. Luego, Pilar me invitó a liderar bazares y fiestas para comprarles los regalos de Navidad a los niños más pobres de La Perse”.
Luego de participar en algunos proyectos juntas, Pilar se perdió del radar de María Elena. A los pocos meses volvió a visitarla a la tienda y le contó que se había ido del barrio porque unos ladrones se le entraron a la casa, ubicada en la carrera 5A con calle 31.
“Me llevó a la casa y por primera vez la pude conocer. Estaba muy oculta y para llegar tocaba atravesar varios recovecos. Cuando la vi me enamoré de inmediato porque tenía un patio grande con muchos frutales, todos cubiertos por la sombra de un pino enorme y una casita de un piso muy hogareña”.
La visitante quedó perpleja cuando la elegante señora le propuso que se quedara con la casa. “El dueño era su papá, pero nadie vivía ahí por el robo. Cuando me dijo que me quedara con la casa, lo primero que pensé fue el precio elevado del arriendo, ya que el lote es muy amplio. Acordamos una nueva cita con su padre para negociar”.
María Elena se encontró con Juan David y Teresa, los dueños de la casa, quienes le insistían en que se pasara a vivir ahí. “Ellos sabían que era una madre de tres hijas muy trabajadora. Don Juan David me dijo que le pusiera el valor del arriendo, pero yo me opuse de tajo. Al final me propuso 50.000 pesos mensuales, una cifra que para mí fue un regalo”.
Corría el año 1991 cuando la cachaca trigueña se mudó con sus hijas a la casa de sus sueños. La única condición que le puso el dueño fue que no podía acceder a unas habitaciones que estaban cerradas con candado y que lo dejara ingresar al predio una vez al mes.
“Cerré la tienda y mi nuevo hogar se convirtió en la casa del pino. Mis hijas hacían muchas fiestas para bailar salsa, a las que yo llegaba de madrugada luego de trabajar en el restaurante. Don Juan David me llamaba una vez al mes antes de visitar la casa y en algunas ocasiones se sentaba en una piedra a llorar como un bebé”.
Un día, cuando estaba en el velorio de un vecino de La Perseverancia, María Elena se enteró que Juan David había fallecido, una noticia que le partió el alma porque lo veía como un ángel que la vida le había puesto en su camino.
“A los ocho días llegó a la casa un muchacho muy parecido a don Juan David y pensé que era su fantasma. Para sorpresa mía me dijo que era uno de los cuatro hijos que el dueño de la casa tuvo por fuera de su familia y que iban a pelear por quedarse con el predio”.
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María Elena se puso firme: pidió un año para salir de la casa y le dijo que en ese tiempo no iba a pagar el arriendo. No sintió mucha angustia por quedarse sin hogar y techo, ya que había comprado un apartamento con su hija Luz Ángela en San Mateo (Soacha).
“Llamé inmediatamente a la viuda para contarle lo sucedido y ella fue enfática en decir que nadie me iba a sacar de ahí. Seguí en la casa del pino y le hice muchos arreglos luego de un aguacero que casi la derrumba; todos los recibos los guardé como si fuera una contadora”.
Pasaron los años y la familia paralela que tuvo el dueño de la casa no volvió a aparecer. La viuda luego le informó que le iba a vender la casa por 12 millones, por lo cual María Elena comenzó a hacer las vueltas para acceder a un préstamo en la cooperativa del restaurante donde trabajaba.
“Para que me dieran la plata tocaba presentar varios papeles de los dueños, así que se los pedí a doña Teresa, que ya falleció. Al sol de hoy sigo esperando la documentación y lo que hice fue un proceso de pertenencia, el cual sigue marchando”.
Llega la huerta
Durante 15 años, María Elena trabajó en cuatro reconocidos restaurantes de Bogotá, como Félix, La Fragata y Átomos Volando. En 2001, debido a la crisis económica de estos establecimientos, tomó la decisión de montar su propio negocio.
“Primero puse un restaurante en el barrio Julio Flórez, donde estuve año y medio, y luego otro en la zona industrial de Paloquemao, un emprendimiento muy difícil porque me tocaba cocinarles a muchos camioneros. Estaba cansada y pensé: en mi casa tengo el espacio ideal para mi propio restaurante”.
Luego de adecuar varias zonas de la casa para montar la cocina, el comedor y las salitas de estar, María Elena inauguró el restaurante ‘Ellas’, un negocio que tuvo durante más de ocho años y donde trabajaban muchas personas, incluida su hija mayor, Luz Ángela, que era la administradora.
“En 2007, mi amiga Mirian Reyes llegó a la casa y me dijo que yo tenía el espacio más que suficiente para cultivar y obtener la principal materia prima del restaurante. Le respondí que no sabía nada de eso y que además no tenía tiempo; entonces ella se comprometió a sembrar en el patio a cambio de que le diera el almuerzo”.
Cuando salieron las primeras mazorcas, María Elena cocinó los granos y empezó a pensar en fusionar el restaurante con una huerta, como lo había visto en un programa de televisión presentado por Gloria Valencia de Castaño. “Pero antes quería aprender a sembrar sin utilizar químicos. En 2008 fui a donde Crispín, el padre de la parroquia que trabajaba con el SENA en muchos proyectos, y le propuse que hiciera un curso de agricultura urbana”.
El cura y el agrónomo Alberto Mogollón visitaron el terreno de María Elena y le dijeron que era ideal para la siembra de productos ancestrales. “El SENA nos pidió un mínimo de 70 personas para el curso, cupo que logramos llenar a través de la iglesia. Nos capacitamos durante dos años y aprendimos mucho de compostaje, pero descubrimos que en mi patio no salía la comida directamente del suelo por la sombra del pino”.
La cocinera se desmotivó bastante por esa noticia e incluso pensó en retirarse del curso, pero sus vecinos la convencieron de no desfallecer. “Descansé un par de meses y en enero llegaron los vecinos para montar tres camas elevadas con materiales reciclados, como partes de camas y muebles que la gente botaba en la basura”.
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Luego del grado como técnica en agricultura urbana, la vida le puso en su camino a don José, un campesino que le ayudó con los problemas que tenía en la tierra de las camas. “Con 12 vecinos del sector seguimos trabajando en la huerta todos los domingos; una persona iba cada día para ver qué necesitaban los cultivos y todo lo que salía se vendía”.
Un proyecto de la Alcaldía Local de Santa Fe y la ONG Manos Amigas la ayudó con la construcción del invernadero, algo que en esa época desconocía. “Esta estructura era fundamental porque todos los días llegaban muchas aves y gatos a hacer estragos en los cultivos”.
El corazón de María Elena, ocupado durante años solo por la cocina y sus hijas, empezó a darle campo a la agricultura urbana. “Me sentía feliz como huertera y comercializábamos mucho por los barrios del centro de Bogotá; siempre me ha gustado la venta y era como la pregonera del grupo”.
Por su conocimiento en agricultura urbana, la cocinera fue escogida por el Distrito como coordinadora de las 16 huertas urbanas que había en ese entonces en la localidad de Santa Fe, trabajo donde además ayudó a crear la red de agricultura urbana UNIAGRU.
“Hacíamos un almuerzo cada mes con todo lo que salía de esas huertas. También decidí preparar ensaladas y otros platos con las hortalizas y verduras de mi huerta en el restaurante, el cual renombramos como ‘Huerta y sazón’. Los clientes eran felices al probar la comida que veían en este sitio”.
Todos los viernes, el restaurante ofrecía 12 platos a la carta, uno de ellos vegetariano con los cultivos de la huerta. “El negocio era bastante próspero pero demandante. Tener personal a cargo no es tarea fácil y todos los días salía un inconveniente. Lo que me relajaba era ver lo hermosa que estaba la huerta”.
Mujer innovadora
En 2015, a Luz Ángela, la hija mayor, le salió un puesto fijo en la DIAN, por lo cual tuvo que renunciar a su trabajo como administradora del restaurante. María Elena no podía estar sola atendiendo a toda la clientela y además cocinando, así que con mucho dolor en su corazón cerró el negocio.
“Me dediqué de lleno a la huerta y fue bautizada como Santa Elena. Ese nombre me causa mucha risa porque yo de santa no tengo un solo pelo. Alberto Mogollón, un profe que tuvimos en el SENA, fue el que lo escogió; como ahora tiene tanto reconocimiento y ya es una marca, no lo puedo cambiar”.
Pero la cocina no salió de su vida y jamás lo hará. Creó un emprendimiento donde fusiona a la perfección sus conocimientos culinarios con los productos de la huerta: helados, mermeladas, dulces, postres, patés, salsas y encurtidos elaborados con remolacha, brócoli, cebolla, zanahoria, espinaca, acelga, plantas aromáticas, entre otros.
“Esa idea nació en el restaurante, cuando comprendí que no solo podía utilizar los productos de la huerta para hacer cosas saladas como ensaladas y sopas. Empecé con las mermeladas de cebolla, cilantro y remolacha, las cuales ofrecía los días viernes, y luego experimenté con los helados. Los clientes fueron mis conejillos de indias y todos quedaron sorprendidos con los sabores”.
María Elena no tiene la más mínima intención de registrar sus productos ante el INVIMA ni de vender como loca por toda la ciudad. “El que quiera probar mis productos debe venir a la casa para conocer la huerta y la historia de este proceso comunitario. Me pueden contactar a mi número celular (313-8285482) o por Facebook (Huerta Santa Elena)”.
Cuando recibe las llamadas de los clientes, lo primero que les informa es cuáles hortalizas o plantas hay en la huerta. “Todas las huertas deben ser dinámicas, es decir cosechar todo lo que dan. En Santa Elena hay épocas en las que no puedo preparar ciertos productos porque todo ya fue cosechado».
Esta bogotana nacida en La Perseverancia asegura que no le gusta ver una huerta con todos los cultivos intactos. «Eso siempre me preocupa porque significa que no están utilizando las plantas para alimentarse o comercializarlas. La agricultura urbana tiene que basarse en la siembra y la cosecha”.
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En su huerta también tiene varias marihuanas sembradas en materas y botellas plásticas, plantas con las que elabora pomadas, aceites y gotas que ayudan a aliviar las enfermedades. “Desde que cultivo cannabis mis hijas dicen que me la fumo verde porque tuve un cambio radical en mi forma de pensar. Las molesto mucho cuando van a la iglesia y ellas me contestan que así las crie; pero yo ahora soy más moderna”.
Nueva mujer
La casa de María Elena parece un museo. Las paredes están llenas de fotografías, cuadros con recortes de periódicos donde ha aparecido y diplomas que reconocen su labor como agricultora urbana. También hay cientos de plantas de jardín sembradas en botellas plásticas, tubulares con lechugas y muchas porcelanas.
El recoveco que comunica a la casa con el resto del barrio también exhibe esas huellas de su proceso como huertera y en la puerta de metal que sirve como único ingreso, mandó a pintar un mural colorido con las palabras ‘Huerta Santa Elena’.
Uno de sus mayores orgullos es el compostaje que hace en el patio de la casa con los residuos de la cocina, los cuales deposita en una cama de madera larga y ancha. “Tengo un lombricultivo para elaborar los sustratos y abonos de la huerta, los cuales también comercializo; además, utilizo el agua lluvia para el riego”.
Al recorrer la casa junto a Alika, una perrita criolla, esta mujer con las raíces clavadas en la localidad de Santa Fe recuerda que durante los meses más críticos de la pandemia del coronavirus, la huerta le sirvió como aliciente para no deprimirse en el encierro.
En esos meses también la acompañaron los inquilinos que viven en los tres apartaestudios que hay en la casa, quienes se han convertido en nuevos hijos. “Mi hogar estuvo abierto todo el tiempo y vino mucha gente a aprender de agricultura urbana o intercambiar experiencias. Además, tengo una residencia artística: jóvenes que vienen a vivir acá y me pagan trabajando en la cocina o en la huerta”.
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Los 15 años que lleva como agricultora urbana la han convertido en una de las huerteras más reconocidas de Bogotá y un orgullo para sus tres hijas, cuatro nietos y dos bisnietos. Por eso, muchas personas la contactan seguido para que les ayude a montar huertas o dar talleres, capacitaciones y charlas.
“Me defiendo bastante porque empecé de cero y sigo aprendiendo a diario. Pero no me gusta quedarme con ese conocimiento sino transmitírselo a la comunidad, para que así la agricultura urbana continúe con fuerza en toda la ciudad y si es posible en el país”.
María Elena afirma que en su huerta se encontró como mujer y descubrió su yo interno. “Antes yo estaba cerrada por dentro y era un ser oscuro. Como agricultora urbana conocí que tengo una semilla interior y me siento feliz por ser mujer, madre y abuela; yo no concibo mi vida sin esto”.
La tierra, las plantas y los animales le han enseñado a conocerse, valorarse y quererse. “La naturaleza me enseñó que la oscuridad es necesaria para vivir, pero no sumida en ella como yo lo estaba. Por ejemplo, antes no aceptaba a las parejas del mismo sexo debido a mi crianza católica, hasta que descubrí que había animales y plantas hermafroditas».
Hacer compostaje con los residuos orgánicos también le cambió su forma de ver la vida. “Aprendí que no debemos hablar de basura porque todo se puede reutilizar y hacer maravillas como el sustrato. Crear tierra en un cajón para producir alimentos es lo más maravilloso que conozco. La tierra me habla con mensajes muy poderosos”.
Hace poco, esta cocinera con corazón de huerta fue invitada a dar una charla sobre la remolacha en el Museo de Arte Moderno de Medellín, donde un artista plástico colombiano y radicado en Londres mostró cómo estas plantas crecen mejor a través de las palabras cariñosas de los humanos.
“David, el artista, primero me contactó para que le aconsejara cuál producto podía utilizar para su experimento con sonidos. Luego sembró semillas de remolacha en una cama de dos metros de largo con compost y allí metieron tubos planos con luz, sensores y micrófonos”.
Según María Elena, cuando la gente les hablaba cariñosamente a las remolachas, en las pantallas se veía como las plantas se alimentaban de esos llamados y crecían hermosas con la vibración de la voz. “En esa presentación también hice un taller de cocina con la remolacha”.
El futuro
Esta mujer símbolo de la resistencia y la perseverancia del centro de Bogotá aún desconoce cuál ha sido la clave para convertirse en un ícono de la agricultura urbana.
“Lo único que puedo decir es que soy una mujer resistente y muy orgullosa de haber nacido en La Perseverancia. Siento que el universo me puso aquí por alguna razón y por eso no tengo intención de alzar vuelo”.
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Las altas edificaciones que rodean la huerta le causan varios dolores de cabeza, ya que le quitan el sol que necesitan sus cultivos. “Van a construir un nuevo edificio con 23 pisos, por lo cual estoy pensando en una nueva forma de resistencia. Con un profesor de la Universidad Jorge Tadeo Lozano queremos elevar la huerta para sembrar hortalizas y plantas sin ser monocultivos”.
Este año, Santa Elena fue seleccionada por el Jardín Botánico de Bogotá (JBB) como una de las cinco huertas que conforman la ruta agroecológica ‘De huerta en huerta’ del centro de la ciudad, llamada ‘De vuelta a la tierra’.
Esta ruta, la segunda de cinco que tiene proyectadas el JBB, está constituida por Fábrica de Loza, Santa Elena, Casa Museo Quinta de Bolívar, Del Cóndor y Botánico Hostel, huertas urbanas de las localidades de La Candelaria y Santa Fe.
“En los 15 años que llevo como agricultura urbana, el Jardín Botánico ha sido una de las entidades que más me ha ayudado con insumos, asesoría técnica y mano de obra, y además me invita a participar en sus conversatorios. Con esta ruta turística los ciudadanos podrán probar y comprar mis productos transformados y conocer mi historia”.
Esta iniciativa, que cuenta con el apoyo del Instituto Distrital de Turismo (IDT), le apunta al posicionamiento de la agroecológica urbana y periurbana desde una perspectiva turística, generando valores agregados a la actividad de siembra y cosecha.
“El ideal de esta ruta es que los ciudadanos puedan conocer los procesos y líderes de estas huertas. Es un proyecto turístico que también nos permitirá fortalecer nuestros conocimientos sobre agricultura urbana, un arte que espero continuar hasta que el universo me lo permita”.
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Allison, una de sus nietas, está muy interesada en seguir los pasos de su abuela en la cocina. “Me está ayudando a hacer varios postres con las plantas de la huerta. Por eso pienso cultivar esa semilla para que el proceso no termine conmigo, sino que siga con esta nieta preciosa que la vida me regaló”.
Elenita. Felicitaciones eres grandiosa que linda historia de vida. Me encantó 💕 😍 ♥. En realidad tu nombre es perseverancia. Te admiro mucho. Grandiosa